Con ellos viajaban en el ascensor diplomáticos de la UN, asistentes de Praxis, representantes de los medios de comunicación, y todos esperaban que los marcianos les concedieran algo de tiempo para conversar. A Nirgal le costaba un gran esfuerzo prestarles atención. Todos parecían extrañamente ajenos a la posición que ocupaban en el espacio, a quinientos kilómetros de la superficie terrestre y cayendo velozmente.
El último día se hizo interminable. Ya habían entrado en la atmósfera y el cable los depositó en el cuadrado verde de Trinidad, en el enorme complejo de un enchufe ubicado junto a un aeropuerto abandonado cuyas pistas semejaban runas grises. La cabina del ascensor se hundió en la masa de hormigón, deceleró y al fin se detuvo.
Nirgal se soltó de la barandilla y echó a andar con cautela detrás de los otros, sintiendo en cada paso el peso de todo el cuerpo. Una cinta transportadora los depositó en el suelo de un edificio terrano. El interior del enchufe era igual al de Pavonis, incongruentemente familiar, porque el aire era salobre, denso, tórrido, resonante y pesado. Nirgal intentó dejar atrás las salas cuanto antes, deseoso de ver al fin el exterior. Mucha gente lo seguía, lo rodeaba, pero los asistentes de Praxis acudieron en su ayuda y le abrieron un pasillo entre la creciente multitud. El edificio era inmenso y por lo visto había perdido la oportunidad de tomar un tren subterráneo para salir. Pero delante veía una puerta luminosa. Mareado por el esfuerzo, la franqueó y salió a un resplandor cegador, una blancura inmaculada que apestaba a sal, vegetación, brea, estiércol, especias… como un invernadero desquiciado.
Los ojos se le fueron acomodando a la luz. En el cielo lucía un azul turquesa, como el de la franja central del limbo visto desde el espacio, pero más claro, que blanqueaba sobre las colinas y se acercaba al color del magnesio alrededor del sol. Unos puntos negros flotaban aquí y allá y el cable se elevaba hacia el cielo. El resplandor era demasiado intenso para mirar hacia arriba. Colinas verdes en la distancia.
Avanzó trastabillando hasta el coche descubierto que le indicaban, una antigualla pequeña y redonda con neumáticos de caucho. Un descapotable. Se quedó de pie en el asiento trasero, entre Maya y Sax, para ver mejor. Bajo la luz cegadora esperaban miles de personas, con pasmosos atavíos: sedas fluorescentes, rosados, púrpuras, verdes tornasolados, dorados, joyas, plumas, tocados varios…
—Es Carnaval —le explicó alguien desde el asiento delantero—; nos ponemos disfraces en Carnaval y también el Día del Descubrimiento, el día en que Colón llegó a la isla. Lo celebramos hace sólo una semana, y decidimos prolongar las fiestas hasta su llegada.
—¿En qué fecha estamos? —preguntó Sax.
—¡El día de Nirgal! Once de agosto.
El coche avanzó despacio por las calles atestadas de gente que aclamaba. Un grupito, vestido con las ropas que los nativos utilizaban antes de la llegada de los europeos, gritaba desaforadamente. Bocas rosadas y blancas en rostros cobrizos. Todos cantaban, y las voces mismas eran musicales. Los lugareños que iban en el coche hablaban como Coyote, y entre el público había quienes llevaban máscaras con el rostro de su padre, el rostro quebrado de Desmond Hawkins contraído en expresiones que ni siquiera él podría igualar. Y las palabras; Nirgal creía que en Marte había oído todas las posibles deformaciones del inglés, pero costaba seguir el discurso de los trinitarios; el acento, la dicción, la entonación… no sabría decir por qué. Sudaba profusamente pero seguía teniendo mucho calor.
El coche, incómodo y lento, avanzó entre muros de personas hasta llegar frente a un acantilado bajo. Más allá se extendía el barrio portuario, ahora anegado. Una sucia espuma se mecía y rodeaba los edificios; todo un barrio convertido en una piscina. Las casas semejaban gigantescos mejillones dejados al descubierto por la marea; algunas estaban medio derruidas y las olas entraban y salían por las ventanas; entre las casas había barcas de remos. Las barcas mayores estaban amarradas a farolas y postes de la electricidad más allá, donde desaparecían las construcciones. Más lejos aún, los barcos de pesca cabeceaban en el azul calcinado por el sol, con las velas tensas. Unas colinas verdes se elevaban a la derecha, formando una gran bahía abierta.
—Las barcas de pesca pueden navegar por las calles, pero las embarcaciones grandes amarran en los muelles de la bauxita, en Punto T; ¿alcanzan a verlo allá a lo lejos?
Cincuenta tonalidades distintas de verde en las colinas. Escamas y flores desparramadas por la carretera, plata y carmesí. Las palmeras, con la mitad del tronco bajo las aguas, habían muerto, y sus melenas marchitas amarilleaban. Marcaban la línea de la marea. Por encima de ella, el verde lo dominaba todo. Calles y edificios arrebatados por el hacha al mundo vegetal. Verde y blanco, como en su visión infantil, pero allí los dos colores primarios estaban separados, contenidos en un huevo azul de mar y cielo. ¡Estaban apenas por encima de las olas y sin embargo el horizonte estaba tan lejos! Una evidencia inmediata de la talla de aquel mundo. No le extrañaba que hubiesen creído que la Tierra era plana. El batir constante de las aguas espumosas en las calles, tan audible como las aclamaciones de la multitud, lo llenaba todo.
De pronto el olor de la brea predominó en el hedor.
—Vaciaron el lago de la Pez, junto a La Brea, y sólo quedó un agujero negro y un pequeño estanque que utilizamos los lugareños. El olor que ha traído el viento es el de una nueva carretera que bordea el agua.
Una carretera de asfalto en la que reverberaban espejismos. Gentes de cabellos negros se amontonaban en las márgenes de aquella carretera negra. Una joven se encaramó al coche para ponerle un collar de flores. El dulce perfume humano contrastaba con la irritante atmósfera salobre. Perfume e incienso, perseguidos por el tórrido viento vegetal, asfalto y especias. ¡El sonido metálico de los tambores, tan familiar en medio de los demás ruidos! ¡Allí tocaban música marciana! Los tejados del barrio anegado a su izquierda sostenían ahora unos patios destartalados. El hedor era semejante al de un invernadero corrompido: plantas podridas, una atmósfera opresiva y caliente, y un talco luminiscente que lo incendiaba todo. Tenía el cuerpo empapado de sudor. La gente aclamaba desde los tejados, desde las barcas, y el agua estaba cubierta de flores que la marea arrastraba de aquí para allá, y los cabellos de color azabache brillaban como quitina o joyas. En un muelle flotante de madera se amontonaban varias bandas musicales que tocaban diferentes melodías a la vez. Alfombras de escamas de pescado y pétalos de flores, puntos plateados, carmesíes y negros que flotaban. Las flores arrojadas por el gentío, arrastradas por el viento, ponían pinceladas de color en el cielo: amarillos, rosados y rojos. El conductor se volvió para hablarle, olvidándose al parecer de la carretera.
—Están oyendo a los dugla tocando música soaka, música de cacerolas. Una competición muy reñida, son las cinco mejores bandas de Port of Spain.
Cruzaron un barrio decrépito, evidentemente antiguo, de edificios con ladrillos desintegrados, coronados por techos de metal ondulado, o incluso de paja, todos antiquísimos, y pequeños, como sus ocupantes de piel cobriza.
—La zona de los hindúes, los negros de la ciudad. T y T los mezcla, eso es dugla.
La hierba cubría el suelo y aparecía en las grietas de las paredes, en los tejados, en los baches, en cualquier sitio que no hubiese sido alquitranado recientemente: una pujante marea de verde que se derramaba sobre la superficie del mundo, ¡presente hasta en el aire denso!
Dejaron atrás el viejo barrio y salieron a un ancho bulevar asfaltado flanqueado por grandes árboles y altos edificios de mármol.