—Los rascacielos de las metanacs parecían enormes cuando los construyeron, pero nada llega tan alto como el cable.
Sudor amargo, humo dulzón, el verde resplandeciente… tuvo que cerrar los ojos para no marearse.
—¿Se encuentra bien? —Los insectos zumbaban y el aire era tan tórrido que no podía determinar su temperatura, había desbordado su escala personal. Se sentó pesadamente entre Sax y Maya.
El coche se detuvo. Volvió a ponerse de pie con esfuerzo, y bajó del vehículo. Estuvo a punto de caer, porque todo oscilaba. Maya lo agarró del brazo. Nirgal se oprimió las sienes, respirando por la boca.
—¿Estás bien? —preguntó ella con brusquedad.
—Sí —contestó Nirgal y trató de asentir moviendo la cabeza.
Se encontraban en un complejo de toscos edificios nuevos. Madera sin pintar, hormigón, tierra apisonada cubierta ahora de pétalos aplastados. Gente por todas partes, la mayoría con disfraces de carnaval. El escozor del sol en los ojos no desaparecía. Lo condujeron a una tarima de madera, desde la que se dominaba el ruidoso gentío.
Una hermosa mujer de pelo negro, vestida con un sari verde ceñido por una faja blanca, presentó a los cuatro marcianos a la multitud. Las colinas que tenían detrás oscilaban como llamas verdes en el fuerte viento del oeste; hacía más fresco ahora y el aire se había llevado parte del hedor. Erguida ante micrófonos y cámaras, Maya parecía haber recuperado la juventud: empleaba frases cortas y tajantes que la muchedumbre recibía con vítores, una antífona, llamada y respuesta, llamada y respuesta. Una estrella de los medios de comunicación ante los ojos del mundo entero, carismática sin esfuerzo, que desarrollaba lo que a Nirgal le parecía el mismo discurso pronunciado en Burroughs en el momento álgido de la revolución, cuando había conseguido reunir a la muchedumbre en Princess Park.
Michel y Sax declinaron hablar y le indicaron a Nirgal que se enfrentara a la multitud y las verdes colinas que los elevaban hacia el sol. Durante un rato se quedó allí de pie, incapaz de escuchar sus pensamientos. Estática de vítores. El sonido denso en el aire aún más denso.
—Marte es un espejo —dijo al fin— en el que la Tierra contempla su propia esencia. El tránsito a Marte fue purificador, significó despojarse de todo lo que no era importante. Lo que llegó a Marte era terrano hasta la médula, y lo que ha ocurrido desde entonces ha sido la expresión del pensamiento y los genes terranos. Y por eso, más que la ayuda material, metales escasos o nuevas cepas genéticas, nuestra mayor contribución al planeta natal es servirle como espejo para que se vea a sí mismo. Proporcionarle un medio de cartografiar su inimaginable inmensidad. De esa manera aportamos nuestro pequeño grano de arena para crear la gran civilización a punto de saltar a la existencia. Somos los seres primitivos de una civilización desconocida.
Ovación.
—O al menos así lo vemos nosotros en Marte… una larga evolución a través de los siglos hacia la justicia y la paz. A medida que aprendemos, comprendemos mejor que dependemos de los demás. En Marte hemos descubierto que la mejor manera de expresar esa interdependencia es vivir para dar, en una cultura de compasión, en la que toda persona es libre e igual a los ojos de los demás, y todos trabajando para el bien común. Esa labor es la que nos da la libertad. Ninguna jerarquía es digna de consideración sino ésta: cuanto más damos, más grandes nos hacemos. Ahora, en medio de una gran marea y espoleados por ella, contemplamos el florecimiento de esta cultura de compasión que emerge en ambos mundos a la vez.
Se sentó en medio de un ruido atronador. Se habían acabado los discursos y estaban ahora en una especie de conferencia de prensa pública, respondiendo a las preguntas que formulaba la hermosa mujer del sari verde. Nirgal contestaba preguntando a su vez, sobre el lugar en que se encontraban y sobre la situación de la isla en general. Y ella respondía con el fondo de chachara y risas de la muchedumbre, que seguía observándolo todo detrás del muro de reporteros y cámaras. La mujer resultó ser la primera ministra de Trinidad y Tobago. La pequeña nación integrada por las dos islas había soportado el dominio de la metanac Armscor durante la mayor parte del siglo anterior, explicó la ministra, y sólo después de la inundación habían podido romper esa asociación «y todo lazo colonial al fin». ¡Con qué entusiasmo acogió la muchedumbre esta declaración! Y qué sonrisa la de la hermosa mujer dugla, llena de la alegría de toda una sociedad.
Se encontraban en uno de los numerosos hospitales de emergencia construidos en las islas después de la inundación. Los isleños habían erigido esos hospitales como primera manifestación de su condición de emancipados, y los centros de ayuda a las víctimas de la marea, donde se les proporcionaba vivienda, trabajo y atención médica, incluyendo el tratamiento de longevidad, habían aparecido por doquier.
—¿Todos reciben el tratamiento? —preguntó Nirgal.
—Sí —contestó la ministra.
—¡Estupendo! —exclamó Nirgal, sorprendido; había oído decir que eso era raro en la Tierra.
—¿Eso cree? —dijo la ministra—. La gente piensa que traerá demasiados problemas.
—Sí, es cierto. Pero opino que debemos hacerlo de todos modos. Proporcionar el tratamiento a todo el mundo y luego ya se nos ocurrirá qué hacer.
Pasaron un par de minutos antes de que pudieran oír algo más que el clamor ensordecedor de la multitud. La primera ministra intentó acallarlos, pero un hombre de corta estatura con un elegante traje de color tostado salió del grupo que había detrás de la ministra y proclamó por el micrófono:
—¡Nirgal, este hombre de Marte, es un hijo de Trinidad! ¡Su padre, Desmond Hawkins, el Polizón, el Coyote de Marte, es de Port of Spain, y todavía tiene muchos familiares allí! ¡Armscor compró la compañía petrolífera e intentó hacer lo mismo con la isla entera, pero eligieron la isla equivocada! ¡Tu Coyote no sacó su temple del aire, Maistro Nirgal, lo sacó de T y T! ¡Ha estado deambulando por Marte enseñando nuestra forma de vida, y los marcianos son ahora dugla, entienden esa manera de ser y la han extendido por todo Marte! ¡Marte es Trinidad Tobago en grande!
Se alzó una ovación y, siguiendo un impulso, Nirgal se acercó y abrazó al hombre, de sonrisa prodigiosa. Después localizó las escaleras y bajó a reunirse con la gente, que se apretó a su alrededor. La amalgama de fragancias le impedía respirar. Empezó a estrechar manos. La gente lo tocaba, y ¡qué expresión en las miradas! Todos eran más bajos que él y reían, y cada rostro era un mundo. De pronto unas manchas negras aparecieron ante sus ojos y todo se oscureció; miró alrededor, sobresaltado: sobre una oscura franja de mar, hacia el oeste, había aparecido un denso banco de nubes, y la vanguardia de la formación había cubierto el sol. Mientras continuaba mezclándose con la multitud, las nubes se abatieron sobre la isla. La gente se dispersó en busca del refugio de árboles, terrazas y la gran marquesina de hojalata de una parada de autobús. Maya, Sax y Michel habían desaparecido entre sus muchedumbres particulares. Las nubes, de vientres gris oscuro, se alzaban en blancos remolinos, sólidos como la roca pero fluidos, proteicos. Se levantó un viento frío y los goterones empezaron a picotear la tierra, y dieron cobijo a los cuatro marcianos bajo el techo de un pabellón abierto.
Y entonces empezó a diluviar, y Nirgal se encontró frente a un espectáculo que jamás había presenciado: del cielo caían rugientes cataratas de lluvia que salpicaban de explosiones líquidas los arroyos que se habían formado rápidamente en el suelo; el mundo fuera del pabellón se desdibujaba, se reducía a las manchas de color, verdes y pardas, de una acuarela. Maya sonreía:
—¡Es como si el océano nos estuviera cayendo encima!