Michel, sentado junto a Maya, parecía demasiado cansado. De pronto, Nirgal comprendió que estaba mirándose en un espejo, supo que su rostro mostraba la misma expresión, la sentía en los músculos. Michel y él tenían dudas, tal vez sobre el destino de Hiroko, o sobre otras cuestiones. Pero Michel no se mostraba muy comunicativo.
Y en el otro extremo del avión, Sax los observaba a los dos con su habitual expresión de pájaro.
Descendieron volando paralelamente a la gran muralla norte de los Alpes y aterrizaron entre campos verdes. Los escoltaron a través de un frío edificio semejante a los marcianos y luego bajaron unas escaleras y subieron a un tren, que se deslizó con un sonido metálico, salió del edificio y se internó en los campos. Al cabo de una hora estaban en Berna.
Numerosos diplomáticos y periodistas, con una insignia de identificación prendida en el pecho, todos con la misión de hablar con ellos, los esperaban en aquella ciudad, pequeña, prístina y sólida como la roca, donde la acumulación de poder era palpable. Las estrechas calles adoquinadas estaban flanqueadas por edificios de piedra que sustentaban pesadas arcadas, y todo parecía tan permanente como una montaña. El veloz río Aare abrazaba la mayor parte de la ciudad en un gran meandro. Los habitantes del barrio que atravesaban eran en su mayoría europeos: blancos de aspecto cuidado, no tan bajos como los demás terranos, que llenaban dicharacheros las calles y asediaban a los marcianos y sus escoltas, ahora vestidos con el uniforme azul de la policía militar suiza.
Las habitaciones asignadas a Nirgal y sus compañeros estaban en las oficinas centrales de Praxis, en un pequeño edificio de piedra que miraba sobre el río. A Nirgal le sorprendió lo cerca del agua que construían los suizos; una crecida del río de sólo dos metros supondría el desastre, pero la perspectiva no parecía inquietarlos. ¡Por lo visto dominaban el río con mano de hierro, a pesar de que bajaba de la cadena montañosa más escarpada que Nirgal había visto en su vida! Terraformación, naturalmente; no era extraño que a los suizos les fuera tan bien en Marte.
El edificio de Praxis estaba a unas pocas calles del centro histórico de la ciudad. El Tribunal Mundial ocupaba un grupo de edificios contiguos a los edificios federales suizos, casi en el centro de la península. Cada mañana bajaban por la calle principal, la Kramgasse, increíblemente pulcra y desnuda comparada con las calles de Port of Spain. Pasaban bajo la torre medieval del reloj, con su fachada ornamentada y sus figuras mecánicas, que parecía uno de los diagramas alquímicos de Michel convertido en un objeto tridimensional. Entraban luego en las oficinas del Tribunal Mundial, donde conversaban con un sinfín de grupos sobre la situación en Marte y en la Tierra: funcionarios de la UN, representantes de gobiernos nacionales, ejecutivos de las metanacionales, organizaciones de ayuda, medios de comunicación. Todos querían saber qué ocurría en Marte, cuál sería el siguiente paso de los marcianos, qué opinaban ellos de la situación en la Tierra, qué ayuda podían ofrecer. A Nirgal le resultaba bastante sencillo conversar con la mayoría de las personas que le presentaban; entendían la situación de ambos mundos y no albergaban la creencia poco realista de que Marte fuera a salvar a la Tierra; no parecían esperar recuperar el dominio de Marte, ni tampoco que el orden metanacional mundial de los años antediluvianos se instaurase de nuevo.
Era probable, sin embargo, que los estuviesen manteniendo alejados de gentes con actitudes hostiles hacia ellos. Maya estaba segura. Señaló cuan a menudo podía descubrirse en los negociadores y entrevistadores lo que ella llamaba «terracentrismo». Nada les importaba de veras salvo los asuntos terranos; Marte tenía algunas cosas interesantes, pero carecía de importancia. Una vez que le llamaron la atención sobre esa actitud, Nirgal empezó a verla en todas partes. Y en cierto modo se sintió aliviado, porque en Marte ocurría lo mismo: los nativos eran inevitablemente areocéntricos; una postura en cierto modo realista.
De hecho, empezó a tener la sensación de que precisamente los terranos que mostraban un interés más intenso por Marte eran los más imprevisibles: ejecutivos de metanacs cuyas corporaciones habían hecho fuertes inversiones en la terraformación marciana, representantes de países densamente poblados que sin duda se sentirían felices si dispusieran de un lugar al que enviar masas de población. De manera que participaba en reuniones con representantes de Subarashii, Armscor, China, Indonesia, Ammex, India, Japón y el consejo metanacional japonés, escuchaba con atención y procuraba hacer preguntas en vez de hablar demasiado. Y así descubrió que algunos de sus hasta ahora más leales aliados, en particular India y China, se convertirían de buen grado en un serio problema para ellos en el marco de la nueva distribución. Maya respondió con un vigoroso gesto de asentimiento cuando él la hizo partícipe de esta observación, y se le ensombreció la cara.
—Sólo podemos esperar que la distancia nos proteja —dijo—. Tenemos suerte de que sea necesario un viaje espacial para alcanzarnos, un cuello de botella para la emigración sin importar lo que avancen los medios de transporte. Pero tendremos que estar en guardia, siempre. Será mejor que no hables demasiado del tema. No hables demasiado de nada.
Durante el descanso para el almuerzo Nirgal solía pedir a sus escoltas —una docena o más de suizos que lo acompañaban a todas horas— que fueran dando un paseo hasta la catedral, que en suizo —eso le había contado alguien— llamaban el Monstruo. Tenía una sola torre, en cuyo interior había una estrecha escalera de caracol por la que Nirgal, después de tomar aliento, subía casi a diario, más jadeante y sudoroso cuanto más se acercaba a la cima. En los días despejados, que no eran frecuentes, a través de los arcos de la sala de la torre alcanzaba a ver la distante muralla abrupta de los Alpes que llamaban Oberland Bernés. Esa pared blanca y mellada ocupaba todo el horizonte, como los grandes escarpes marcianos, con la diferencia de que estaba totalmente cubierta de nieve, excepto unos triángulos de roca desnuda en la cara norte, una roca de color gris claro, insólita en Marte: granito. Montañas graníticas, levantadas por la colisión de las placas tectónicas. Y la violencia de esos orígenes era evidente.
Entre la majestuosa cordillera blanca y Berna se extendían unas cadenas más bajas de colinas de verdes muy similares a los de Trinidad, más oscuros en los bosques de coniferas. Había tanto verde… De nuevo Nirgal se sintió sobrecogido por la exuberancia de la vida vegetal en la Tierra, por el antiguo y espeso manto de biosfera que cubría la litosfera.
—Sí —dijo Michel cierto día que lo acompañó a contemplar el paisaje—. La biosfera a estas alturas es una parte importante de las capas superiores de la roca. La vida rebosa en todas partes.
Michel se moría por ir a Provenza. Estaban muy cerca de allí, sólo a una hora de avión o una noche de tren, y lo que estaba sucediendo en Berna se le antojaba sólo un interminable regateo político.
—¡La inundación, la revolución, que el sol se convierta en nova, todo seguirá su curso! Sax y tú pueden ocuparse de esto mucho mejor que yo.
—Y Maya todavía más.
—Sí, claro. Pero me gustaría que me acompañara. Tiene que ver Provenza o nunca comprenderá.
Pero Maya estaba absorbida por las negociaciones con la UN, que tomaban un sesgo serio ahora que los marcianos habían aprobado la nueva constitución. La UN se revelaba cada vez más como un simple portavoz de los intereses metanacionales, mientras que el Tribunal Mundial continuaba apoyando las nuevas «democracias cooperativas». Las discusiones eran acaloradas, volátiles, a veces hostiles. Importantes, en una palabra, y Maya salía a la arena cada día, no estaba para excursiones a Provenza. Había visitado el sur de Francia en su juventud, dijo, y no tenía demasiado interés en repetir la visita, ni siquiera con Michel.