Lo inesperado del descubrimiento lo dejó petrificado, y entonces contempló el mundo. El viento cesó. El mundo se detuvo. Ni un movimiento, ni un sonido.
Cuando percibió el silencio, empezó a escuchar y no oyó nada, y el silencio mismo de algún modo se hizo cada vez más palpable. No se parecía a nada que hubiera experimentado. Y se le ocurrió que en Marte siempre estaba metido en un traje o una tienda, siempre rodeado de maquinaria, excepto en sus raros paseos por la superficie en los últimos años. Pero siempre se oía el viento o alguna maquinaria cercana. O quizá nunca se había detenido a escuchar realmente. En aquel momento sólo había un gran silencio, el silencio del universo. Ningún sueño podía imaginarlo.
Y entonces empezó a percibir sonidos de nuevo: la sangre en sus oídos, el aliento en sus narices, el quedo zumbido de su pensamiento, que parecía tener un sonido propio. Esta vez escuchaba su propio sistema de soporte vital, su cuerpo, con sus bombas, ventiladores y generadores orgánicos. Los mecanismos siempre estaban en su interior, emitiendo sus sonidos. Pero ahora estaba libre de todo lo demás, inmerso en un gran silencio que le permitía escucharse a sí mismo, sólo él en aquel mundo, un cuerpo libre posado sobre la madre tierra, libre en la roca y el hielo donde todo había empezado. Madre Tierra; pensó en Hiroko, esta vez sin la angustia desgarradora que había sentido en Trinidad. Cuando regresara a Marte podría vivir de esa manera. Podría internarse en el silencio como un ser libre, vivir en el exterior, expuesto al viento, en una vasta extensión blanca e inmaculada y sin vida semejante a aquélla, con una cúpula azul oscura sobre su cabeza semejante a aquélla, el azul, una exhalación visible de la vida: el oxígeno, el color de la vida. Allí arriba, una cúpula sobre la blancura. Una suerte de señal. El mundo blanco y el mundo verde, sólo que allí el verde era azul.
Con sombras. Entre las débiles manchas luminosas que aún persistían en su visión había sombras alargadas que venían del oeste. Estaba a bastante distancia del Jungfraujoch, y había bajado considerablemente además. Se volvió y emprendió el regreso sobre el Jungfraufirn. A lo lejos, sendero arriba, sus dos compañeros asintieron y se volvieron también, caminando deprisa.
Muy pronto estuvieron bajo la sombra de la cresta occidental; el sol había desaparecido y el viento empujaba a Nirgal, ayudándolo en la marcha. Era muy frío. Pero después de todo aquélla era la temperatura con la que se sentía cómodo, y aquel aire también, con un agradable toque de densidad; y por tanto, a pesar del peso en su interior, inició un ligero trote sobre el hielo compacto y crujiente, inclinado el cuerpo hacia adelante, sintiendo que los músculos de sus muslos respondían al esfuerzo, y encontró su viejo ritmo de lung-gom-pa: los pulmones y el corazón bombeaban con fuerza para llevar el peso adicional. Pero Nirgal era fuerte, y aquélla era una de las altas regiones de la Tierra con una cualidad marciana; y subió por el crepitante sendero sintiéndose cada vez más fuerte y asombrado, lleno de regocijo y también atemorizado: un planeta sorprendente si podía combinar tanto verde y tanto blanco, y su órbita era tan exquisita que al nivel del mar el verde brotaba con profusión y a tres mil metros el blanco lo cubría todo; la zona natural de la vida estaba comprendida en esos tres mil metros. Y la Tierra giraba con esa diáfana burbuja de biosfera en la franja más apropiada de una órbita de ciento cincuenta millones de kilómetros de amplitud. Era demasiada suerte para admitirla.
La piel le hormigueaba por el esfuerzo y sentía todo el cuerpo acalorado, hasta los pies. Empezó a sudar. El aire frío era deliciosamente vigorizante y supuso que podría mantener aquel ritmo de marcha durante horas; pero, ¡ay!, un poco más adelante ya le esperaba la escalera de nieve con su barandilla de cuerda y sus balizas. Sus custodios caminaban muy por delante de él, subiendo deprisa la última pendiente. Pronto también él estaría allí, en la pequeña estación ferroviaria/espacial. ¡Esos suizos, qué cosas se les ocurría construir! ¡Poder visitar la formidable Concordiaplatz en un viaje de un día desde la capital de la nación! No le extrañaba que fueran tan comprensivos con Marte, ellos eran el elemento terrano más cercano a Marte, en verdad: constructores, terraformadores, habitantes del aire tenue y frío.
Cuando al fin puso los pies en la terraza y entró en la estación, se sintió inclinado a la benevolencia con respecto a ellos; y cuando se acercó a sus escoltas y a los demás pasajeros que esperaban junto al tren, su sonrisa era tan radiante, estaba de tan buen humor, que los rostros ceñudos del grupo (comprendió que los habían obligado a esperarle) se distendieron, se miraron unos a otros, rieron y sacudieron la cabeza como diciendo: ¿qué podemos hacer, sino reír y aguantarlo? Ellos también habían sido jóvenes y habían estado en los Alpes por primera vez, un soleado día de verano, y habían conocido el mismo entusiasmo, recordaban lo que se sentía. De modo que le estrecharon la mano, le abrazaron, lo hicieron subir al tren y éste se puso inmediatamente en marcha, porque, no importaba lo que sucediese, no era bueno tener un tren esperando. Y una vez en ruta notaron que tenía las manos y el rostro calientes, y le preguntaron dónde había estado y le dijeron cuántos kilómetros significaba aquello, y cuántos metros de desnivel. Le pasaron una pequeña petaca de schnapps. Y cuando el tren se introdujo en el túnel lateral que llevaba a la cara norte del Eiger, le hablaron del fallido intento de rescate de los malhadados escaladores nazis, excitados, y luego conmovidos al ver que él parecía muy impresionado. Y después se acomodaron en los compartimientos iluminados del tren, que bajaba rechinando por el tosco túnel de granito.
Nirgal se quedó en el extremo de uno de los vagones, mirando el veloz paso de la roca dinamitada y después, cuando salieron una vez más a la luz, la muralla del Eiger delante. Un pasajero que se dirigía a otro vagón se detuvo y se lo quedó mirando:
—Qué curioso verlo aquí. —Tenía acento británico.— La semana pasada me encontré con su madre.
Confundido, Nirgal balbuceó:
—¿Mi madre?
—Sí, Hiroko Ai. ¿No es así? Estaba en Inglaterra, colaborando con la gente de la desembocadura del Támesis. Una curiosa coincidencia que ahora me haya encontrado con usted. Me hace pensar que en cualquier momento voy a ver hombrecitos rojos.
El hombre soltó una carcajada y siguió su camino.
—¡Eh! —gritó Nirgal—. ¡Espere! Pero el hombre no se detuvo.
—Lo siento, no quería entrometerme —dijo por encima del hombro—. Eso es todo lo que sé, de todas maneras. Tendrá que ir a visitarla, tal vez a Sheerness…
Y entonces el tren entró rechinando en la estación de Klein Scheidegg y el hombre se apeó de un salto, y cuando Nirgal corrió tras él, tropezó con mucha gente y sus escoltas se acercaron y le dijeron que tenían que bajar a Grindelwald inmediatamente si querían llegar a casa esa noche. Nirgal no pudo oponerse. Pero mirando por la ventanilla mientras se alejaban de la estación, vio al inglés que lo había abordado siguiendo a buen paso el sendero que bajaba al valle en sombras.
Aterrizó en un gran aeropuerto del sur de Inglaterra y fue conducido al norte y al este, a una ciudad que sus acompañantes llamaron Faversham, más allá de la cual las carreteras y puentes estaban bajo las aguas. Había decidido llegar sin anunciarse y su escolta allí era un grupo de policías que recordaban más a las unidades de seguridad de la UNTA en Marte que a sus custodios suizos: ocho hombres y dos mujeres, lacónicos, vigilantes, engreídos. Al principio pretendían encontrar a Hiroko interrogando a la gente en comisaría. Pero Nirgal estaba seguro de que aquello haría que se ocultara e insistió en salir a buscarla sin aspavientos, y consiguió convencerlos.