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El vehículo avanzó en el alba gris hasta el nuevo frente marítimo, allí mismo entre los edificios: en algunos lugares había hileras de sacos apilados entre las paredes cenagosas, en otros, sólo calles anegadas por aguas oscuras que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Algunas planchas tendidas aquí y allá salvaban los charcos y el barro.

En el extremo de una de las hileras de sacos vislumbró unas aguas pardas, más allá de las cuales ya no había edificios, y unos cuantos botes de remos amarrados a la reja de una ventana medio cubierta de espuma sucia. Nirgal siguió a uno de sus custodios hasta un gran barco de pesca, donde los recibió un hombre enjuto y rubicundo que llevaba un gorro mugriento calado hasta las orejas. Una especie de policía portuario, al parecer. El hombre le dio un flojo apretón de manos y acto seguido partieron, remando en el agua opaca, seguidos por otros tres botes con el resto de la preocupada escolta de Nirgal. El remero de su barca dijo algo y Nirgal tuvo que pedirle que lo repitiera; era como sí al hombre le faltara la mitad de la lengua.

—¿El dialecto que habla usted es cockney?

—Sí, cockney —dijo el hombre, y se echó a reír.

Nirgal rió también y se encogió de hombros. Era una palabra que recordaba haber leído, pero no sabía qué quería decir exactamente. Había oído centenares de dialectos ingleses, pero aquél presumiblemente debía de ser el principal, y apenas entendía algo. El hombre habló más despacio, pero fue peor aún. Le estaba describiendo y señalando el barrio por el que navegaban. El agua casi llegaba a los tejados.

—Barriadas —repitió varias veces, señalando con los remos.

Llegaron a un muelle flotante, junto a lo que parecía ser una señal de autopista que rezaba «OARE». Había varias embarcaciones mayores amarradas al muelle o meciéndose sujetas a sus anclas. El policía de puertos remó hasta una de ellas e indicó la escalerilla metálica unida al casco oxidado.

—Adelante.

Nirgal trepó al barco. En cubierta le esperaba un hombre tan bajo que tuvo que empinarse para estrechar la mano de Nirgal con un vigoroso apretón.

—Así que es usted un marciano —dijo, en un inglés parecido al del remero, pero mucho más comprensible—. Bienvenido a bordo de nuestro pequeño navío de investigación. Me dicen que ha venido buscando a la anciana dama asiática, ¿no es así?

—Sí —dijo Nirgal, con el pulso acelerado—. Es japonesa.

—Humm. —El hombre frunció el entrecejo.— Sólo la vi una vez, pero hubiera jurado que era asiática, de Bangladesh quizá. Están por todas partes desde la inundación. Pero ¿quién puede asegurarlo, eh?

Cuatro de los acompañantes de Nirgal subieron a bordo y el patrón apretó el botón que ponía en marcha el motor, giró la rueda del timón y fijó la vista delante mientras el motor de popa impulsaba el barco vibrante y lo alejaba de la línea de edificios inundados. El cielo estaba encapotado, con nubes bajas; mar y cielo se confundían en una bruma grisácea.

—Iremos al embarcadero —dijo el pequeño capitán. Nirgal asintió.

—¿Cuál es su nombre?

—Mi nombre es Bly. Be, ele, y griega.

—Yo soy Nirgal.

El hombre inclinó la cabeza.

—¿Así que esto era antes el puerto? —preguntó Nirgal.

—Esto era Faversham. Aquí estaban las marismas: Ham, Magden… era casi todo marisma, hasta la isla de Sheppey. El Swale. Más pantanos que agua, si usted me entiende. Ahora te metes aquí en un día ventoso y es como si estuvieras en el mar del Norte. Y Sheppey sólo es aquella colina que se ve allá a lo lejos. Ahora es una isla de verdad.

—¿Y allí es dónde usted vio…? —Nirgal no supo cómo referirse a ella.

—La abuela asiática de usted vino en el ferry de Flessinga a Sheerness, al otro lado de esa isla. Sheerness y Minster tienen al Támesis haciendo las veces de calles, y cuando sube la marea también de tejado. Ahora estamos sobre las marismas de Magden. Rodearemos el promontorio Shell, porque el Swale está demasiado espeso.

El agua de aspecto fangoso se rizaba, surcada por largas y onduladas franjas de espuma amarillenta. En el horizonte el agua se veía grisácea. Bly viró y encontraron mar picada. El barco cabeceaba, arriba y abajo, arriba y abajo. Era la primera vez que Nirgal navegaba. Nubes grises se cernían sobre ellos y sólo había una cuña de aire entre los vientres de las nubes y el agua agitada. El barco avanzaba como podía, sacudido como un corcho. Un mundo líquido.

—Ahora se tarda mucho menos en rodearlo —dijo el capitán Bly desde el timón—. Si el agua estuviese más clara, podría ver Sayes Court justo debajo de nosotros.

—¿Qué profundidad hay? —preguntó Nirgal.

—Depende de la marea. La isla estaba más o menos una pulgada sobre el nivel del mar antes de la inundación, así que la profundidad es todo lo que haya subido el nivel del mar. ¿Cuánto dicen que es ahora, veinticinco pies…? Más de lo que esta vieja muchachita necesita, eso seguro. Tiene muy poco calado.

Hizo girar la rueda del timón a la izquierda y el oleaje embistió el costado del barco, que avanzó espasmódicamente. Bly señaló a barlovento:

—Allí, cinco metros. Harty Marsh. ¿Ve ese bancal de patatas, el agua picada de allí? Eso emergerá cuando la marea esté a medio bajar, parece un gigante ahogado sepultado en el barro.

—¿Cómo está la marea ahora?

—Casi pleamar. Cambiará dentro de una media hora.

—Cuesta creer que la Luna pueda arrastrar el mar de esa forma.

—Caramba, ¿acaso no cree en la gravedad?

—Claro que creo en ella, en este momento me está aplastando. Es sólo que cuesta creer que algo tan lejano ejerza tal atracción.

—Humm —dijo el capitán, taladrando con la mirada el banco de niebla que tenía delante—. Lo que de verdad cuesta creer es que un puñado de icebergs haya podido desplazar el agua necesaria para que los océanos suban lo que han subido.

—Es difícil de creer.

—Es sorprendente. Pero tenemos la prueba flotando ante nuestras narices. Ah, se ha levantado la niebla.

—¿Tienen ahora peor tiempo que antes? El capitán soltó una carcajada.

—No sé qué decirle. Es como comparar cosas absolutas.

La niebla tendía sobre ellos largos velos de humedad, y las aguas agitadas siseaban y humeaban. Había oscurecido. De pronto Nirgal se sintió feliz, a pesar del malestar de su estómago durante la deceleración al pie de cada ola. Viajaba en barco en un mundo de agua y la luz tenía un nivel tolerable al fin. Por primera vez desde que llegara a la Tierra podía dejar de entornar los párpados.

El capitán giró el timón de nuevo y navegaron en la dirección del oleaje, hacia el noroeste, hacia las bocas del Tamesis. A la izquierda, una cresta verdosa emergió de las aguas pardas; unos edificios coronaban su pendiente.

—Eso es Minster, o lo que queda de ella. Era la única zona alta de la isla. Sheerness queda por allá, donde el agua se ve tan agitada.

Bajo el techo opresivo de la niebla Nirgal divisó lo que parecía un arrecife batido por aguas impetuosas, negras bajo la espuma blanca.

—¿Eso es Sheerness?

—Sí.

—¿Y todo el mundo se trasladó a Minster?

—O a otros sitios. La mayoría, sí, pero todavía queda alguna gente muy testaruda en Sheerness.

El capitán calló y se concentró en guiar el barco a través del sumergido paseo marítimo de Minster. En una zona donde emergían los tejados entre las olas se veía un edificio al que habían despojado del techo y de la pared que daba al mar y servía ahora como pequeño puerto: las tres paredes restantes albergaban una porción de mar y los pisos superiores de la parte trasera eran el puerto propiamente dicho. Había tres barcas de pesca amarradas allí, y mientras el barco que llevaba a Nirgal hacía las maniobras de aproximación, algunos hombres se asomaron y saludaron.