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Pero la escolta de Nirgal quería corroborar los datos primero. Exigían un día para organizarlo todo. Mientras, Bly y sus amigos charlaban sobre proyectos de rescate submarino, y cuando Bly se enteró del retraso, le preguntó a Nirgal si le gustaría participar en una de esas operaciones, a la mañana siguiente, «aunque no es una tarea agradable». Nirgal aceptó y la escolta no se opuso, siempre y cuando algunos los acompañasen. Todos quedaron de acuerdo.

Pasaron la tarde en el ruidoso y húmedo almacén submarino, y Bly y sus amigos lo revolvieron todo en busca de equipo apropiado para Nirgal. Y pasaron la noche en los cortos y estrechos catres del barco de Bly, como mecidos en una cuna grande y tosca.

A la mañana siguiente hicieron los últimos preparativos rodeados de una leve neblina de tonalidades marcianas: los rosados y anaranjados flotaban aquí y allá sobre una vitrea agua muerta de color malva. La marea estaba casi en el punto más bajo y el equipo de rescate, Nirgal y tres guardaespaldas siguieron la embarcación de Bly a bordo de un trío de pequeñas lanchas motoras, maniobrando entre chimeneas, señales de tráfico y postes de electricidad, conferenciando a menudo. Bly había sacado un manoseado libro de mapas, y mencionaba ciertas calles de Sheerness, pues se dirigían a un punto determinado. Muchos almacenes de la zona del puerto al parecer ya habían sido vaciados, pero quedaban algunos, desperdigados por los bloques de pisos situados detrás del paseo marítimo, en los que no habían operado, y uno de ellos era el objetivo de esa mañana.

—Aquí es adonde vamos: el número dos de Carleton Lane. —Una joyería, cerca de un pequeño mercado.— Buscaremos joyas y comida enlatada, un botín equilibrado, podría decirse.

Amarraron a la parte superior de una valla publicitaria y pararon los motores. Bly lanzó por la borda un pequeño objeto sujeto a un cordón y fue a reunirse con tres hombres frente a la pequeña pantalla de la IA empotrada en el panel de instrumentos del puente. Soltaron un fino cable por el costado, y el carrete emitió un chirrido espeluznante. En la pantalla, el lóbrego color de la imagen fluctuaba entre el marrón y el negro.

—¿Cómo saben qué están viendo? —preguntó Nirgal.

—No lo sabemos.

—Pero, miren, eso de ahí es una puerta, ¿ven?

—No.

Bly pulsó en el diminuto teclado numérico bajo la pantalla.

—Allá vas, pequeña. Ya estamos dentro. Eso de ahí debería ser el mercado.

—¿Es que no tuvieron tiempo de poner a salvo las cosas? —preguntó Nirgal.

—No todo. Toda la población de la costa este de Inglaterra tuvo que trasladarse al mismo tiempo, de manera que no había suficientes medios de transporte para llevar más que lo que pudieras cargar en el coche. Como mucho. Mucha gente dejó su casa intacta. Así que rescatamos lo que vale la pena.

—¿Y qué opinan los dueños?

—Oh, existe un registro. Lo consultamos y nos ponemos en contacto con los dueños cuando es posible, y les cobramos unos honorarios por el salvamento si quieren recuperar sus cosas. Si no están en el registro, lo vendemos en la isla. La gente busca muebles y esas cosas. Ahí, miren… vamos a ver qué es eso.

Apretó una tecla y la pantalla se aclaró.

—Ah, sí, un frigorífico. Nos vendrá bien, pero sudaremos tinta para subirlo.

—¿Y la casa?

—La volaremos. Una explosión limpia si se colocan bien las cargas. Pero no será esta mañana. La señalaremos y seguiremos adelante.

Continuaron avanzando. Bly y otro hombre seguían atentos a la pantalla, discutiendo amigablemente adonde irían después.

—Esta ciudad nunca fue gran cosa, ni siquiera antes de la inundación —dijo Bly a Nirgal—. Llevaba un par de siglos entregada a la bebida, desde el fin del imperio.

—Desde el fin de la navegación a vela, querrás decir —corrigió el otro hombre.

—Es lo mismo. El viejo Támesis empezó a usarse cada vez menos después de aquello, y los pequeños puertos del estuario empezaron a decaer. Y de eso hace ya mucho.

Al fin Bly paró el motor y los miró a todos. Nirgal vio en los rostros barbudos una curiosa mezcla de resignación torva y alegre expectación.

—Ahí lo tenemos.

Los demás empezaron a sacar el equipo de inmersión: trajes completos, tanques, máscaras, algunas escafandras.

—Pensamos que el equipo de Eric le irá bien —dijo Bly—. Era un gigante. —Sacó un largo traje negro de inmersión, sin pies ni guantes, de la atestada taquilla, para utilizar con máscara y no con escafandra.— También están las botas.

—Me los probaré.

Él y dos hombres se desnudaron y se pusieron los trajes, sudando y resoplando mientras se los acomodaban y cerraban las cremalleras de los cuellos ceñidos. El traje de Nirgal tenía un desgarrón triangular en el costado izquierdo, afortunadamente, porque si no no le habría cabido; le iba muy ajustado en el torso y demasiado holgado en las piernas. Uno de los submarinistas cerró el desgarrón con cinta aislante.

—Esto bastará, al menos para una inmersión. Pero ya ve lo que le sucedió a Eric, ¿no? —dijo, dándole unos golpecitos en el costado—. Procure no quedar atrapado en alguno de los cables.

—Lo haré.

Nirgal sintió un hormigueo generalizado bajo el traje, que de pronto le pareció enorme. Atrapado por un cable en movimiento y golpeado contra el hormigón, ka, qué agonía… un golpe fatal… ¿cuánto tiempo debió de conservar la conciencia después de eso, un minuto, dos? Debatiéndose en la oscuridad…

Nirgal se esforzó por salir de su representación del final de Eric, estremecido. Le sujetaron un respirador a la parte superior del brazo y la máscara, y de pronto se encontró inhalando un aire seco y frío; oxígeno puro, le dijeron. Bly le volvió a preguntar si se sentía bien para bajar, porque Nirgal temblaba ligeramente.

—Sí, sí —repuso Nirgal—. Me siento bien con el frío, y esa agua no está tan fría. Además, ya he empapado el traje de sudor.

Los otros submarinistas, también sudorosos, asintieron. Prepararse era más duro que bucear. Bajó por la escalerilla y de pronto se vio libre del peso aplastante de la gravedad, entró en algo muy semejante a la g marciana, o aún más ligero, ¡qué alivio! Nirgal aspiró alegremente el frío oxígeno embotellado, casi sollozando por la súbita liberación de su cuerpo, flotando en una cómoda penumbra. Sí, su mundo en la Tierra estaba bajo las aguas.

En la profundidad todo era tan oscuro y amorfo como en la pantalla, a excepción de los conos de luz que brotaban de los faros de sus dos compañeros, obviamente muy potentes. Nirgal los seguía un poco rezagado y a menor profundidad, y de ese modo tenía una panorámica de la situación. El agua del estuario estaba fría, a unos 285° kelvins calculó Nirgal, pero la que se filtraba por las muñecas y alrededor de la capucha era escasa y, atrapada en el interior del traje, se calentaba por su esfuerzo, lo cual compensaba el frío de las manos y el rostro, y del costado izquierdo.

Los conos de luz barrían la penumbra cuando los hombres miraban alrededor. Nadaban siguiendo una calle estrecha. Envolviendo los edificios, las calzadas y las aceras, el agua gris y tenebrosa se parecía extrañamente a la niebla de la superficie.

Se encontraron delante de un edificio de ladrillo de tres plantas que ocupaba la esquina de una intersección de calles en ángulo agudo. Kev le indicó con un ademán que los esperase fuera, y Nirgal estuvo encantado de complacerlo. El otro buceador, que sostenía un cable tan fino que apenas se distinguía, fijó una pequeña polea en el umbral de la puerta principal y pasó el cable por ella. El tiempo se arrastró; Nirgal nadaba lentamente alrededor del edificio en forma de cuña y espiaba por las ventanas del segundo piso las oficinas, las habitaciones vacías, los apartamentos. Algunos muebles flotaban junto a los techos. Un movimiento lo hizo apartarse con sobresalto; tenía miedo del cable, pero en realidad no había motivo para ello, puesto que estaba en el otro lado del edificio. Se le coló un poco de agua en la boquilla y la tragó para quitarla de en medio. Sabía a sal, limo y plantas, y a algo desagradable. Siguió nadando.