En el otro lado, Kev y el otro hombre intentaban hacer pasar una pequeña caja fuerte por la puerta. Cuando lo consiguieron, movieron las piernas para mantener la posición vertical y esperaron hasta que el cable se tensó sobre sus cabezas. Luego ejecutaron un torpe ballet acuático y la caja fuerte flotó hacia la superficie y desapareció. Kev volvió a entrar en el edificio y luego salió impulsándose con fuerza y cargando dos pequeños sacos. Nirgal se acercó a él, tomó uno de los sacos y con enérgicas y voluptuosas patadas se impulsó hacia el barco. Emergió a la brillante luz de la niebla. Le habría gustado bajar otra vez, pero Bly no quería que permanecieran más tiempo allí abajo y Nirgal arrojó las aletas al barco y trepó por la escalerilla lateral. Cuando se sentó estaba sudando, y sintió un alivio inmenso al quitarse la capucha del traje, aun cuando estuvo a punto de arrancarse los cabellos con ella. Le ayudaron a despojarse del traje de buceo, y el contacto con el aire pegajoso le pareció muy agradable.
—¡Mírenle el pecho, pero si parece un galgo!
—Como si hubiera respirado vapores toda la vida.
La niebla empezó a disiparse y descubrió un cielo blanco atravesado por una banda más blanca y brillante de sol. El peso había regresado e hizo varias inspiraciones profundas para devolverle a su cuerpo ese ritmo de trabajo. Notaba el estómago extraño y los pulmones le dolían un poco al respirar. Todo se mecía más de lo que el movimiento del océano justificaba. El cielo se volvió de cinc y el cuadrante del sol adquirió un resplandor cegador. Nirgal permaneció sentado, con una respiración cada vez más rápida y superficial.
—¿Le gustó?
—¡Sí! —dijo—. Me gustaría sentirme así en todas partes. Los hombres se rieron.
—Tome, beba algo.
Tal vez sumergirse en las aguas había sido un error. Ya no volvió a sentirse bien con la g. Le costaba mucho respirar. El aire allí abajo, en el almacén, era tan húmedo que le parecía que podría apretar el puño y obtener agua. Le dolían la garganta y los pulmones. Bebía té constantemente, pero seguía sediento. El agua chorreaba de las paredes centelleantes, y no acertaba a comprender lo que la gente decía, todo era ay y eh y lor y da, nada que se pareciera al inglés marciano. Un idioma distinto. Todos ellos hablaban un idioma distinto. Las obras de Shakespeare no lo habían preparado para aquello.
Volvió a dormir en el pequeño catre de la embarcación de Bly. Al día siguiente la escolta dio el visto bueno y abandonaron Sheerness y cruzaron el estuario del Támesis en dirección norte, envueltos en una niebla rosada más densa incluso que la del día anterior.
Nada era visible en el estuario, fuera del mar y la niebla. Nirgal había estado dentro de nubes antes, sobre todo en la pendiente occidental de Tharsis, donde los frentes subían muy deprisa, pero nunca en el mar. Las veces que lo habían atrapado las nubes, la temperatura siempre había estado por debajo del punto de congelación, y las nubes se asemejaban a nieve, muy blanca, menuda y seca, rodando sobre la tierra y cubriéndola con un manto de polvo blanco. Nada que ver con aquel mundo líquido, donde apenas había diferencia entre las aguas revueltas y las ráfagas de niebla que las cubrían, entre el estado líquido y el gaseoso. El barco cabeceaba con violencia. Unos objetos oscuros aparecieron en los límites de la visión, pero Bly no pareció prestarles atención, mirando hacia adelante a través de la ventana tan perlada de agua que casi era opaca, o atento a las diferentes pantallas bajo la ventana.
De pronto Bly detuvo el motor y el cabeceo del barco se transformó en violentos bandazos. Nirgal se agarró a la mampara de la cabina y miró a través de la ventana empañada, intentando descubrir la causa de la parada.
—Un gran navío se acerca desde Southend —declaró Bly, haciendo avanzar el barco muy despacio.
—¿Por dónde?
—A babor. —Señaló una pantalla y luego a la izquierda. Nirgal no vio nada.
Bly guió el barco hasta un malecón bajo y alargado, con numerosas embarcaciones amarradas, que se extendía hacia el norte hasta la ciudad de Southend-on-Sea, que se elevaba y desaparecía en la niebla de la pendiente.
Varios marineros saludaron a Bly:
—Precioso día, ¿eh…? Magnífico… —Y empezaron a descargar las cajas de la bodega.
Bly preguntó por la mujer asiática de Flessinga, y los hombres negaron con la cabeza.
—¿La japonesa? No está aquí, chico.
—Pues en Sheerness decían que ella y su grupo habían venido a Southend.
—¿Y por qué decían tal cosa?
—Porque creían que eso era lo que había sucedido.
—Eso es lo que se consigue escuchando a gente que vive debajo del agua.
—¿La abuela paquistaní? —dijeron en el surtidor de gasoil al otro lado del malecón—. Hace ya tiempo que se marchó a Shoeburyness.
Bly echó una rápida mirada a Nirgal.
—Está a unas pocas millas al este. Si ella estuvo aquí, esos hombres lo sabrán.
—Probémoslo entonces.
Después de repostar, dejaron el malecón y avanzaron lentamente hacia el este, rodeados de niebla. De cuando en cuando vislumbraban la colina edificada a la izquierda. Bordearon un promontorio y viraron hacia el norte. Bly volvió a acercarse a otro malecón flotante, bastante menos frecuentado que el anterior a juzgar por las escasas barcas amarradas.
—¿El grupo de los chinos? —gritó un viejo desdentado—. ¡Se fueron a Pig's Bay! ¡Nos dieron un invernadero! Una especie de santuario.
—Pig's Bay es el siguiente malecón —dijo Bly, con una mirada pensativa mientras maniobraba para salir del atracadero.
Siguieron hacia el norte. La costa, allí, era una ristra ininterrumpida de edificios inundados. ¡Habían construido tan cerca del mar! Era evidente que no tenían motivos para temer un cambio del nivel del mar. Pero había ocurrido, y había creado esa extraña zona anfibia, una civilización entre mareas, acunada por las aguas en la niebla.
Un grupo de edificios de ventanas centelleantes. Los habían recubierto con el material transparente de las burbujas y después de bombear el agua los habían ocupado; sólo los pisos superiores asomaban sobre las olas espumosas. Bly maniobró entre los muelles flotantes, donde encontraron a un grupo de mujeres con botas e impermeables amarillos remendando una gran red negra. Bly redujo la marcha y preguntó:
—¿Las ha visitado también a ustedes la señora asiática?
—Oh, sí, está abajo, allí, en el edificio al final del malecón.
A Nirgal le dio un vuelco el corazón. Perdió el equilibrio y tuvo que agarrarse a la barandilla. Bajó a tierra, avanzó por el muelle hasta el último edificio, en el paseo marítimo, una pensión o algo parecido, de paredes resquebrajadas y brillantes en las grietas, una burbuja llena de aire. Plantas verdes, vislumbradas vagamente a través de las aguas grises. Se había apoyado en el hombro de Bly. Cruzaron una puerta, bajaron unas escaleras estrechas y entraron en una habitación con una de las paredes abierta al mar, como un sucio acuario.
Una mujer diminuta con un mono de color rojizo apareció por una puerta lejana. Cabellos blancos, ojos negros, ágil y precisa, como un pájaro. No era Hiroko. La mujer los miró.
—¿Es usted la mujer que vino de Flessinga? —preguntó Bly después de echarle una mirada a Nirgal—. ¿La persona que ha estado construyendo estos submarinos?
—Sí —dijo la mujer—. ¿Puedo hacer algo por ustedes? —Su voz era aguda y tenía acento británico. Dirigió a Nirgal una mirada inexpresiva. Había personas en la habitación, y otras entraban. La misma expresión que en el rostro visto en el acantilado, en Medusa Vallis. Tal vez otra Hiroko, una Hiroko distinta, que recorría ambos mundos construyendo…