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Pero sobre ese paisaje desconocido soplaba el mistral, que bajaba desde el Macizo Centraclass="underline" frío, seco, mohoso y eléctrico, rebosante de iones negativos o de lo que fuera que le confería su característico efecto katabático tan estimulante. ¡El mistral! No importaba lo que pareciera, tenía que ser Provenza.

Los miembros de la rama local de Praxis le hablaban en francés y él apenas los entendía. Escuchaba con atención, esperando recuperar su lengua nativa, esperando que la franglaisation y la frarabisation de las que le habían hablado no hubiesen cambiado las cosas en exceso. Le resultaba chocante buscar a tientas en su idioma nativo, y también que la Academia francesa no hubiese cumplido con el cometido de mantener la lengua congelada en el siglo XVII. Le pareció que la joven que encabezaba el grupo de Praxis decía que lo llevarían a visitar la región en coche y bajarían hasta la nueva costa.

—Estupendo —dijo Michel.

Empezaba a entenderlos mejor. Seguramente era cosa del acento provenzal. Los siguió por los círculos concéntricos de edificios y luego al interior de un aparcamiento igual a todos los aparcamientos. La joven auxiliar lo ayudó a acomodarse en el asiento del pasajero del pequeño vehículo y después se instaló frente al volante. Se llamaba Sylvie; era menuda, atractiva, elegante y olía muy bien, y por eso su extraño francés no dejaba de sorprenderlo. El coche se puso en marcha, abandonaron el aeropuerto y, rodando estrepitosamente, tomaron una carretera negra que cruzaba un paisaje llano, salpicado del verde de pastos y árboles. ¡No, unas pequeñas colinas se elevaban en la distancia! ¡Y el horizonte parecía tan lejano!

Sylvie lo llevó hasta la costa más cercana. Desde un apartadero en lo alto de una colina se alcanzaba a ver el Mediterráneo a lo lejos; jaspeado de pardo y gris, centelleaba bajo el sol.

Después de unos minutos de silenciosa contemplación, Sylvie continuó viaje, de nuevo tierra adentro sobre terreno llano. Más adelante se detuvieron en un terraplén y ella le dijo que estaban contemplando la Camarga. Michel no la habría reconocido. En otro tiempo el delta del Ródano había sido un amplio triángulo de muchos miles de hectáreas, lleno de salinas y pastos; ahora se había reintegrado en el Mediterráneo. Agua marrón sembrada de edificios, pero seguía siendo agua, y la línea azulada del Ródano discurría por el centro. Arles, en el vértice del triángulo, volvía a ser un puerto activo, aunque todavía estaban afianzando el canal. La parte del delta al sur de Arles, desde Martigues al este a Aigües-Mortes al oeste, había sido invadida por las aguas. Aigües-Mortes había sucumbido, pues sus edificios industriales estaban anegados. Las instalaciones portuarias se habían reflotado y trasladado a Arles o Marsella. Estaban esforzándose por crear rutas de navegación seguras; tanto la Camarga como la Plaine de la Crau, más al este, mostraban estructuras de todo tipo, aunque no todas se distinguían fácilmente, el agua estaba demasiado opaca a causa del limo.

—Mire, allí está la estación… pueden verse los silos pero no las dependencias. Y ahí tiene uno de los malecones que forman los canales, ahora actúan a modo de arrecifes. ¿Ve la línea de agua gris? Cuando la corriente del Ródano es fuerte suele desmoronarlos.

—Menos mal que las mareas no son fuertes —dijo Michel.

—Cierto. Si lo fueran, la ruta a Arles sería demasiado traicionera para los barcos.

En el Mediterráneo las mareas eran insignificantes y los barcos de pesca y los cargueros descubrían a diario rutas seguras; se intentaba reforzar el cauce principal del Ródano mediante un nuevo lago y restaurar los canales adyacentes para que los botes no tuvieran que desafiar el río cuando remontaban la corriente. Sylvie señalaba detalles que Michel no advertía y hablaba de los súbitos cambios del cauce del Ródano, de barcos encallados, de boyas sueltas, cascos hendidos, rescates nocturnos, vertidos de petróleo, de falsos faros, destinados a confundir a los incautos, e incluso de piratería clásica en alta mar. La vida parecía excitante en las nuevas bocas del Ródano.

Después de un rato regresaron al coche y Sylvie condujo hacia el sur y el este; al fin alcanzaron la costa, la verdadera costa, entre Marsella y Cassis. Esa parte del litoral mediterráneo, al igual que la Costa Azul más al este, estaba formada por una cadena de colinas escarpadas que caían abruptamente hacia el mar. Las colinas seguían aún muy por encima de las aguas, naturalmente, y a primera vista Michel tuvo la impresión de que allí la costa había cambiado mucho menos que en la inundada Camarga. Pero después de unos minutos de contemplar en silencio el paisaje cambió de parecer. La Camarga siempre había sido un delta, y por tanto en esencia no había cambiado. Pero allí…

—Las playas han desaparecido.

—Sí.

Era de esperar. Pero las playas habían sido la esencia de aquella costa, con sus largos veranos dorados y multitud de animales humanos desnudos que veneraban el sol, con bañistas, veleros y colores carnavalescos, y noches largas, cálidas y excitantes. Todo eso se había desvanecido.

—Nunca regresarán. Sylvie asintió.

—Ha ocurrido lo mismo en todas partes —dijo.

Michel miró hacia el este; las colinas caían a pico hacia el mar pardo hasta donde alcanzaba la vista; tenía la sensación de que podía ver hasta el cabo Sicié. Más allá estaban los grandes centros turísticos, Saint-Tropez, Cannes, Antibes, Niza, su pequeña Villefranche-sur-mer, y todas las playas de moda, pequeñas y grandes, todas anegadas, como la que tenían debajo: las aguas lodosas del mar lamían una franja de piedra fracturada y amarillentos árboles muertos, y los caminos que bajaban a la playa se hundían en la sucia espuma de la resaca que bañaba las calles de las ciudades abandonadas.

Los árboles verdes que estaban sobre la nueva línea de costa oscilaban sobre la roca blanquecina. Michel había olvidado lo blanca que era la roca. El follaje consistía básicamente en matorral bajo y polvoriento; la deforestación se había convertido en un problema en los últimos años, le dijo Sylvie, porque la gente talaba los árboles para conseguir combustible. Pero Michel apenas la oía; miraba las playas inundadas, tratando de recordar su belleza cálida, erótica y arenosa. Y mientras contemplaba la espuma sucia, descubrió que ya no las recordaba, ni tampoco los días pasados en ellas, los innumerables días ociosos que ahora no eran sino manchas brumosas, como el rostro de un amigo muerto. Ya no las recordaba.

Marsella se las había arreglado para sobrevivir: la única zona de la costa que no le importaba a nadie, la más fea, la ciudad. Naturalmente. Los muelles se habían inundado y también los barrios inmediatamente detrás de ellos; pero el terreno se elevaba rápidamente y los barrios más altos habían continuado con su vida dura y sórdida: los barcos aún anclaban en el puerto y unos largos muelles flotantes maniobraban hasta llegar a ellos para descargar las mercancías, mientras los marineros se derramaban por la ciudad y se desmadraban, en conformidad con una larga tradición. Sylvie dijo que Marsella era el lugar en el que había escuchado las aventuras más espeluznantes ocurridas en la desembocadura del Ródano y el resto del Mediterráneo, donde las cartas de navegación ya no servían para nada: casas de los muertos entre Malta y Túnez, ataques de corsarios de Berbería…

—Marsella es más Marsella que nunca —concluyó, sonriendo, y Michel tuvo una súbita visión de la vida nocturna de la mujer, desenfrenada y tal vez peligrosa. Era evidente que le gustaba la ciudad. El coche se sacudió al pasar sobre uno de los muchos baches de la carretera y a Michel se le antojó que él y el mistral pasaban velozmente sobre la vieja y fea Marsella sacudidos por el pensamiento de una mujer joven y salvaje.