Más ella misma que nunca. Tal vez eso era cierto para toda la costa. Ya no había turistas; sin las playas, el concepto de turismo se desvanecía. Los grandes hoteles y apartamentos de color pastel estaban invadidos por las aguas, como los castillos de arena de los niños por la marea. Mientras cruzaban Marsella, Michel advirtió que los pisos superiores de muchos edificios parecían haber sido reocupados; pescadores, le dijo Sylvie. Sin duda amarraban los botes en los pisos inferiores, como el Pueblo del Lago de la Europa prehistórica. Retornaban a formas de vida ancestrales.
Michel siguió mirando por la ventana, intentando pensar la nueva Provenza, esforzándose por asimilar el sobresalto de tanto cambio. En verdad todo era muy interesante, aunque no fuera como él lo recordaba. Con el tiempo se formarían nuevas playas, se dijo para tranquilizarse, a medida que las olas erosionaran la base de los acantilados y los ríos y arroyos aportasen sedimentos. Hasta era posible que el proceso fuera rápido, aunque al principio las playas serían sólo barro y piedras. Esa arena dorada… bueno, las corrientes podían devolver parte de la arena sumergida a las nuevas playas, por qué no. Pero lo cierto era que la mayor parte de ella se había perdido para siempre.
Sylvie detuvo el coche en otro apartadero ventoso que miraba sobre el mar. El agua parda se extendía hasta el horizonte y el viento de la costa alejaba las olas de la playa, un efecto extraño. Michel trató de recordar el viejo azul bajo la luz del sol. En otro tiempo habían existido distintas variedades de azul mediterráneo: la pureza cristalina del Adriático, el Egeo, con su homérico toque vinoso… Ahora todo era pardo. Un mar terroso, acantilados sin playas, pálidas colinas de piedra, desérticas, abandonadas. Un yermo. No, nada era igual, nada.
Sylvie acabó por notar su silencio. Se dirigieron al oeste, hacia Arles, y allí a un pequeño hotel en el corazón del pueblo. Michel nunca había vivido en Arles, ni tenía un particular interés por el lugar, pero las oficinas de Praxis estaban junto al hotel y a él no se le ocurría ninguna alternativa. Salieron del coche; sentía la pesadez de la gravedad. Sylvie esperó en el vestíbulo mientras él subía a dejar el equipaje. Y allí estaba, vacilante en una diminuta habitación de hotel, con su bolsa sobre la cama y su cuerpo deseoso de reencontrar su tierra, de regresar al hogar. Pero aquello no lo era.
Bajó al vestíbulo y fueron al edificio contiguo, donde Sylvie atendió otros asuntos.
—Hay un lugar que quiero visitar —le dijo a la muchacha.
—Iremos adonde usted quiera.
—Está cerca de Vallabrix. Al norte de Uzés. Ella dijo que sabía a qué lugar se refería.
Había caído la tarde cuando llegaron: un claro al costado de una carretera antigua y estrecha, junto a un olivar que trepaba por una pendiente, golpeado por el mistral. Michel le pidió a Sylvie que lo esperase en el coche, salió al viento y subió por la pendiente entre los árboles, a solas con el pasado.
Su antiguo mas estaba en el extremo norte del bosque, en el borde de una meseta que daba sobre un barranco. Los olivos estaban retorcidos por la edad. Del mas sólo subsistía una cáscara de mampostería, casi sepultada por las densas y enredadas matas espinosas de las zarzamoras que crecían junto a las paredes exteriores.
Al mirar las ruinas, Michel descubrió que recordaba el interior, o al menos parte de él. Cerca de la puerta había habido una cocina, con la mesa donde comían, y más allá, después de pasar bajo una gran viga de madera, una sala de estar con sofás y una mesita baja de café, y la puerta del dormitorio. Había vivido allí dos o tres años con una mujer llamada Eve. Hacía más de un siglo que no pensaba en aquella casa y habría sido lógico suponer que no recordaría nada, pero delante de las ruinas fragmentos dispersos de ese tiempo pasaban por su mente, ruinas de otra índole: en ese rincón ahora lleno de cascotes de yeso había habido una lámpara azul. En esa pared de la que sólo quedaban algunos mampuestos cubiertos por montones de hojas colgaba en otro tiempo una lámina de Van Gogh sujeta con chinchetas. La gran viga de madera había desaparecido y sus soportes en la pared también. Debían de habérsela llevado; costaba creer que alguien hiciese el esfuerzo, porque pesaba centenares de kilos. La deforestación, claro; quedaban pocos árboles capaces de proporcionar una viga de ese tamaño. La gente había vivido durante siglos en aquella tierra.
Con el tiempo la deforestación dejaría de ser un problema. Durante el viaje Sylvie le había hablado del violento invierno de la inundación, de las lluvias, del viento; el mistral había soplado durante todo un mes. Algunos sostenían que no amainaría nunca. Mirando la casa en ruinas, Michel no sintió tristeza. Necesitaba el viento para orientarse. Era extraño cómo funcionaba la memoria, o cómo se resistía a funcionar. Se acercó al muro derruido y trató de recordar más del lugar, de su vida allí con Eve, un esfuerzo deliberado para recuperar el pasado… En vez de eso, le vinieron a la cabeza escenas de la vida que había compartido con Maya en Odessa, con Spencer de vecino. Probablemente aquellos dos períodos tenían suficientes aspectos en común para crear la confusión. Eve tenía el mismo temperamento apasionado de Maya, y en cuanto a lo demás, la vie quotidienne era la vie quotidienne en todas las épocas y lugares, sobre todo para un individuo específico, que se acostumbra a sus hábitos como a los muebles que se llevan de un lugar a otro. Quizá.
En otro tiempo láminas que reproducían obras pictóricas habían adornado las paredes enyesadas de color beige. Ahora lo que quedaba del enlucido se veía rugoso y descolorido, como las paredes exteriores de una vieja iglesia. Eve se movía por la cocina como una bailarina de piernas esbeltas y poderosas. Se volvía para mirarlo por encima del hombro y reía, y sus cabellos castaños volaban en cada giro. Sí, recordaba aquella acción repetida. Una imagen sin contexto. Él la había amado, aunque siempre la ponía furiosa. Al final, ella lo había dejado por otro; ah, sí, un maestro de Uzés. ¡Cuánto dolor! Lo recordaba, pero ya no significaba nada para él, no sentía ni una pizca de aquel dolor. Una vida anterior. Las ruinas no le devolvían aquellas sensaciones. Apenas evocaban imágenes. Era aterrador, como si la reencarnación fuese real y le hubiese ocurrido a él, y lo que en ese momento experimentaba se redujese a fugaces flashbacks de una vida de la que lo separaban varias muertes. Debía de ser muy extraño que la reencarnación fuera real y uno empezara a hablar lenguas que no conocía, como Bridey Murphy, y sintiera el torbellino del pasado, de otras existencias, en su mente… Quizá algo semejante a lo que él sentía en ese momento. Pero no recobrar ningún sentimiento del pasado, no experimentar otra cosa que la sensación de que uno no sentía…
Se alejó de las ruinas y regresó al vehículo por entre los olivos centenarios.
Alguien debía de cuidar los olivos porque las ramas bajas estaban podadas y una hierba pálida y seca de pocos centímetros cubría el suelo entre miles de viejos huesos grises de oliva. Los árboles estaban dispuestos en hileras que, sin embargo, parecían naturales, como si por azar hubiesen crecido guardando esa distancia entre ellos. El viento producía un susurro ligeramente percusivo en las hojas. De pie en medio del bosque, donde no veía más que olivos y cielo; se fijó de nuevo en la rápida alternancia de los dos colores de las hojas en el viento, verde y gris, gris y verde…
Se alzó de puntillas y tiró de una ramita para inspeccionar las hojas. Recordó: de cerca el color de las dos caras no era tan distinto, verde mate, caqui pálido. Pero cuando el viento agitaba una colina poblada de esas hojas, los dos colores se distinguían claramente. A la luz de la luna, alternaban el negro y la plata; contra el sol, la diferencia era de textura, mate o brillante.