Se acercó a un olivo y tocó la corteza: rectángulos rugosos y quebrados, un tono gris verdoso, semejante al del envés de las hojas, pero más oscuro y a menudo cubierto por otro verde, el verde amarillento del liquen, el verde amarillento o el gris de un acorazado. Había pocos olivos en Marte, aún no habían creado Mediterráneos. No, se sentía en la Tierra, como sí de nuevo tuviese diez años, llevaba aquel niño pesado en su interior. Las fisuras que separaban los rectángulos de corteza eran superficiales, y en algunos puntos la cubierta había caído. El auténtico color era un beige pálido y leñoso, pero como el liquen cubría casi toda la superficie era difícil estar seguro. Árboles cubiertos de liquen; Michel no había reparado en ello. Las ramas altas eran más lisas, las fisuras no eran más que líneas de color carne y el liquen, más suave, como un polvo verde.
Las raíces eran grandes y poderosas. Los troncos se expandían a medida que se acercaban al suelo y extendían unas protuberancias semejantes a dedos separados, puños nudosos que se hundían en la tierra. Ningún mistral podría desarraigar aquellos árboles. Ni siquiera un viento marciano.
El suelo estaba cubierto de huesos viejos y de olivas negras y apergaminadas. Tomó una cuya oscura piel aún estaba lisa y la desgarró con las uñas. El jugo de color púrpura le manchó los dedos y cuando lo lamió descubrió que el sabor era muy distinto del que asociaba a las olivas. Agrio. Mordió la carne, que parecía la pulpa de una ciruela, y su sabor, agrio y amargo, en nada parecido al de las olivas que solía comer excepto en el regusto aceitoso, desbocó su memoria como uno de los deja vu de Maya… ¡Había hecho eso mismo antes! De niño las había probado muchas veces con la esperanza de que el sabor se pareciera al de las olivas de mesa y así poder disponer de un tentempié durante sus juegos, una suerte de maná en su pequeño espacio de libertad. Pero la carne (más pálida cuanto más te acercabas al hueso) se empecinaba en conservar su desagradable sabor, que se le había fijado en la memoria como una persona, amargo y agrio. Y sin embargo ahora le resultaba agradable debido al recuerdo que evocaba. Tal vez se había curado.
Las hojas se movían en el viento racheado del norte. Olía a polvo. Una luz parduzca y neblinosa, y hacia occidente un cielo cobrizo. Las ramas se alzaban hasta alcanzar dos o tres veces la altura de Michel, y otras caían hasta azotarle la cara. Una escala humana. El árbol mediterráneo, el árbol de los griegos, que habían visto tantas cosas con claridad, que habían empleado en su percepción del mundo proporciones y simetrías humanizadas: los árboles, las ciudades, el mundo físico, las islas rocosas del Egeo, las colinas rocosas del Peloponeso… un universo que se podía recorrer en unos cuantos días. Tal vez el hogar sólo era un lugar a escala humana, dondequiera que estuviese. Por lo general, en la infancia.
Los árboles parecían animales que tendían sus plumas al viento y hundían sus nudosas patas en el suelo. Una colina que centelleaba con el embate del viento, con sus embestidas fluctuantes y sus calmas inesperadas, perfectamente reflejadas por el plumaje de las hojas. Aquello era Provenza, el corazón de la Provenza; sentía cada momento de su infancia acechando en las márgenes de su conciencia, un vasto presque vu que lo llenaba y rebosaba, toda una vida atrapada en aquel paisaje que murmuraba. Ya no se sentía pesado. El azul del cielo hablaba con la voz de aquella reencarnación previa y decía: Provenza, Provenza.
Sobre el barranco apareció una bandada de cuervos negros revoloteando y graznando ¡Ka, ka, ka!
Ka. ¿Quién había inventado la historia del pequeño pueblo rojo y los nombres que le daban a Marte? ¡Quién lo sabía! Esas historias nunca tienen principio. En la antigüedad mediterránea el Ka era un extraño doble del faraón, representado como un halcón, paloma o cuervo que descendía sobre él.
Ahora el Ka de Marte descendía sobre él, allí en la Provenza. Cuervos negros… En Marte esos mismos pájaros volaban bajo las tiendas transparentes, tan despreocupadamente poderosos en medio de las ráfagas de los aireadores como en el mistral. Les traía sin cuidado estar en Marte, era su hogar, su mundo tanto como cualquier otro, y la gente sobre la cual volaban era la misma de siempre, peligrosos animales terrestres que podían matarlos o llevarlos consigo en extraños viajes. Pero ni una sola de las aves de Marte recordaba el viaje, ni tampoco la Tierra.
Nada salvo la mente humana tendía un puente entre ambos mundos. Los pájaros volaban y buscaban comida, en la Tierra o en Marte, como siempre. Estaban en casa en cualquier lugar, volaban azotados por el viento, haciendo frente al mistral y graznando: ¡Marte, Marte, Marte! Pero Michel Duval, ah, Michel… un espíritu que residía en dos mundos a la vez, o que se había perdido en la nada que los separaba. ¡La noosfera era tan vasta! ¿Dónde estaba él, quién era? ¿Cómo iba a vivir?
El olivar. El viento. Un sol brillante en el cielo broncíneo. El peso de su cuerpo, el sabor agrio en la boca. Se sintió como si volara. Aquél era su hogar, aquél y ningún otro. Había cambiado, y sin embargo nunca cambiaría… no su olivar, ni tampoco él. Al fin en casa. Al fin en casa. Podría vivir en Marte diez mil años, pero aquél seguiría siendo su hogar.
Cuando regresó a Arles, llamó a Maya.
—Por favor, ven, Maya. Quiero que veas esto.
—Estoy ocupada con las negociaciones, Michel. ¿Recuerdas?, el acuerdo UN-Marte.
—Lo sé.
—¡Es importante!
—Lo sé.
—Caramba, ésa es la razón por la que vine aquí, estoy involucrada, me concierne. No puedo dejarlo para irme de vacaciones.
—De acuerdo, de acuerdo. Pero, escucha, la política no se acaba nunca. Puedes tomarte unas vacaciones y después retomar el trabajo, que seguirá donde lo habías dejado. Pero esto… éste es mi hogar, Maya, y quiero que lo conozcas. ¿Es que tú no quieres llevarme a Moscú, no quieres visitarlo de nuevo?
—No, ni aunque fuese el único lugar sobre las aguas. Michel suspiró.
—Bien, para mí es diferente. Por favor, ven y lo comprenderás.
—Tal vez dentro de unos días, cuando haya acabado esta etapa de las negociaciones. ¡Estamos en un momento crítico, Michel! En realidad no deberías pedirme que fuese, deberías estar aquí.
—Puedo estarlo a través de la consola, no es necesario estar allí en persona. ¡Por favor, Maya!
Ella vaciló, conmovida por algo en el tono de su voz.
—Muy bien, lo intentaré. De todas maneras no puede ser ahora mismo.
—No importa, mientras vengas.
Después de esa conversación, Michel pasó los días esperando a Maya, aunque trataba de no pensar en ello. Ocupaba su tiempo recorriendo la zona en coche, a veces con Sylvie, a veces solo. A pesar del momento evocador vivido en el olivar, o tal vez a causa de eso, se sentía fuera de lugar. Por alguna razón, la nueva línea costera ejercía sobre él una gran atracción, y le fascinaba la manera en que la población se estaba adaptando al nuevo nivel del mar. Bajaba a menudo a la costa, siguiendo carreteras que desembocaban en abruptos precipicios o inesperados valles pantanosos. Gran parte de la población de los pueblos pesqueros tenía raíces argelinas. La pesca no marchaba bien, decían. Los enclaves industriales inundados habían contaminado la Camarga, y en el Mediterráneo los peces se mantenían alejados de las aguas pardas, es decir, no abandonaban las aguas azules de alta mar, a una mañana entera de navegación por rutas plagadas de peligros.
Escuchando y hablando francés, incluso aquel nuevo y extraño francés, era como si le aplicaran electrodos en zonas del cerebro que llevaban un siglo sin ser visitadas. Los celacantos aparecían con frecuencia: recuerdos de bondadosas actitudes de las mujeres hacia él, de su crueldad con ellas. Tal vez ése era el motivo que lo había impulsado a viajar a Marte: escapar de sí mismo, un tipo por lo visto bastante desagradable.