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Bueno, si escapar de sí mismo era lo que deseaba, lo había conseguido. Ahora era alguien distinto. Un hombre servicial, un hombre compasivo; podía mirarse al espejo. Podía regresar al hogar y afrontarlo, afrontar lo que había sido gracias a lo que ahora era. Marte lo había logrado.

Era extraño el funcionamiento de la memoria. Los fragmentos eran pequeños y agudos, como esas espinas de los cactos, diminutas como pelos, que hieren desproporcionadamente en relación con su tamaño. Lo que recordaba mejor era su vida en Marte. Odessa, Burroughs, los refugios de la resistencia en el sur, los puestos de avanzada ocultos en el caos. Incluso la Colina Subterránea.

Si hubiese regresado a la Tierra durante los años de la Colina Subterránea, los medios de comunicación lo habrían abrumado. Pero había estado fuera de circulación desde su desaparición con el grupo de Hiroko, y aunque no había intentado ocultarse durante la revolución, pocos en Francia parecían haber notado su reaparición. La enormidad de lo sucedido en la Tierra en los últimos tiempos incluía un fraccionamiento parcial de la cultura de los medios de comunicación, o tal vez no fuera más que el paso del tiempo; la mayor parte de la población francesa actual había nacido después de su desaparición, y los Primeros Cien no eran más que historia antigua para ellos… no lo suficientemente antigua, sin embargo, para ser de veras interesante. Si Voltaire o Luis XIV o Carlomagno hubieran aparecido, tal vez habrían causado un cierto revuelo, pero ¿un psicólogo del siglo anterior que había emigrado a Marte, una suerte de América donde todo era dicho y hecho? No, eso no despertaba el interés de nadie. Recibió algunas llamadas, algunos fueron al hotel de Arles para entrevistarlo en el vestíbulo o en el jardín, y después de eso un par de programas de París; pero les interesaba mucho más lo que pudiese contarles acerca de Nirgal. Nirgal era quien los tenía fascinados a todos, la figura carismática del grupo.

Sin ninguna duda, era mejor así. Aunque cuando Michel comía en un café, tan solo como si estuviese perdido con un rover en lo más profundo de las tierras altas del sur, en cierto modo le decepcionaba que lo dejaran de lado de aquella manera; no era más que un vieux entre otros, uno de aquellos cuya vida tan artificiosamente larga creaba más problemas logísticos que le fleuve blanc, a decir verdad…

Era mejor así. Podía detenerse en las pequeñas aldeas que rodeaban Vallabrix, como St-Quentin-la-Poterie, St-Victor-des-Quies o St-Hippolyte-de-Montaigu, y charlar con los tenderos, cuyo aspecto era el de aquellos que regentaban las tiendas cuando él había partido, y que probablemente eran sus descendientes, o tal vez incluso las mismas personas; hablaban un francés más anticuado y estable, y él les traía sin cuidado, absortos como estaban en sus conversaciones, en sus vidas. Él no significaba nada para ellos y por esa razón los veía tal cual eran. Ocurría lo mismo en las callejas estrechas, pobladas de gentes de aspecto pintoresco: la sangre norteafricana se esparcía entre la población como mil años antes, durante la invasión sarracena. Los africanos afluían en tropel cada mil años más o menos, y eso también era Provenza. Las mujeres jóvenes eran hermosas: recorrían las calles graciosamente, en grupos, con sus aún brillantes cabelleras negras flotando en el polvoriento mistral. Aquéllas habían sido las aldeas de su juventud. Carteles de plástico polvorientos, todo astroso y ruinoso…

Oscilaba constantemente entre familiaridad y alienación, memoria y olvido, sintiéndose cada vez más solo. Entró en un café y pidió casis, y al primer sorbo se recordó sentado en ese mismo café, a esa misma mesa, frente a Eve. Proust había identificado acertadamente el gusto como el principal agente de la memoria involuntaria, porque la memoria a largo plazo se fija, o al menos se organiza, en la amígdala, justo encima del área del cerebro relacionada con el gusto y el olfato. Y por eso los olores estaban profundamente ligados con los recuerdos y con la red emocional del sistema límbico, y conectaban ambas áreas; de ahí la secuencia neurológica, el olor que desencadenaba el recuerdo que desencadenaba la nostalgia. Nostalgia, un intenso anhelo del pasado, deseo del pasado, no porque haya sido maravilloso, sino simplemente porque ha sido y ha pasado. Recordaba el rostro de Eve, hablando en aquella sala atestada, frente a él, pero no lo que decía ni por qué estaban allí, naturalmente. Sólo un momento aislado, una espina de cacto, una imagen iluminada un instante por un relámpago que luego desaparecía; y siempre sin poder precisar el contexto, por más que lo intentara. Todos sus recuerdos eran así; eso eran los recuerdos cuando envejecían lo suficiente, relámpagos en la oscuridad, incoherentes, casi absurdos, y sin embargo cargados a veces de un dolor impreciso.

Salió con paso torpe del café de su pasado, se metió en el coche y regresó a casa por Vallabrix, bajo los grandes plátanos de Grand Planas, regresó al mas semiderruido, sin darse cuenta. Subió la pendiente, sin poder evitarlo, como esperando que la casa hubiese vuelto a la vida. Pero seguía siendo la misma ruina polvorienta junto al olivar. Y se sentó en el muro, sintiéndose vacío.

Aquel Michel Duval ya no existía. El actual también desaparecería. Viviría otras reencarnaciones y olvidaría aquel momento, sí, incluso aquel doloroso momento, así como había olvidado todo lo vivido en aquel lugar en el pasado. Flashes, imágenes: un hombre sentado sobre un muro derruido, ningún sentimiento. Nada más. Y el Michel de ahora desaparecería también.

Los olivos agitaban sus ramas, gris-verde, verde-gris. Adiós, adiós. Esta vez no le ayudaban, no le proporcionaban una conexión eufórica con el tiempo perdido; ese momento era también pasado.

Inmerso en la danza de verde y gris, regresó a Arles. El recepcionista del hotel le estaba comentando a alguien que por lo visto el mistral ya no dejaría de soplar.

—Sí, lo hará —dijo Michel al pasar junto a ellos.

Subió a su habitación y llamó a Maya. Por favor, dijo. Por favor, ven pronto. Le enfurecía tener que implorar. Pronto, contestaba ella siempre. Unos pocos días más y llegarían a un acuerdo, un acuerdo serio por escrito entre la UN y un gobierno marciano independiente. Un acontecimiento histórico. Después de eso arreglaría las cosas para ir.

A Michel le traían sin cuidado los acontecimientos históricos. Paseaba por Arles, esperándola. Volvía a su habitación a esperarla. Salía de nuevo.

Arles había sido un puerto tan importante para los romanos como la propia Marsella. De hecho, César había arrasado Marsella por apoyar a Pompeyo y había concedido a Arles su favor como capital de la provincia. Las tres estratégicas calzadas romanas que confluían en la ciudad habían sido utilizadas durante siglos después del fin del imperio, y durante todo ese tiempo había sido una ciudad bulliciosa, próspera, importante. Pero el limo del Ródano había convertido las lagunas de la Camarga en un pantano pestilente, y las calzadas ya no se utilizaban. La ciudad menguó, y con el tiempo las refinerías de petróleo, las centrales nucleares y las industrias químicas fueron a añadirse a las marismas barridas por el viento de la Camarga y sus célebres manadas de blancos caballos salvajes.

Ahora, con la inundación, la región había recuperado las lagunas con su prístina transparencia. Arles volvía a ser un puerto de mar. Michel seguía esperando a Maya en ese lugar precisamente porque nunca había vivido allí. No le recordaba otra cosa que el presente. Y en aquella nueva tierra extranjera pasaba los días observando a la gente del momento viviendo sus vidas.

Un tal Francis Duval lo llamó al hotel. Sylvie se había puesto en contacto con él. Era su sobrino, el hijo de su hermano muerto, que residía en la Rué du 4 Septembre, al norte del anfiteatro romano, a unas pocas manzanas del Ródano crecido y del hotel de Michel. Lo invitaba a reunirse con él.