—Esto está muy bien —dijo ella, y él sonrió. Sí, tranquilo, relajado, civilizado, la comida y la bebida, excelentes. Pero mientras para él el sabor del casis liberaba todo un caudal de recuerdos, emociones de anteriores reencarnaciones que se mezclaban con las de aquel momento y lo intensificaban todo, los colores, las texturas, el tacto de las sillas metálicas y del viento, para Maya el casis sólo era una bebida ácida de grosellas negras.
Mirándola se le ocurrió que el destino lo había llevado hasta una compañera aún más atractiva que la mujer francesa con la que había convivido en aquella vida temprana. Una mujer en cierto modo superior. También en eso le había ido mejor en Marte. Había asumido una vida superior. Ese sentimiento y la nostalgia luchaban en su corazón, y mientras tanto Maya engullía el cassoulet, el vino, los quesos, el casis, el café, ajena a las interferencias de las vidas de Michel, que se agitaban en su interior.
Charlaron de naderías. Maya estaba relajada y de buen humor, contenta por lo conseguido en Berna, sin la apretura de tener que ir a algún sitio. A Michel lo recorría una oleada de calor, como si estuviese bajo los efectos del omegendorfo. Mirándola, poco a poco empezó a sentirse feliz, simplemente feliz. Pasado, futuro, nada era real. Sólo el almuerzo bajo los plátanos en Aviñón. No necesitaba pensar en nada que no fuera aquello.
—Es tan civilizado —dijo Maya—. Hacía años que no sentía tanta paz. Comprendo por qué te gusta. —Y entonces se echó a reír y Michel notó que una sonrisa de idiota le cubría la cara.
—¿No te gustaría volver a ver Moscú? —le preguntó con curiosidad.
—La verdad es que no.
Maya rechazaba la idea pues le parecía una intromisión en el momento. Michel se preguntaba qué significaba para ella el regreso a la Tierra. No era posible que una cosa así dejara indiferente a nadie.
Para algunos el hogar era el hogar, un cúmulo de sentimientos complejos que escapaban a la racionalidad, una suerte de cuadrícula o campo gravitatorio en el que la personalidad adquiría su forma geométrica. Mientras que para otros, un lugar sólo era un lugar, y el ser era independiente, el mismo sin importar dónde estuviera. Los unos vivían en el espacio curvo einsteiniano del hogar, los otros, en el espacio absoluto newtoniano del ser independiente. Él pertenecía a la primera clase, y Maya a la segunda, y era inútil luchar contra ese hecho. Con todo, deseaba que a ella le gustara la Provenza. O al menos que comprendiera por qué la amaba él.
Por eso, cuando terminaron de comer la llevó al sur, cruzando St-Rémy, a Les Baux.
Maya durmió durante el viaje, pero a él no le molestó; entre Aviñón y Les Baux el paisaje se reducía a feos edificios industriales diseminados por la polvorienta planicie. Despertó justo en el momento oportuno, cuando él avanzaba con dificultad por la carretera estrecha y sinuosa que trepaba por un reborde de los Alpilles y llevaba hasta la antigua villa en lo alto de la colina. Aparcó en el espacio destinado a los coches y subieron a pie hasta el pueblo. Era evidente que lo habían dispuesto así pensando en los turistas, pero la calle curva de la pequeña localidad estaba muy tranquila, como abandonada, y era muy pintoresca. Todo estaba cerrado, el pueblo parecía dormir. En la última revuelta de la carretera se cruzaba un terreno despejado semejante a una plaza irregular e inclinada, y más allá asomaban las protuberancias de caliza de la colina, en las que antiguos ermitaños habían excavado cuevas para resguardarse de los sarracenos y demás peligros del mundo medieval. En el sur, el Mediterráneo centelleaba como una lámina de oro. La roca era amarillenta, y cuando un tenue velo de nubes broncíneas apareció en el cielo occidental, la luz adquirió un matiz ambarino metálico, como si estuviesen inmersos en un gel añejo.
Gatearon de una cámara a otra, maravillados de su pequeñez.
—Es como la madriguera de un perrillo de las praderas —comentó Maya asomándose a una pequeña cueva escuadrada—. Como en la Colina Subterránea.
Regresaron a la plaza inclinada, sembrada de pedruscos de caliza, y se detuvieron a contemplar el resplandor mediterráneo. Michel señaló el fulgor más claro de la Camarga.
—Antes sólo se veía una pequeña porción de agua. —La luz viró a un tono oscuro de albaricoque y tuvieron la sensación de que la colina era una fortaleza sobre el ancho mundo, sobre el tiempo. Maya le pasó un brazo por la cintura y lo estrechó, temblando.— Es precioso. Pero yo no podría vivir aquí, está demasiado expuesto.
Regresaron a Arles. Era sábado por la noche y en el centro de la ciudad se desarrollaba una especie de fiesta gitana o norteafricana: las callejas estaban atestadas de puestos de comida y bebida, la mayoría instalados bajo los arcos del anfiteatro romano, en cuyo interior tocaba una banda. Maya y Michel pasearon tomados del brazo, inmersos en el aroma de las fritangas y las especias árabes. Se oían dos o tres idiomas distintos.
—Me recuerda a Odessa —comentó Maya—, sólo que aquí la gente es muy pequeña. Es agradable no sentirse como un enano.
Bailaron en el centro del anfiteatro, bebieron sentados a una mesa bajo las estrellas brumosas. Una de ellas era roja, y Michel tuvo sus sospechas, aunque no las expresó. Regresaron al hotel e hicieron el amor en la estrecha cama, y en cierto momento Michel sintió como si en su interior varias personas alcanzaran el orgasmo a la vez, y ese extraño éxtasis lo hizo gritar… Maya se quedó dormida y él se tendió a su lado, sumido en una tristesse reverberante, en algún lugar fuera del tiempo, bebiendo el olor familiar de los cabellos de Maya mientras la cacofonía de la ciudad se acallaba poco a poco. Al fin en casa.
En los días que siguieron, la presentó a su sobrino y al resto de sus parientes, reunidos por Francis, que la acapararon y, gracias a las IA traductoras, le hicieron montones de preguntas. También compartieron sus historias con ella. Sucedía a menudo; la gente quería conocer a una celebridad cuya historia creían conocer y narrarle sus historias personales como una manera de equilibrar la relación. Algo así como un testimonio o una confesión. Una acción recíproca. De todos modos la gente se sentía atraída por Maya. Ella los escuchaba y reía y preguntaba, siempre atenta. Le explicaron una y otra vez cómo había sobrevenido la inundación, cómo había destruido sus hogares y sus medios de vida y los había arrojado al mundo, a merced de amigos y familiares que no veían hacía años, forzándolos a adaptarse y a depender de otros, rompiendo el molde de sus vidas y dejándolos expuestos al mistral. El proceso los había mejorado, estaban orgullosos de su respuesta, de cómo todos se habían unido… y también muy indignados por los casos de rapiña o insensibilidad, manchas en el por lo demás heroico comportamiento.
—No sirvió de nada. Saltó a la calle una noche y todo ese dinero desapareció, ¿puede creerlo?
—Eso nos sacó del sueño, ¿comprende? Nos despertó después de tanto tiempo dormidos.
Hablaban en francés con Michel, esperaban que asintiera y entonces se volvían a esperar la respuesta de Maya cuando la IA repetía la historia en inglés. Y ella también asentía, atenta a ellos igual que con los jóvenes nativos en la Cuenca de Hellas, iluminaba sus confesiones con su expresión, con su interés. Ah, ella y Nirgal eran tal para cual, tenían carisma, por la manera en que prestaban atención a los demás, la manera en que permitían que la gente se exaltara con sus vivencias. Tal vez el carisma no fuera más que eso, una suerte de cualidad especular.
Unos familiares de Michel los llevaron a dar un paseo en barca y Maya se maravilló ante la violencia con que el Ródano invadía la extrañamente atestada laguna de la Camarga y los esfuerzos de la población por devolverlo a su cauce. Luego salieron a las aguas terrosas del Mediterráneo y avanzaron hasta alcanzar las azules aguas en mar abierto: el azul abrasado por el sol, el pequeño barco sacudiéndose sobre las crestas blancas levantadas por el mistral. Y sin ningún fragmento de tierra a la vista, sobre una centelleante lámina azul; asombroso. Michel se desnudó y saltó al agua salada y fría; chapoteó y bebió un poco de ese líquido, paladeando el sabor amniótico de sus baños en el mar de antaño.