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Después de intentar en vano reconciliarse con el espectáculo bajó a gatas del iceberg, caminó hasta la orilla y se dispuso a regresar al rover. Cuando cruzaba la pequeña cresta-cabo, advirtió por el rabillo del ojo un movimiento. Una cosa blanca, una persona con un mono blanco, a cuatro patas… No, un oso. Un oso polar que avanzaba por la orilla del hielo.

El animal vio los págalos revoloteando sobre la foca muerta. Ann se acuclilló detrás de un bloque de piedra y luego se tendió boca abajo en la arena. La parte delantera del cuerpo se le quedó helada. Se asomó por encima de la piedra y espió.

La pelambre de color marfil del oso amarilleaba en los flancos y las patas. Alzó una cabeza pesada, husmeó como un perro, miró alrededor con curiosidad. Echó a andar con paso cansino hacia los despojos de la foca, haciendo caso omiso de la columna de pájaros chillones. Devoró como un perro de un cuenco y después alzó la cabeza, con el hocico enrojecido. El corazón de Ann dio un vuelco. El oso se sentó sobre los cuartos traseros y se lamió una garra y luego, con la melindrosidad de un gato, se frotó el hocico hasta que quedó limpio. De pronto, volvió a ponerse a cuatro patas y empezó a subir la pendiente de roca y arena, en dirección al escondite de Ann. Trotaba, moviendo simultáneamente las patas de un lado del cuerpo y luego las del otro, izquierda, derecha, izquierda.

Ann se dejó caer rodando por la otra cara del pequeño cabo, se puso de pie y corrió por una fractura poco profunda que la llevó hacia el sudoeste. Calculó que el rover estaba al oeste, pero el oso se acercaba por el noroeste. Subió como pudo la corta pendiente de la pared del cañón, corrió sobre una franja de terreno elevado y encontró otro pequeño cañón de fractura que se dirigía algo más hacia el oeste. Otra vez arriba, sobre el terreno elevado que separaba esas fossae. Miró hacia atrás. Ya jadeaba y su rover se hallaba al menos a dos kilómetros de distancia, al oeste y un poco al sur. Aún no estaba a la vista, oculto por las desiguales colinas. El oso venía ahora por el noreste; si se dirigía directamente hacia el rover se acercaría al animal. ¿Cazaba guiándose por el olfato o necesitaba ver? ¿Era capaz de deducir la trayectoria que seguiría su presa e interceptarla?

Sin duda podía hacerlo. Ann sudaba profusamente dentro del impermeable. Bajó presurosa al siguiente cañón, que corría en dirección oeste sudoeste, y lo siguió durante un rato. Entonces descubrió una rampa suave, por la que subió. Miró hacia atrás y vio al oso polar. Avanzaba por una de las elevaciones, dos cañones más atrás, y parecía un perro grande o un cruce de persona y perro, envuelto en su pelaje blanco y paja. Le sorprendía la presencia de aquella criatura allí, pues era improbable que la cadena alimenticia pudiera sostener a un depredador tan grande. Seguramente lo alimentaban en alguna estación de apoyo. Así lo esperaba, porque si no estaría hambriento. El animal bajó al segundo cañón y desapareció de su vista, y Ann corrió en dirección al coche. A pesar del rodeo que había dado y del horizonte accidentado y cercano, confiaba en haber situado correctamente la posición del rover.

Se desplazaba con un ritmo que creía poder mantener durante el trecho que le quedaba. Era difícil contenerse y no echar a correr a toda velocidad, lo cual la llevaría al colapso en poco tiempo. Tranquila, pensó, jadeando. Baja a uno de los grábenes y quítate de la vista. Mantén la dirección, ¿estás demasiado al sur del vehículo? Regresó a la franja elevada sólo un momento, para comprobarlo. Detrás de una colina baja de cima llana, un pequeño cráter en realidad, con una giba en el extremo sur del borde, allí, estaba segura, aunque no alcanzaba a verlo, y en aquel terreno desigual era fácil confundirse. Mil veces le había ocurrido perderse, incapaz de precisar su posición exacta en relación con un punto determinado, por lo general su rover aparcado, aunque no era tan grave como parecía pues el sistema de localización por satélite de su consola de muñeca siempre la guiaba. Como lo haría ahora también, aunque estaba convencida de que se escondía detrás de aquel cráter.

El aire gélido le ardía en los pulmones. Recordó que llevaba una máscara de emergencia en la mochila y se detuvo, escarbó en ella, se arrancó la máscara de CO2 y se colocó la de aire. Contenía un reducido suministro de aire comprimido en el marco, y cuando la activó se sintió más fuerte, capaz de mantener un ritmo más rápido. Corrió sobre otra elevación y saltó varias veces intentando ver el rover detrás del cráter.

¡Ah, allí estaba! Inhaló el frío oxígeno triunfalmente; tenía un sabor agradable, pero no bastaba para acabar con sus jadeos. La cuenca que tenía a la derecha parecía llevar directamente hasta el rover.

Se volvió y vio que el oso también corría: una especie de galope desgarbado, pesado, con el que sin embargo devoraba terreno, cuyas desigualdades no parecían suponer ningún obstáculo para él, pues volaba sobre ellas como en una pesadilla, hermoso y terrible; bajo la pelambre blanca y amarillenta se advertía el movimiento fluido de sus músculos. Esto lo vio Ann en un momento de inusitada claridad en que todo cuanto había en su campo de visión quedó definido y luminoso, como iluminado desde dentro. Incluso corriendo tan rápido como podía, concentrada en el terreno para evitar tropiezos, seguía viendo al oso volando sobre la pendiente rojiza, como una de esas manchas que persisten después de mirar el sol. Pesado y rápido danzaba sobre las rocas, y las anfractuosidades del terreno no le detenían, pero también ella era un animal y había pasado muchos años en los ásperos parajes de Marte, muchos más que aquel joven oso, y podía correr como un íbex, de la roca madre al peñasco, del peñasco a la arena y de allí a los derrubios, con esfuerzo pero equilibradamente, con dominio de la marcha, y corriendo para salvar su vida. Y además el vehículo estaba cerca. Sólo faltaba subir la pendiente de un último cañón… casi se estampó contra el rover. Dio un golpe triunfal en el curvo costado metálico, como si se tratara del morro del oso, y después de otro golpe más preciso en la consola de la entrada de la antecámara ya estaba dentro, dentro, y la puerta exterior se cerró a su espalda.

Subió las escaleras que llevaban al nido de águila del conductor para echar una ojeada al exterior. A través del cristal vio al oso polar abajo, inspeccionando el vehículo desde una respetable distancia, fuera del alcance de la pistola de dardos, olfateando con actitud pensativa. Ann estaba cubierta de sudor y todavía jadeaba, ¡qué violentos paroxismos podían sacudir la caja torácica! ¡Pero estaba a salvo en el asiento del conductor! Sólo tenía que cerrar los ojos para ver de nuevo la heráldica imagen del oso flotando sobre la roca; pero cuando los abría, encontraba el centelleo del salpicadero, artificial y familiar. ¡Era tan extraño!

Dos días después aún seguía como en estado de shock, alterada, y podía evocar la imagen del oso si cerraba los ojos y pensaba en él. Por las noches el hielo de la bahía crujía y retumbaba, y a veces se escuchaban estampidos que la devolvían en sueños al asalto de Sheffield y la angustiaban. De día conducía con tanta dejadez que finalmente recurrió al piloto automático, al que dio instrucciones de bordear la bahía del cráter.

Mientras el vehículo rodaba ella vagaba por el compartimiento del conductor. Su pensamiento corría desbocado. No podía hacer otra cosa que reír y aguantar, golpear las paredes, mirar por las ventanas. El oso se había ido, pero no del todo. Buscó información sobre el animaclass="underline" ursits maritimus, oso del océano; los inuit lo llamaban Tornássuk, «el que da poder». Era como el deslizamiento de tierra que casi la había alcanzado en Melas Chasma, que formaría parte de su vida para siempre. Al enfrentarse al deslizamiento, no había movido ni un músculo; pero esta vez había corrido como un demonio. Marte podía acabar con ella, y sin duda lo haría, pero ninguna criatura del zoo de la Tierra la mataría si ella podía evitarlo. No era que tuviese un especial amor por la vida, nada más lejos, sino que uno debía poder elegir cómo moriría. Como lo había hecho en el pasado, al menos dos veces. Pero Simón y después Sax, como dos pequeños osos pardos, le habían arrebatado la muerte. Aún no sabía cómo enfrentarse a eso, cómo sentirse, su pensamiento era demasiado frenético. Se apoyó en el respaldo del asiento. Finalmente se inclinó hacia adelante y tecleó la vieja frecuencia de Sax entre los Primeros Cien, XY23, y esperó que la IA desviara la llamada al transbordador en el que Sax viajaba de vuelta a Marte. Poco después allí estaba él, con su nuevo rostro, en la pantalla.