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—Sí. Soy Ann Clayborne.

—Ya me lo parecía. La madre de Peter Clayborne, ¿no?

—Sí.

—Su hijo estuvo en Boone hace poco.

—¿Boone?

—Es la pequeña estación que hay al otro lado de la bahía. Ésta es la Bahía Botánica y la estación es Puerto Boone. Una especie de chiste. Al parecer en Australia existe una pareja igual.

—Claro. —Ann sacudió la cabeza. John los acompañaría siempre, y no era el peor de los fantasmas que los acosaban.

Como, por ejemplo, ese hombre, el famoso diseñador de animales. Se movía con estrépito por la cocina, tentando como un miope. Ella comía echándole miradas furtivas. Él sabía quién era ella, pero no parecía incómodo, ni trataba de justificarse. Ella era una areóloga roja, él diseñaba nuevos animales marcianos. Trabajaban en el mismo planeta, pero eso para él no significaba que fueran enemigos. La devoraría sin malicia. Había algo estremecedor en él, intimidatorio a pesar de sus modales educados. La inconsciencia era tan brutal. Y sin embargo a Ann el hombre le caía bien; su poder desapasionado, o su vaguedad, no podía determinarlo. Whitebook cruzó la cocina tropezando con todo, se sentó y comió con ella, deprisa y con ruido, y la sopa le chorreó por la barbilla. Después cortó unas rebanadas de pan. Ann le hizo preguntas sobre Puerto Boone.

—Tiene una buena panadería —dijo él, señalando la hogaza—. Y un buen laboratorio. El resto es como cualquier puesto de avanzada. Pero quitaron la tienda el año pasado y ahora hace mucho frío, sobre todo en invierno. Sólo estamos en la latitud cuarenta y seis, pero nos sentimos como si estuviéramos en un lugar del norte. Tanto es así que algunos hablan de volver a colocar la tienda, al menos en invierno. Y hay quien opina que deberíamos dejarla hasta que esto se caliente más.

—¿Hasta que pase la era glacial?

—No creo que tengamos ninguna era glacial. El primer año sin la soletta fue malo, no lo niego, pero hay varias maneras de contrarrestarlo. Un par de años fríos, en eso quedará todo.

Agitó una garra: podía ir en cualquier dirección. Ann estuvo a punto de arrojarle el pedazo de pan. Pero sería mejor no sobresaltarlo. Se dominó con un estremecimiento.

—¿Peter está todavía en Boone? —preguntó.

—Creo que sí. Hace unos días estaba.

Siguieron hablando sobre el ecosistema de la Bahía Botánica. La ausencia de una gama completa de vida vegetal limitaba enormemente a los diseñadores. En ese aspecto se parecía más a la Antártida que al Ártico. Tal vez los nuevos métodos de mejora del suelo acelerarían la aparición de plantas superiores. Por el momento aquélla era tierra de líquenes. Las plantas de la tundra serían las siguientes.

—Pero eso le disgusta —observó él.

—Me gustaban las cosas como estaban antes. Vastitas Borealis era un mar de dunas, arena negra de granate.

—¿No quedarán algunas cerca del casquete polar?

—El casquete polar quedará por debajo del nivel del mar en muchos puntos. Como dijo usted antes, algo semejante a lo sucedido en la Antártida. No, las dunas y el terreno laminado quedarán bajo las aguas, de un modo u otro. Todo el hemisferio norte desaparecerá.

—Estamos en el hemisferio norte.

—En una península de tierras altas. Y en cierto modo ya ha desaparecido. La Bahía Botánica era antes el cráter Ap de Arcadia.

El hombre la observó a través de las lentes.

—Tal vez sí viviera en las zonas elevadas las cosas tendrían el mismo aspecto que en el pasado. Sólo que con aire.

—Tal vez —dijo ella con cautela. El hombre se movió con pasos pesados y empezó a limpiar unos grandes cuchillos de cocina en el fregadero. Sus torpes garras tenían dificultades para manejar los objetos pequeños.

Ann se puso de pie.

—Gracias por la cena —dijo, retrocediendo hacia la puerta. Agarró la chaqueta y ante la mirada sorprendida del hombre salió deprisa dando un portazo. La recibió la bofetada del frío nocturno, y se puso la chaqueta. Nunca hay que huir de un predador. Regresó a su rover y entró sin mirar atrás.

Las antiquísimas tierras altas de Tempe Terra estaban salteadas de pequeños volcanes, y por eso había llanuras formadas por la lava y canales por todas partes, además de rasgos del relieve derivados del deslizamiento de materiales viscosos causado por el hielo de la superficie y algún que otro canal que había discurrido por la pared del Gran Acantilado. Y además, de la colección habitual de deformidades y señales de impactos antiquísimos que convertían los mapas areológicos de Tempe en la paleta de un artista, pues aparecían salpicados de colores que indicaban los diferentes aspectos de la larga historia de la región. Demasiados colores, en opinión de Ann; para ella las divisiones menores en diferentes unidades areológicas eran artificiales, vestigios de la areología del cielo, que intentaban distinguir entre regiones en las que predominaban los cráteres, o que estaban más disecadas o más labradas que el resto, cuando sobre el terreno todo era lo mismo, y esos rasgos de identidad podían verse por doquier. Se trataba sencillamente de una región accidentada, del paisaje accidentado de la antigüedad.

El fondo de los largos cañones rectos que llamaban las Tempe Fossae era demasiado anfractuoso para conducir por él, y Ann rodó por rutas alternativas en terreno más elevado. Las últimas coladas de lava (hacía mil millones de años) eran más duras que las deyecciones disgregadas sobre las que fluyeron y ahora yacían como largos diques o bermas. En la tierra más suave que había entre ellas había numerosos cráteres de salpicadura cuyas faldas eran remanentes de coladas líquidas. En medio de todos esos derrubios se alzaban algunas islas de roca madre erosionada, pero en general era regolito que revelaba además la presencia de un suelo empapado de agua y de permafrost, que provocaban lentos hundimientos y deslizamientos. Y ahora, con el aumento de las temperaturas y quizá por el calor procedente de las explosiones subterráneas en Vastitas, la inestabilidad del suelo se había agravado. Por todas partes se producían nuevos deslizamientos: una conocida ruta de los grupos rojos había desaparecido cuando la rampa que bajaba a Tempe 12 quedó sepultada; las paredes de Tempe 18 se habían colapsado y transformado el cañón en forma de U en otro en forma de V; Tempe 21 había desaparecido bajo los escombros de su colapsada pared occidental. En todas partes la tierra se derretía. Ann llegó a ver taliks, zonas licuefactas en la superficie del permafrost, en esencia ciénagas heladas. Y la mayoría de las hoyas de las grandes dolinas albergaban estanques que se derretían de día y se helaban por la noche, una acción que rompía el suelo aún más deprisa.

Pasó junto a las faldas lobuladas del cráter Timoshenko, cuyo flanco norte había sido sepultado por las oleadas de lava más meridionales del volcán Coriolano, el mayor de los pequeños volcanes de Tempe. Allí la mayor parte de la superficie estaba muy carcomida, y la nieve caída se había derretido y había vuelto a helarse en miríadas de cuencas de recepción. El suelo se hundía según las pautas características del permafrost: crestas poligonales de guijarros, terraplenes concéntricos en los cráteres, pingos, crestas de solifluxión en las laderas. En cada depresión se formaba un estanque o charco de aguas heladas. El suelo se estaba derritiendo velozmente.

En las pendientes soleadas que miraban al sur, los árboles crecían allí donde estuviesen un poco resguardados del viento, por encima de las capas más bajas de musgos, hierbas y arbustos. Los árboles enanos del krummholz, retorcidos en torno a sus enmarañadas agujas, ocupaban las hondonadas de solana; en las hondonadas umbrías, nieve sucia y neveros. Tanta tierra devastada. Tierra quebrada, vacía, aunque no del todo, la roca, el hielo y las praderas pantanosas surcadas por crestas bajas y fracturadas. Las nubes aparecían de la nada y se hinchaban con el calor de la tarde, y sus sombras añadían nuevas manchas al paisaje, una alocada colcha que combinaba el rojo y el negro, el verde y el blanco. Nadie podría quejarse nunca de homogeneidad en Tempe Terra. El paisaje aguardaba inmóvil bajo el paso veloz de las sombras de las nubes. Y sin embargo allí, una tarde, cuando ya oscurecía, una rauda mole blanca se había ocultado tras una roca. El corazón le dio un vuelco, pero no alcanzó a distinguir nada.