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Era muy extraño. Guió al silencioso grupo de rojos por una rampa que bajaba hasta una ancha terraza al oeste del fiordo helado. Caía la tarde y Ann les propuso un paseo crepuscular por la orilla.

La puesta del sol los encontró agrupados, muy juntos, desalentados, de pie delante de un solitario bloque de hielo de unos cuatro metros de altura cuyas convexidades eran tan lisas como un músculo. Se habían situado de modo que el sol quedaba detrás del bloque y la luz lo atravesaba. La arena mojada cabrilleaba, como una advertencia luminosa, innegable, brillantemente real. ¿Qué harían? Contemplaron el espectáculo en silencio.

Cuando el último destello del sol se hundió en el negro horizonte, Ann dejó el grupo y regresó sola a su rover. Giró la cabeza y miró hacia abajo: los rojos seguían junto al iceberg varado. Se erguía entre ellos como un dios blanco con un tinte naranja, como la lámina irregular de la bahía de hielo. Dios blanco, oso, bahía, un dolmen de hielo marciano: el océano los acompañaría siempre, tan real como la roca.

Al día siguiente Ann enfiló Kasei Vallis en dirección oeste, hacia Echus Chasma. El camino subía continuamente por una serie de anchas cornisas conectadas que facilitaban la marcha. Pronto alcanzó el punto en que Kasei doblaba a la izquierda y desembocaba en el suelo de Echus. La curva era uno de los mayores accidentes del planeta que era evidente que habían sido tallados por el agua. Sin embargo, descubrió que el suelo llano del cauce seco estaba cubierto de árboles enanos, tan pequeños que casi parecían arbustos, de cortezas negras, espinosos y con hojas de un verde oscuro tan brillantes y afiladas como las del acebo. Un manto de musgo cubría el suelo bajo aquellos árboles negros, pero fuera de eso, no crecía nada más. Era un bosque de especie única que cubría Kasei Vallis de pared a pared y llenaba la gran curva como un tizón de tamaño descomunal.

Ann se vio obligada a conducir por aquel bosque bajo, y el rover avanzó zarandeándose, pues las ramas, resistentes como las del acerolo, cedían bajo las ruedas pero recuperaban su posición anterior en cuanto quedaban libres. Ya nadie podría volver a pasear por aquel cañón, pensó Ann, aquel cañón de altas paredes, estrecho y circular, una suerte de Utah de la imaginación, convertido ahora en el bosque negro de un cuento de hadas, ineludible, lleno de oscuras formas volantes, y con una figura blanca entrevista en la oscuridad… No había señales del complejo de seguridad de la UNTA que una vez había ocupado la curva del valle. Una maldición sobre tu casa hasta la séptima generación, una maldición sobre la tierra inocente. Habían torturado a Sax allí y él había sembrado semillas de fuego y había incendiado el lugar, y un bosque de espinos lo había cubierto, ¡Y llamaban a los científicos criaturas racionales! Una maldición sobre su propia casa también, pensó Ann con los dientes apretados, hasta la séptima generación y otras siete después de ésas.

Siseó y siguió avanzando por Echus hacia el escarpado cono volcánico de Tharsis Tholus, que albergaba una ciudad en el flanco donde la pendiente era menos pronunciada. El oso le había dicho que Peter estaría allí, así que la evitó. Peter, la tierra cubierta por las aguas; Sax, la tierra arrasada por el fuego. En otro tiempo Peter había sido suyo. Sobre esta piedra edificaré. Peter Tempe Terra, la Roca del País del Tiempo. El hombre nuevo, el homo martialis, que los había traicionado. Recuerda.

Continuó hacia el sur, por la pendiente de la mole de Tharsis, y al fin el cono de Ascraeus apareció delante. Una montaña continente que destacaba en el horizonte. Pavonis había sido infestado y se había desarrollado tanto a causa de su posición ecuatorial y las pocas ventajas que eso proporcionaba al cable del ascensor. Pero a Ascraeus, a sólo quinientos kilómetros al nordeste de Pavonis, lo habían dejado en paz. Nadie vivía allí, y muy pocos habían subido, sólo algún areólogo de cuando en cuando, que iba a estudiar su lava y los ocasionales flujos de cenizas piroclásticas, ambas de un tono rojo cercano al negro.

Alcanzó las estribaciones más bajas, suaves y onduladas. Ascraeus había sido uno de los clásicos nombres de accidentes del albedo, debido a que era una montaña fácilmente visible desde la Tierra. Ascraeus Lacus. Fue durante la manía de los canales, y por eso decidieron que se trataba de un lago. Pavonis en aquella época era el Phoenicus Lacus, el lago Fénix. Ascra, leyó, era el lugar de nacimiento de Hesíodo, «situado a la derecha del monte Helicón, sobre un lugar alto y escarpado». Así que, aunque creían que era un lago, le habían dado el nombre de una montaña. Tal vez sus subconscientes habían interpretado bien las imágenes del telescopio después de todo. «Ascraeus» era un nombre poético para referirse a los pastores, pues el Helicón era un monte de Beocia consagrado a Apolo y a las musas. Cierto día Hesíodo había alzado los ojos del arado, y al ver la montaña había descubierto que tenía una historia que contar. El nacimiento de los mitos era extraño, y también los viejos nombres entre los que vivían y que desconocían, mientras repetían las viejas historias una y otra vez durante sus vidas.

Era el más empinado de los cuatro grandes volcanes, pero carecía de acantilado circundante, como el de Olympus Mons; podía poner el coche en primera y subir tranquilamente, como si estuviese en una nave espacial que despega en cámara lenta, y recostarse en el asiento y relajarse. Se despabilaría al llegar, a veintisiete mil metros sobre el nivel del mar, la misma estatura de los otros tres gigantes. Ésa era la máxima altura que podía alcanzar una montaña en Marte, era el límite isostático, más allá del cual la litosfera empezaba a hundirse bajo el peso de toda esa roca. Los cuatro grandes habían alcanzado su máxima altura y no crecerían más. Una señal de su gran antigüedad.

Muy viejo, sí, pero la lava de la superficie de Ascraeus se contaba entre las rocas ígneas más jóvenes de Marte, apenas erosionada por el viento y el sol. Las capas de lava que se habían solidificado mientras bajaban por el flanco de la montaña habían formado masas que era preciso rodear. La bien trazada pista de rovers subía zigzagueando, evitando los tramos escarpados al pie de esas coladas y aprovechando una amplia red de rampas y reflujos. En las zonas de umbría permanente la nieve se había amontonado, pendientes sucias y compactas. Las sombras presentaban una neblina blancuzca, como si estuviese conduciendo a través de un negativo fotográfico, y su ánimo inexplicablemente iba cayendo en picado conforme subía. A su espalda aparecía una porción cada vez más extensa del cónico flanco norte del volcán, y más allá, de Tharsis Norte y la pared de Echus, una línea baja a unos cien kilómetros de distancia. Buena parte de lo que veía estaba salpicado de blanco: ventisqueros, láminas de hielo formadas por el viento, neveros. Los flancos umbríos de los conos volcánicos a menudo albergaban grandes glaciares.

Sobre la superficie de una roca, moho de color verde esmeralda. Todo se estaba volviendo verde.

Pero a medida que ascendía, día tras día, a una altura más allá de lo imaginable, la nieve empezó a tener menos grosor y a escasear. Alcanzó los veinte mil metros sobre la línea de referencia —veintiuno sobre el nivel del mar—, casi setenta mil pies, más de dos veces la altura a la que el Everest se elevaba sobre los océanos terrestres, ¡y sin embargo, el cono del volcán aún estaba siete mil metros más arriba! Subía hasta el cielo que se oscurecía, hasta el espacio.