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SÉPTIMA PARTE

Poniendo las cosas en marcha

Un mar ahogado por el hielo cubría ahora buena parte del norte. Vastaos Borealis descansaba uno o dos kilómetros por debajo de la línea de referencia, y en algunos puntos hasta tres. Ahora que el nivel del mar parecía haberse estabilizado definitivamente en la curva menos uno, Vastitas había quedado bajo las aguas. Si en la Tierra hubiese existido un océano de figura similar, habría sido un gran océano Ártico, que habría cubierto Rusia, Canadá, Alaska, Groenlandia y Escandinavia, y dos mares angostos que penetrarían profundamente en el sur y alcanzarían el ecuador. Por consiguiente el Atlántico habría quedado reducido a una estrecha franja norte y una gran isla cuadrada habría ocupado el centro del Pacífico norte.

En este Oceanus Borealis había varias islas de hielo de gran tamaño y una península larga y estrecha que interrumpía su circunnavegación del globo y conectaba la zona del continente al norte de Syrtis con el extremo de una península polar. El verdadero polo norte estaba sobre el hielo del golfo de Olympia, a algunos kilómetros de la costa de esa isla polar.

Y eso era todo. En Marte no habría ningún equivalente del Pacífico y el Atlántico sur, ni del océano Indico o el Antartico. En el sur todo era desierto, con la excepción del mar de Hellas, un círculo de agua de aproximadamente la extensión del Caribe. Así, mientras que en la Tierra los océanos cubrían el setenta por ciento de la superficie, en Marte cubrían sólo un veinticinco.

En el año 2130 casi la totalidad del Oceanus Borealis estaba cubierto por el hielo. Sin embargo, debajo había grandes bolsas de agua y en el verano los lagos de deshielo se diseminaban por la superficie, y se abrían numerosas grietas. Debido a que buena parte de esa agua había sido bombeada o en su defecto extraída del permafrost, tenía la pureza de las que brotaban de la tierra, es decir, casi destilada: el Borealis era un océano de agua dulce. De todos modos, se daba por supuesto que pronto se volvería salado, pues los ríos discurrían a través del regolito altamente salado y transportaban los sedimentos al mar, el agua se evaporaba, precipitaba y el proceso empezaba de nuevo —el paso de las sales del regolito al agua hasta que se alcanzara un equilibrio—, un proceso que tenía intrigados a los oceanógrafos, porque la salinidad de los océanos terrestres, estable durante millones de años, aún no se comprendía del todo.

Las costas eran abruptas. La isla polar, oficialmente innominada, recibía distintos nombres: península polar, isla polar o Caballito de Mar, debido a su forma. Su costa en muchos puntos seguía aún desbordada por el hielo del antiguo casquete polar y en todas partes aparecía cubierta por un manto de nieve en el que el viento tallaba gigantescas sastrugi. Esa blanca superficie ondulada se extendía sobre el mar por muchos kilómetros, hasta que las corrientes submarinas la quebraban y uno llegaba a una «costa» poblada de grietas, cadenas montañosas levantadas por la presión y enormes icebergs tabulares de bordes caóticos, así como zonas cada vez más extensas de aguas abiertas. En medio de todo aquel caos de hielo asomaban grandes islas volcánicas o meteoríticas, incluyendo algunos cráteres pedestal que emergían de la blancura como grandes y oscuros icebergs tabulares.

Las costas meridionales del Borealis estaban mucho más expuestas y eran infinitamente más variadas. Allí donde el hielo lamía las faldas del Gran Acantilado varias regiones de mensae y collados se habían convertido en archipiélagos independientes, que al igual que la costa continental tenían un perfil accidentado: amenazadores acantilados cortados a pico, cráteres bahía, fiordos fossa y largas playas bajas. El agua de los dos grandes golfos meridionales permanecía líquida bajo la superficie, y en verano afloraba. El golfo de Chryse tenía probablemente la costa más agreste, porque ocho grandes canales de desagüe con mucho hielo desembocaban allí y con el deshielo se originaban escarpados fiordos. En el extremo meridional del golfo cuatro de esos fiordos se entrelazaban y formaban varias islas de buen tamaño de abruptos acantilados, un paisaje marino espectacular.

Por encima de toda esta agua revoloteaban grandes bandadas de aves. Las nubes florecían y eran arrastradas por el viento, moteando con sus sombras el blanco y el rojo. Los icebergs flotaban sin rumbo en los mares líquidos y se estrellaban contra las orillas, y las tormentas se abatían desde el Gran Acantilado con una fuerza aterradora, descargando granizo y rayos sobre la roca. Para entonces había en Marte aproximadamente cuarenta mil kilómetros de costa, y con el rápido ciclo de congelación y deshielo de los días y las estaciones, bajo el azote constante del viento, toda su extensión cobraba vida y mudaba.

Cuando el congreso terminó Nadia hizo planes para abandonar Pavonis de inmediato. Estaba harta de las peleas en el complejo de almacenes, de discusiones, de política; harta de la violencia y la amenaza de la violencia, de revoluciones, sabotajes, de la constitución, el ascensor, la Tierra y la amenaza de la guerra. Tierra y muerte, eso era Pavonis Mons: la Montaña del Pavo Real, y todos los pavos reales andaban pavoneándose y cacareando Yo, Yo, Yo. Era el último lugar de Marte donde Nadia deseaba estar.

Quería alejarse de allí y respirar aire fresco, trabajar en cosas tangibles. Quería construir, con sus nueve dedos, sus hombros, su cerebro, construir lo que fuera, no sólo estructuras, aunque eso sería perfecto, sino también cosas como aire o tierra, partes de un proyecto nuevo para ella como era la terraformación. Desde aquel primer paseo al aire libre en el cráter Du Martheray, sin otra cosa que una pequeña máscara para filtrar el CO2, comprendía la obsesión de Sax. Estaba dispuesta a unirse a él y su grupo para llevar adelante aquel proyecto, y ahora más que nunca, ya que la retirada de los espejos orbitales había provocado un largo invierno que amenazaba convertirse en una edad de hielo. Crear aire, crear suelo, desplazar agua, introducir plantas y animales: le parecía fascinante, por más que los proyectos de construcción más convencionales también la atrajeran. Cuando el nuevo mar del norte se derritiera y sus orillas se estabilizaran, habría que construir ciudades portuarias por todas partes, con sus malecones y paseos marítimos, canales, puertos y muelles, y los pueblos detrás de ellas treparían por las colinas. En las zonas más elevadas habría que erigir muchas ciudades-tienda y cubrir cañones. Se hablaba incluso de cubrir alguna de las grandes calderas y de conectar mediante funiculares los tres volcanes regios, o de tender un puente sobre los desfiladeros al sur de Elysium; se hablaba de habitar la península polar; habían surgido nuevos conceptos de biohabitación, planes para viviendas y edificios en árboles genéticamente manipulados, lo mismo que Hiroko había hecho con el bambú, pero a mayor escala. Sí, una constructora dispuesta a aprender algunas de las últimas técnicas tenía delante mil años de atractivos proyectos. Era un sueño hecho realidad.

Pero entonces un pequeño grupo la abordó. Le dijeron que estaban explorando posibles candidatos para ocupar los cargos del primer consejo ejecutivo del nuevo gobierno global.

Nadia los miró. Veía lo que le ofrecían como una gran trampa que avanzaba lentamente e intentó escapar antes de que se cerrara sobre ella.