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La comisión económica estaba ocupada en la creación de una moneda marciana para uso interno y para el cambio de valores terranos. Se deseaba una moneda resistente a la especulación terrana; pero en ausencia de un mercado de valores marciano, toda la fuerza de la inversión terrana tendía a recaer en la moneda, el único juego de inversión que se les ofrecía. Esto provocaba una cierta tendencia a inflar el cequí marciano en los mercados monetarios terranos, y en los viejos tiempos habría disparado su valor hasta las nubes, en perjuicio de la balanza comercial marciana; pero como las metanacionales de la Tierra estaban ocupadas luchando contra su disgregación y la cooperativización, las finanzas terranas andaban algo desordenadas y carentes del viejo espíritu de especulación feroz. De manera que el cequí alcanzó una fuerte cotización en la Tierra, aunque no excesiva, y en Marte sólo era dinero. Praxis resultó muy útil en este proceso, porque se convirtió en una especie de banco federal para la nueva economía, que proporcionaba préstamos sin interés y servía como mediador en los intercambios con divisas terranas.

En vista de todo esto, el consejo ejecutivo se reunía durante largas horas cada día para discutir la legislación y programas de gobierno. La tarea era tan absorbente que Nadia casi olvidó que se estaba celebrando en Sabishii un congreso que ella había promovido. A pesar de todo, las noches en que estaba de humor pasaba una última hora frente a la pantalla conversando con amigos de Sabishii, donde al parecer las cosas marchaban bastante bien. Muchos de los científicos dedicados al medioambiente habían asistido y todos coincidían en que un aumento masivo de la emisión de gases de invernadero mitigaría los efectos de la pérdida de los espejos orbitales. Naturalmente el CO2 era el gas de invernadero más fácil de liberar, pero —dado que se intentaba reducir su presencia en la atmósfera— la opinión general era que se podían producir cantidades satisfactorias de gases alternativos más complejos y eficaces. Y en principio no pensaban que fuera a suponer un problema, políticamente hablando, porque si bien la constitución exigía una atmósfera que no superase los 350 milibares en la franja de los seis mil metros, no decía nada sobre los gases que podían utilizarse. Si se liberaban los halocarbonos y el resto de gases de invernadero del cóctel Russell hasta que constituyesen cien partes por millón de la atmósfera en vez de las veintisiete partes de ese momento, la retención de calor aumentaría varias unidades Kelvin, calculaban, y podrían evitar una era glacial, o al menos acortarla. Por tanto, el plan abogaba por la producción y liberación de toneladas de tetrafluoruro de carbono, hexafluoretano, hexafluoruro de azufre, metano, óxido nitroso y pequeñas cantidades de otros elementos químicos que ayudaban a disminuir la destrucción de halocarbonos por los rayos ultravioletas.

Completar el deshielo del mar de hielo boreal era el otro objetivo obvio mencionado con más frecuencia en el congreso. Hasta que el mar no fuera totalmente líquido, el albedo del hielo reflejaría enormes cantidades de energía al espacio e impediría la existencia de un ciclo de agua activo. Si lograban un océano líquido, o, dada la alta latitud, un océano líquido al menos en verano, pondrían coto a una probable era glacial y en esencia se habría completado la terraformación: tendrían corrientes impetuosas, olas, evaporación, nubes, precipitaciones, deshielo, arroyos, ríos, deltas… un ciclo hidrológico completo. Ése era un objetivo primario, y por eso se proponían gran variedad de métodos para acelerar el deshielo: derivar el excedente de calor de las centrales nucleares al océano, diseminar algas negras sobre el hielo, desplegar transmisores de microondas y ultrasonidos como calefactores, e incluso utilizar grandes rompehielos en las banquisas más superficiales para facilitar su fractura.

Naturalmente el aumento de la emisión de gases de invernadero ayudaría en ese proceso. El hielo de la superficie del océano se derretiría cuando el aire se mantuviera regularmente por encima de 273° kelvin. Pero a medida que avanzaba el congreso empezaron a enumerarse los problemas que comportaban los gases de invernadero. El esfuerzo industrial sería ingente, similar al de los monstruosos proyectos de las metanacs, como los cargamentos de nitrógeno de Titán o la misma soletta. Y no era algo que sólo se haría una vez: la radiación ultravioleta destruía constantemente los gases, de manera que tenían que producirlos masivamente para alcanzar los niveles deseados y luego seguir produciéndolos durante todo el tiempo que los necesitaran. En consecuencia, extraer las materias primas y transformarlas en los gases deseados eran empeños faraónicos que precisaban un enorme esfuerzo robótico que incluía máquinas de minería autónomas y autorreplicantes, factorías autoconstruidas y reguladas y aviones teledirigidos en la alta atmósfera; en resumen, una empresa enteramente automatizada.

El desafío técnico no era el problema; como Nadia señaló a sus amigos en el congreso, la tecnología marciana había sido altamente robotizada desde el principio. En este caso, miles de pequeños vehículos robóticos recorrerían Marte en busca de depósitos de carbono, azufre, fluorita, emigrando de un yacimiento a otro como las viejas caravanas mineras árabes en el Gran Acantilado. Allá donde las materias se encontrasen en grandes concentraciones, los robots construirían pequeñas plantas procesadoras con arcilla, hierro, magnesio y metales vestigiales, y cuando recibieran las piezas que no pudieran fabricarse en el lugar, ensamblarían el conjunto. Flotas de excavadoras y vagonetas automatizadas transportarían el material procesado a fábricas donde sería transformado en gases que se expulsarían a la atmósfera a través de altas chimeneas móviles. No difería mucho de la extracción de gases atmosféricos en los primeros tiempos, sólo suponía un esfuerzo más amplio.

Pero como algunos señalaban, ya se habían explotado los depósitos más accesibles y la minería de superficie ya no podía realizarse como antaño; las plantas crecían por todas partes y en muchos lugares estaba formándose una superficie desértica como resultado de la hidratación, la acción bacteriana y las reacciones químicas de las arcillas. Esa costra contribuía enormemente a reducir las tormentas de polvo, que seguían siendo un problema importante; de manera que arrancarla para llegar a los depósitos minerales era inaceptable, tanto ecológica como políticamente. Los miembros rojos del cuerpo legislativo proponían prohibir la explotación minera de superficie, y por buenas razones, incluso en términos de terraformación.

Una noche al apagar la pantalla, Nadia pensó que era duro afrontar los efectos contrapuestos de sus acciones. Las cuestiones medioambientales estaban tan estrechamente ligadas que era difícil decidir qué hacer en cada caso. Y era igualmente penoso que alguien se viera constreñido por las leyes que había contribuido a promulgar; las organizaciones ya no podían actuar unilateralmente, porque muchas de sus acciones tenían ramificaciones globales. De ahí la necesidad de una regulación medioambiental y del Tribunal Medioambiental Global, que ya había tenido que fallar en varios casos y que sin duda acabaría regulando cualquier plan que saliera de aquel congreso. Los días de la terraformación desaforada habían pasado.