Nadia se ocupaba de todos esos asuntos en sesiones consecutivas de media hora programadas por Art, y los días pasaban indistintos. Llegó a hacérsele difícil discernir las cuestiones verdaderamente importantes. Los chinos, por ejemplo, inundarían Marte de inmigrantes a la mínima oportunidad. Los ecosaboteadores rojos eran cada vez más descarados. Nadia había recibido amenazas de muerte y ahora llevaba guardaespaldas cuando salía del apartamento, que a su vez era discretamente vigilado. Hizo caso omiso de las amenazas y continuó ocupándose de los problemas y ganándose una mayoría en el consejo que la respaldara en las votaciones que le parecían trascendentales. Estableció una buena relación de trabajo con Zeyk y Mijail, incluso con Marión, aunque las cosas nunca fueron del todo bien con Ariadne, una lección aprendida dos veces, pero bien aprendida justamente por eso.
Así pues, continuó trabajando. Pero estaba deseando salir de Pavonis. Art veía que la paciencia de Nadia se agotaba, y ella leía en la mirada de él que se estaba convirtiendo en una gruñona arisca y dictatorial; lo sabía pero no podía evitarlo. Después de reunirse con obstruccionistas o frívolos, a menudo daba rienda suelta a un torrente de rencorosos insultos sotto voce que evidentemente turbaban a Art. Venían delegaciones pidiendo la abolición de la pena de muerte, o el derecho a construir en la caldera de Olympus Mons, o un octavo miembro en el consejo ejecutivo, y en cuanto la puerta se cerraba Nadia decía:
—Bien, ahí tienes a un puñado de malditos idiotas, locos estúpidos a quienes nunca se les ha ocurrido pensar en los votos vinculantes, ni tampoco que quitándole la vida a otra persona abrogas tu propio derecho a la vida. —Y así hasta el infinito.
La nueva policía capturó a un grupo de ecosaboteadores rojos que habían intentado volar el Enchufe otra vez, y que durante la acción habían matado a un guardia de seguridad. Ella fue la juez más dura que tuvieron.
—¡Ejecútenlos! —exclamó—. Miren, quien mata a otro pierde su derecho a la vida. Ejecución o exilio, fuera de Marte de por vida. Que el precio sea un recuerdo imborrable para el resto de los rojos.
—Caramba —dijo Art incómodo—. Caramba, después de todo…
Pero ella estaba furiosa, y le costaba aplacarse. Y Art había advertido que cada vez le costaba más.
Un poco agitado él mismo, le recomendó que organizara otro congreso como el de Sabishii, y que asistiera contra viento y marea. Combinar los esfuerzos de varias organizaciones en pro de una sola causa; no era exactamente construcción, pensó Nadia, pero lo parecía.
La disputa en Cairo la había llevado a pensar en el ciclo hidrológico y en lo que sucedería cuando el hielo empezara a derretirse. Si podían concebir un plan para ese ciclo, aunque fuera rudimentario, reducirían en gran medida los conflictos relacionados con el agua. Decidió ver qué podía hacerse.
Como le ocurría a menudo esos días cuando pensaba en temas globales, deseó hablar con Sax. Los viajeros estaban a punto de llegar, y la demora en las transmisiones era insignificante, casi como mantener una conversación corriente por la consola de muñeca. De manera que Nadia solía pasar las tardes hablando con Sax de la terraformación. Más de una vez la sorprendió con opiniones que no esperaba de él; parecía estar cambiando constantemente.
—Deseo conservar las cosas en estado salvaje —dijo una noche.
—¿Qué quieres decir? —preguntó ella.
El rostro de Sax adquirió la expresión perpleja de cuando pensaba con intensidad. Después de una pausa considerable, repuso:
—Muchas cosas. Es un mundo complicado. Pero pretendo conservar el paisaje primitivo en la medida de lo posible.
Nadia consiguió reprimir una carcajada, pero aún así Sax preguntó:
—¿Qué es lo que te parece divertido?
—Nada, nada. Es que hablas como algunos rojos, o como la gente de Christianopolis, que no son rojos pero me dijeron casi lo mismo la semana pasada. Quieren conservar el paisaje primitivo de las zonas remotas del sur. Los he ayudado a organizar un congreso sobre las cuencas hidrológicas meridionales.
—Creía que estabas trabajando en los gases de invernadero.
—No me dejan, tengo que ser presidenta. Pero pienso asistir a ese congreso.
—Buena idea.
Los colonos japoneses de Messhi Hoko (que significaba «Sacrificio individual en bien del grupo») se presentaron ante el consejo exigiendo que se diera más tierra y agua a su tienda, en lo alto de Tharsis Sur. Nadia los dejó con la palabra en la boca y voló con Art a Christianopolis, en el lejano sur.
La pequeña ciudad (y parecía muy pequeña después de Sheffield y Cairo) estaba situada en el Borde Phillips Cráter Cuatro, a 67 grados de latitud sur. Durante el Año Sin Verano el extremo sur había sufrido varias tormentas severas que dejaron caer unos cuatro metros de nieve, una cantidad sin precedentes. Estaban en Ls 281, justo después del perihelio, y en pleno verano en el sur, y al parecer los diferentes métodos para evitar una edad de hielo funcionaban: buena parte de la nieve se había derretido en una cálida primavera y ahora había lagos circulares en el fondo de los cráteres. El estanque del centro de Christianopolis tenía unos tres metros de profundidad y trescientos de diámetro; los cristianos estaban encantados con su hermoso parque acuático. Pero si ocurría lo mismo cada invierno —y los meteorólogos creían que los inviernos siguientes traerían aún más nieve, y los veranos siguientes serían aún más cálidos—, las aguas del deshielo inundarían rápidamente la ciudad y Borde Phillips Cráter Cuatro se convertiría en un lago lleno hasta los bordes. Y podía decirse lo mismo de todos los cráteres del planeta.
El congreso de Christianopolis discutiría estrategias para enfrentar esa situación. Nadia había utilizado su influencia para que asistiera gente importante, y meteorólogos, hidrólogos e ingenieros, y tal vez Sax, cuya llegada era inminente. El problema de la inundación de los cráteres sólo era el punto de partida de la discusión sobre cuencas de aguas y el ciclo hidrológico planetario.
El problema concreto de los cráteres tendría que resolverse como Nadia había predicho: canalizando. Tratarían los cráteres como si fueran bañeras y abrirían canales de desagüe. El material que había bajo los polvorientos suelos de los cráteres era extremadamente duro, pero los túneles podían abrirse con robots y luego instalar bombas y filtros y extraer el agua, manteniendo un estanque o lago central, si se quería, o desecando el cráter.