—Un hombre lleno de sorpresas —le comentó a Art.
—Las lesiones cerebrales suelen tener esas consecuencias.
Fuera como fuese, cuando el congreso terminó habían diseñado una hidrografía completa en la que se especificaban los futuros lagos y corrientes del hemisferio sur. Con el tiempo el plan tendría que coordinarse con planes similares para el hemisferio norte, ahora bastante desordenado en comparación, porque aún no se sabía con certeza cuál sería el tamaño final del mar boreal. Ya no se extraía agua de los acuíferos y el permafrost —además, los ecosaboteadores rojos habían volado muchas de las estaciones de bombeo en el último año—, pero aún emergía agua debido al peso de la que ya había en la superficie. Y el deshielo estival descargaba en Vastitas, más copioso cada año, tanto el del casquete polar como el del Gran Acantilado; Vastitas era la cuenca de recepción de grandes cursos de aguas, de modo que cada verano acogería enormes cantidades de agua. Por otra parte, los vientos áridos arrancaban mucha agua, que acababa precipitando. Y la evaporación del agua era más rápida que la sublimación del hielo. Calcular cuánta se evaporaba y cuánta precipitaba era el trabajo de campo de un día para un diseñador, y las diferencias de estimación se reflejaban en los distintos mapas con potenciales líneas costeras que divergían en algunos casos en cientos de kilómetros.
Esa incertidumbre retrasaría cualquier GECO para el sur, pensó Nadia; en esencia el tribunal tenía que intentar correlacionar todos los datos disponibles, evaluar los modelos y entonces prescribir el nivel del mar y aprobar las cuencas hidrográficas de acuerdo con ese nivel. El destino de la Cuenca de Argyre en particular parecía indeterminable en esos momentos, a menos que se decidiera algo para el norte; algunos planes abogaban por llevar agua del mar boreal a Argyre si ese mar crecía demasiado, para evitar así la inundación de los cañones de Marineris, Fossa Sur y las ciudades portuarias en construcción. Los radicales rojos amenazaban con «asentamientos en la orilla occidental» para anticiparse a ese movimiento.
De manera que el TMG tenía otro gran problema que resolver. Evidentemente estaba convirtiéndose en el cuerpo político más importante de Marte; guiado por la constitución y sus dictámenes previos, estaba dirimiendo casi todos los aspectos del futuro de Marte. Nadia pensaba que así debía ser, o que al menos no había nada malo en que fuera así. Necesitaban que las decisiones con consecuencias globales fueran examinadas globalmente, y eso era todo.
Pero ocurriera lo que ocurriera en los tribunales, al menos habían formulado un plan provisional para el hemisferio sur. Y para sorpresa general, el TMG emitió un fallo preliminar positivo poco después: el plan podía activarse por partes a medida que el agua afluyera al sur, sin que importara en las primeras etapas el nivel del mar boreal. De manera que no había razón para retrasar su puesta en marcha.
Art entró radiante con las noticias.
—Podemos empezar a instalar cañerías.
Nadia, por supuesto, no podía abandonar Sheffield. Había reuniones pendientes, decisiones que tomar, gente que convencer o coaccionar. Y ella cumplía con su obligación obstinadamente, le gustara o no, y a medida que pasaba el tiempo fue haciéndolo cada vez mejor. Sabía cómo podía presionar sutilmente para abrirse camino, veía que la gente se plegaba a su voluntad si ella pedía o sugería de cierta manera. La constante corriente de decisiones afinó algunos de sus puntos de vista; descubrió que era mejor actuar de acuerdo con algunos principios políticos que juzgar los casos siguiendo el instinto. También era mejor tener aliados dignos de confianza, en el consejo y fuera de él, más que ser neutral e independiente. Y así, poco a poco se encontró convergiendo con los bogdanovistas, quienes, para su sorpresa, eran los que más cerca estaban de su propia filosofía política. Su lectura del bogdanovismo era en cierto modo simplona: Arkadi siempre había insistido en que las cosas tenían que ser justas y los individuos libres e iguales; el pasado no importaba, necesitaban inventar nuevas formas siempre que las viejas se revelaran injustas o poco prácticas, lo que sucedía a menudo. Marte era la única realidad que contaba, al menos para ellos. Con esas nociones como guía, le resultaba más fácil ver el curso a seguir y echar a andar sin más preámbulos.
Se volvió cada vez más despiadada. De cuando en cuando sentía en propia carne que el poder corrompía, una leve sensación de náusea, pero se estaba acostumbrando. Chocaba muy a menudo con Ariadne, y cuando recordaba su remordimiento después de aquel primer encontronazo con la joven minoica, le parecía ridículamente escrupuloso; ahora era mucho más brutal con quienes se cruzaban en su camino, mostraba los dientes en todas las reuniones, en breves y calculados estallidos muy eficaces para llevar a la gente derechita. Con aquellas pequeñas dosis de furia y desdén los gobernaba mejor y le resultaba más fácil conseguir algo útil de ellos. Sentía muy poco remordimiento, ya que por lo general se merecían un puñetazo en las narices; pensaban que habían colocado a una viejecita inofensiva en el trono mientras ellos seguían con sus maquinaciones, pero el trono era la silla del poder, y que la mataran si iba a pasar por toda aquella mierda sin usar una parte de ese poder para tratar de conseguir lo que quería.
Y por eso cada vez con menos frecuencia reparaba en la fealdad del poder. Pero una vez, después de un día particularmente poco sentimental, se dejó caer en una silla y casi se echó a llorar de puro asco. Sólo habían pasado siete meses de sus tres años marcianos. ¿En qué se habría convertido cuando el mandato terminara? Ya se había acostumbrado al poder; para entonces tal vez hasta le gustara.
Preocupado por todo esto, Art la miró con las cejas arqueadas mientras desayunaban.
—Bien —dijo, después de que ella le confiara su inquietud—, el poder es el poder. Eres el primer presidente de Marte, y en cierto modo estás definiendo el oficio. Tal vez debieras anunciar que sólo trabajarás en la presidencia periódicamente y delegar en tu equipo para los intervalos. O algo por el estilo.
Esa misma semana Nadia abandonó Sheffield rumbo al sur, y se unió a una caravana que viajaba de cráter en cráter y se ganaba la vida instalando sistemas de drenaje. Cada cráter tenía sus peculiaridades, pero básicamente se trataba de elegir el ángulo apropiado de salida en las pendientes, y después poner a trabajar a los robots. Von Karman, Du Toit, Schmidt, Agassiz, Heaviside, Bianchini, Lau, Chamberlin, Stoney, Dokuchaev, Trumpler, Keeler, Charlier, Suess… Instalaron sistemas de drenaje en todos esos cráteres y en muchos más que no tenían nombre, aunque los adquirían deprisa, antes de que ellos terminaran de perforar:
85 Sur, Demasiado Oscuro, Esperanza de los Tontos, Shanghai, Hiroko Durmió Aquí, Fourier, Colé, Proudhon, Bellamy, Hudson, Kaif, 47 Ronin, Makoto, Kino Doku, Ka Ko, Mondragón. La migración de un cráter a otro le recordaba sus viajes alrededor del casquete polar durante los años de la resistencia; salvo que ahora todo se hacia al aire libre, y durante los días casi sin noche de medio verano el equipo disfrutaba del sol y del resplandor de la luz en los lagos de los cráteres. Cruzaron accidentados pantanos helados en los que brillaban el agua derretida y los pastos, y por supuesto el paisaje rocoso, rojo y negro, que irrumpía, anillo tras anillo, cresta tras cresta. Instalaron tuberías en cráteres y cuencas, y agregaron procesadoras de gases de invernadero a las excavadoras allí donde la roca contenía depósitos.
Pero nada de eso resultó ser trabajo real en el sentido que le daba Nadia. Echaba de menos los días del pasado. Conducir un bulldozer tampoco había sido un verdadero trabajo manual, pero el golpe de la pala era algo muy físico y el cambio de marchas, agotador, y todo poseía un grado de compromiso muy superior al de su trabajo actual, que consistía en dar órdenes a las IA y luego andar de acá para allá observando la actividad de los zumbantes equipos de robots excavadores de un metro de altura, las factorías móviles del tamaño de una manzana de ciudad, los topos de túnel con dientes de diamante que crecían hacia adentro como los de un tiburón; todo fabricado con aleaciones metálicas y biocerámicas más fuertes que el cable del ascensor, y todos trabajando por su cuenta. No era precisamente lo que ella anhelaba.