—¿Volvemos?
Los cuatro embajadores regresaron al fin y bajaron a Sheffield. Nirgal, Maya y Michel siguieron su camino, pero Sax voló a Vishniac y se reunió con Art y Nadia, un gesto que complació profundamente a Nadia. Había llegado a tener la certidumbre de que allí donde estaba Sax estaba el centro de la acción.
Tenía el mismo aspecto de siempre, si acaso todavía más silencioso y enigmático. Quería ver los laboratorios. Lo acompañaron.
—Interesante, sí —dijo, y después de una pausa añadió—: Pero me pregunto qué más podríamos hacer.
—¿Para terraformar? —preguntó Art.
—Bueno…
Para complacer a Ann, pensó Nadia. Eso era lo que quería decir. Abrazó a Sax, que se mostró sorprendido, y mantuvo la mano sobre su hombro huesudo mientras duró la conversación. ¡Qué bueno era tenerlo allí en carne y hueso! ¿Cuándo había llegado a apreciar tanto a Sax Russell, a confiar de un modo tan absoluto en él?
Art también había comprendido a qué se refería Sax, y le dijo:
—Ya has hecho mucho, ¿no te parece? Caramba, por lo pronto has desmantelado todas las grandes obras metanacionales, ¿no? Las bombas de hidrógeno bajo el permafrost, la soletta y la lupa espacial, los transbordadores con nitrógeno de Titán…
—Ésos todavía siguen —corrigió Sax—. Ni siquiera sé cómo vamos a pararlos. Supongo que habrá que derribarlos. Aunque podemos usar el nitrógeno. No sé sí me gustará que desaparezcan.
—¿Y Ann? —preguntó Nadia—. ¿Qué le gustaría a Ann?
Sax desvió la mirada. Cuando la incertidumbre le contraía la cara, volvía a mostrar su vieja expresión ratonil.
—¿Qué os contentaría a los dos? —replanteó Art.
—Es difícil… —Y su rostro mostró una mueca de indecisión, de motivos encontrados.
—Ambos desean conservar los espacios salvajes —señaló Art.
—Los espacios salvajes son una idea, o incluso una posición ética. No pueden estar en todas partes, no pertenecen a esa clase de ideas. Pero…
—Sax agitó una mano y volvió a sumirse en sus pensamientos. Por primera vez en un siglo, desde que lo conocía, Nadia tuvo la impresión de que Sax no sabía qué hacer. Se sentó ante una pantalla y tecleó instrucciones, ajeno a sus presencias.
Nadia oprimió el brazo de Art y él le tomó la mano y apretó el meñique con suavidad. Ya casi había alcanzado las tres cuartas partes de su tamaño definitivo, la uña había empezado a crecer y en la yema habían aparecido las delicadas espirales de una huella dactilar. La sensación era placentera cuando se lo apretaban. Nadia miró brevemente a Art a los ojos y luego apartó la mirada. Él le acarició la mano antes de soltarla. Después de un rato, cuando fue evidente que Sax estaría completamente absorto en lo que hacía durante bastante tiempo, salieron de puntillas y regresaron a la habitación, a la cama.
Pasaban el día trabajando, y por la noche salían. Sax andaba parpadeando de acá para allá, como en sus días de rata de laboratorio, ansioso porque no se tenían noticias de Ann. Nadia y Art lo consolaban lo mejor que podían, que no era mucho. Al caer la tarde salían a pasear. Había un parque donde los padres se congregaban con sus pequeños, y la gente los contemplaba como si estuvieran en un pequeño zoo, sonriendo ante el espectáculo de los pequeños primates en sus juegos. Sax pasaba horas en ese parque, hablando con padres y niños, y después se iba a las pistas de baile y bailaba solo durante horas. Art y Nadia caminaban tomados de la mano. El meñique ganaba fuerza. Casi tenía el tamaño definitivo, e incluso parecía haberlo alcanzado, a menos que lo pusiera junto al otro. A veces, mientras hacían el amor, Art lo mordisqueaba con suavidad y la sensación la extasiaba.
—Será mejor que no lo comentes con nadie —murmuraba él—, podría ser espantoso… la gente amputándose partes del cuerpo para hacerlas crecer más sensibilizadas.
—Psicópata.
—Ya sabes cómo es la gente. Haría cualquier cosa por una nueva sensación.
—No lo comentes.
—De acuerdo.
Pero tenían que regresar para una reunión del consejo. Sax se marchó, para buscar a Ann o para huir de ella, no estaban seguros. Ellos volvieron a Sheffield y Nadia retomó la rutina de los días divididos en unidades de treinta minutos de banalidades. Aunque sólo algunas cosas sí eran importantes. La solicitud de los chinos para instalar otro ascensor espacial cerca de Schiaparelli exigía una pronta respuesta, y ése era sólo uno de los múltiples problemas de inmigración a los que se enfrentaban. El acuerdo Marte-UN elaborado en Berna establecía explícitamente que Marte tenía que acoger anualmente un número de inmigrantes como mínimo equivalente al diez por ciento de su población, y asimismo Marte se comprometía a tratar de incrementar este número mientras se mantuvieran las condiciones de hipermaltusianismo. Nirgal había convertido esto en una especie de promesa, había hablado con entusiasmo (de manera muy poco realista, en opinión de Nadia) sobre Marte yendo al rescate, salvando a la Tierra de la superpoblación con el regalo de la tierra vacía. ¿Pero cuánta gente podía mantener Marte en realidad, si ni siquiera eran capaces de manufacturar mantillo? ¿Cuál era su capacidad de sostén?
Nadie lo sabía y no había manera de calcularlo científicamente. Las estimaciones de la capacidad de sostén de la Tierra habían oscilado entre los cien millones y los doscientos billones, e incluso algunas de las mejor fundamentadas iban de los dos a los treinta mil millones. Lo cierto era que la capacidad de sostén era un concepto muy abstracto e impreciso, que dependía de una multitud recombinante de complejidades tales como la bioquímica del suelo, la ecología o la cultura humana. Por tanto, era casi imposible decir cuántas personas podía albergar Marte. La población terrestre superaba los quince mil millones, mientras que Marte, con casi la misma superficie emergida, tenía una población mil veces inferior, es decir, en torno a los quince millones. La disparidad era evidente. Había que hacer algo.
La transferencia masiva de población terrana a Marte ciertamente era una posibilidad, pero la velocidad dependía del sistema de transporte y la capacidad de absorción marciana. Los chinos y, cómo no, la UN, sostenían que el primer paso para la intensificación de la transferencia consistía en una mejora sustancial del sistema de transporte, mediante, por ejemplo, la construcción de un segundo ascensor espacial en Marte.
La reacción en Marte a ese plan era en general negativa. Los rojos no querían que continuara la inmigración, y aunque admitían que tendrían que acoger a algunos terranos, se oponían a cualquier desarrollo específico del sistema de transferencia, tratando de mantener el proceso en el nivel más bajo posible. Esa postura se correspondía con su filosofía general y a Nadia le parecía sensata. La posición de Marte Libre, aunque de más peso, no estaba tan definida. En la Tierra Nirgal había formulado una invitación a que enviaran tanta gente como pudieran a Marte, e históricamente Marte Libre siempre había defendido el vínculo con la Tierra, la denominada estrategia del perro que mueve la cola. La cúpula actual del partido, sin embargo, parecía poco dispuesta a mantener esa actitud. Y Jackie ocupaba el centro de esa cúpula. Ya durante el congreso constitucional el partido se había desplazado hacia una posición más aislacionista, recordó Nadia, siempre abogando por una mayor independencia con respecto a la Tierra. Por otra parte, al parecer habían llegado a acuerdos privados con ciertos países terranos. De manera que la posición de Marte Libre era ambigua, acaso hipócrita; y parecía una estrategia para acrecentar su poder en Marte.
Pero incluso fuera de Marte Libre predominaba la postura aislacionista, y no sólo entre los rojos: anarquistas, algunos bogdanovistas, las matriarcas de Dorsa Brevia, los marteprimeros… todos tendían a alinearse con los rojos en esa cuestión. Si los terranos empezaban a venir en tropel, decían, ¿qué sería de Marte, y no sólo del paisaje marciano, sino también de la cultura que habían creado? ¿No acabaría sofocada por los viejos hábitos traídos por los nuevos inmigrantes, que rápidamente sobrepasarían en número a la población nativa? La tasa de natalidad disminuía en todas partes, y las familias sin hijos o con sólo uno eran tan comunes en Marte como en la Tierra, de manera que no era de esperar un gran crecimiento de la población nativa. Muy pronto se verían desbordados.