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Eso decía Jackie, al menos en público, y los dorsa brevianos y muchos otros coincidían con ella. Nirgal, que acababa de regresar de la Tierra, parecía no influir demasiado. Y aunque Nadia comprendía el razonamiento de sus oponentes, sabía también que eran poco realistas al creer que podrían cerrar la puerta. Sin duda Marte no podía salvar a la Tierra, como había parecido desprenderse de algunas declaraciones de Nirgal durante su visita, pero se había firmado y ratificado un acuerdo con la UN por el que Marte se comprometía a un mínimo especificado de acogida. Por tanto, había que ampliar el puente entre los dos mundos si querían cumplir con ese compromiso. Si no respetaban el tratado, podía ocurrir cualquier cosa.

De manera que durante el debate sobre un segundo ascensor, Nadia lo defendió. Incrementaría la capacidad de transporte, como habían prometido, y además aliviaría la presión sobre las ciudades de Tharsis y sobre toda la zona; los mapas de densidad de población revelaban que Pavonis era como un imán demográfico: la gente se instalaba tan cerca de él como podía. Un cable en el otro lado del mundo ayudaría a equilibrar las cosas.

Pero eso era de dudoso valor para quienes se oponían al cable. Querían a la población localizada, detenida. El tratado les importaba un comino, de manera que cuando el asunto se sometió al voto del consejo, que en cualquier caso sólo tenía un valor de consulta para el cuerpo legislativo, únicamente Zeyk estuvo del lado de Nadia. Fue la victoria más importante de Jackie hasta aquel momento, y la alió temporalmente con Irishka y los tribunales medioambientales, que por principio se oponían a cualquier forma de desarrollo rápido.

Aquel día Nadia regresó al apartamento desalentada e inquieta.

—Prometemos a la Tierra que acogeremos montones de inmigrantes y luego retiramos el puente levadizo. Esto nos traerá problemas.

Art asintió.

—Tendremos que idear algún plan de trabajo. Nadia bufó disgustada.

—Trabajo… Ya no trabajamos. Peleamos, regateamos, discutimos y charlamos, pero no trabajamos. —Soltó un gran suspiro.— Esto traerá cola. Pensaba que el regreso de Nirgal nos beneficiaría, pero no servirá de nada sí se queda al margen.

—No tiene una posición clara —dijo Art.

—La tendría si quisiera.

—Cierto.

Nadia le dio vueltas a la cuestión, cada vez más desanimada.

—Sólo he cumplido diez meses de mi mandato. Aún me quedan dos años marcianos y medio por delante.

—Lo sé.

—Los años marcianos son tan condenadamente largos…

—Sí, pero los meses son más cortos.

Nadia le hizo una mueca y se asomó a la ventana y contempló la caldera de Pavonis.

—El problema es que el trabajo ya no es trabajo. Salimos y participamos en esos proyectos, y con todo, el trabajo sigue sin ser trabajo. Quiero decir que nunca salimos y hacemos cosas con las manos. Cuando era joven, en Siberia, eso sí que era trabajar de verdad.

—Me parece que estás idealizándolo un poco.

—Pues claro, pero también en Marte fue así. Yo monté la Colina Subterránea, y fue muy divertido. Y un día, durante el viaje al polo norte, instalé una galería de permafrost… —Suspiró.— Lo que daría por esa clase de trabajo…

—Aún sigue habiendo muchas obras en marcha —observó Art.

—Realizadas por los robots.

—Tal vez podrías emprender algo más humano. Construir algo, una casa en el campo, o una urbanización. O una de esas nuevas ciudades costeras, sin robots, para probar diseños, métodos, nuevas técnicas. Un proceso de construcción más lento, y el TMG lo aprobaría.

—Tal vez, pero cuando concluya mí mandato, ¿no?

—No necesariamente. Podrías hacerlo durante los descansos, como esos otros viajes. Todos han sido sucedáneos, no verdadera construcción. Construye cosas reales. Pruébalo, y si te gusta, compagina las dos cosas.

—Conflicto de intereses.

—No si son proyectos públicos. ¿Qué me dices de la propuesta de construir una capital al nivel del mar?

—Humm —murmuró Nadia. Sacó un mapa y lo examinaron. En la línea de longitud cero la costa meridional del mar boreal formaba una pequeña península cuyo centro lo ocupaba un cráter bahía. Estaba a medio camino entre Tharsis y Elysium—. Habrá que echarle un vistazo.

—Sí. Anda, ven a la cama. Hablaremos de ello más tarde. En este momento tengo otra cosa en mente.

Unos meses después regresaban a Sheffield en avión desde Punto Bradbury y Nadia recordó aquella conversación con Art. Le pidió al piloto que aterrizara en una pequeña estación al norte del cráter Sklodovska, en la pendiente del cráter Zm, llamado Zoom. Mientras descendían divisaron, al este, una gran bahía, en ese momento cubierta de hielo. Más allá de la bahía se extendían las ásperas tierras montañosas de Mamers Vallis y las Deuteronilus Mensae. La bahía penetraba en el Gran Acantilado, cuya pendiente en ese punto era bastante suave. Longitud 0, latitud 46 norte. Bastante al norte, pero los vientos septentrionales eran benignos comparados con el sur. Alcanzaban a ver una extensa porción del mar helado, que formaba una larga línea de costa. La península circular que rodeaba Zoom era elevada y poco accidentada. La pequeña estación enclavada en la orilla albergaba unas quinientas personas, que trabajaban en la construcción, manejaban excavadoras, grúas y dragas. Nadia y Art se apearon, despidieron el avión, se inscribieron en una casa de huéspedes y pasaron allí una semana, hablando sobre el nuevo asentamiento con los lugareños, a quienes la propuesta de construir una nueva capital en la bahía les gustaba y desagradaba por igual. Habían pensado que la capital podía llamarse Greenwich, por su longitud 0, pero habían oído decir que los ingleses no lo pronunciaban como Green Witch1, y no sabían cómo se sentirían oyendo que la llamaban «Grenich». Podríamos bautizarla Londres, dijeron, ya se nos ocurrirá algo. Según les contaron, hacía mucho que llamaban al lugar Bahía Chalmers.

—¿De veras? —exclamó Nadia, y rió—. Qué apropiado.

Aquel paisaje la atraía mucho: el cono regular de Zoom, la curva que describía la gran bahía, la roca roja sobre el hielo blanco, presumiblemente un mar azul algún día. Mientras duró su visita las nubes volaron sobre el paisaje continuamente, cabalgando en el viento del oeste y barriendo el hielo y la tierra con sus sombras. Eran unas veces blancos cúmulos esponjosos semejantes a galeones, y otras, espigas que se desplegaban en lo alto, delimitando la cúpula oscura del cielo sobre sus cabezas y la curva tierra rocosa a sus pies. Podía ser una ciudad pequeña y hermosa, que rodeaba una bahía, como San Francisco o Sydney, tan hermosa como esas dos ciudades, pero más pequeña, a escala humana, arquitectura bogdanovista, construida a mano. Bueno, no exactamente a mano, aunque sí podían diseñarla a escala humana y trabajarla como si fuera una obra de arte. Durante sus paseos con Art por la orilla de la bahía helada, Nadia compartía con él esas ideas mientras contemplaba el desfile de las nubes.

—Claro que funcionará —dijo Art—. Va a ser una ciudad de todas 1 En inglés, «hechicera verde». (N. de la t.) maneras, eso es lo importante. Es una de las mejores bahías en este sector de costa, está destinada a ser un puerto. De manera que no será una de esas capitales en medio de ninguna parte, como Canberra o Brasilia, o Washington. Tendrá una vida propia como puerto de mar.