Pero Nirgal no estaba seguro de querer participar en ello.
Un día, mientras recorría el muro de la ciudad contemplando el paisaje a través de la tienda, vio a un grupo de personas en una pista de lanzamiento en el borde de un acantilado, al oeste de la ciudad. Había muchos monoplazas, planeadores y ultraligeros que salían disparados de algo semejante a una catapulta y se elevaban en las capas térmicas que se formaban por las mañanas, y aviones aún más escuetos, conectados a la parte baja de pequeños dirigibles, apenas mayores que las personas que trepaban a la catapulta o se sentaban bajo las alas de los planeadores. Estaban fabricados con materiales ultraligeros; algunos eran transparentes y casi invisibles, de manera que una vez en vuelo la gente que los pilotaba parecía flotar en el aire, boca abajo o sentada, y otros tenian brillantes colores y eran visibles a kilómetros de distancia, como pinceladas de verde o azul en el cielo. Las reducidas alas llevaban pequeños reactores que permitían al piloto controlar la dirección o la altitud; en ese aspecto eran como aviones, pero con el añadido del dirigible, que los hacía más seguros y versátiles. Quienes los pilotaban podían aterrizar casi en cualquier sitio y parecía imposible que pudieran precipitarse a tierra.
Los planeadores de catapulta eran muy peligrosos. La gente que volaba con ellos era la más alborotada del grupo de aviadores: buscadores de emociones fuertes que se lanzaban desde el borde del acantilado con una feroz descarga de adrenalina, cuyos gritos hacían crepitar los intercomunicadores; al fin y al cabo, a pesar de los arneses que los sujetaban y la capacidad voladora de los planeadores, saltaban al abismo.
¡No era extraño que sus gritos fueran tan sobrecogedores!
Nirgal tomó el tren suburbano para visitar la pista, oscuramente atraído por sus actividades. Toda esa gente libre en el cielo… Lo reconocieron, por supuesto, estrechó manos y aceptó numerosas invitaciones a volar, pero a los pilotos de los planeadores de catapulta les contestó riendo que primero probaría con los pequeños dirigibles. Había uno de dos plazas amarrado allí, un poco más grande que el resto, y una tal Mónica lo invitó a volar, llenó de combustible los depósitos del aparato y acomodó a Nirgal a su lado. Subieron por el mástil de lanzamiento y se soltaron con una sacudida a los vientos descendentes de la tarde sobre la ciudad, que parecía una pequeña tienda henchida de verde en el extremo noroeste del entramado de cañones que marcaban la pendiente de Tharsis.
¡Volaban sobre Noctis Labyrinthus! El viento aullaba sobre el tenso material transparente del dirigible y los hacía botar arriba y abajo al tiempo que rotaban horizontalmente, como a la deriva. Pero Monica se echó a reír y empezó a manipular los mandos que tenía delante, y muy pronto se encontraron volando hacia el sur a través del laberinto, sobre cañones cuyas intersecciones formaban equis irregulares. Sobrevolaron el Caos de Compton y la tierra desgarrada de las Puertas Ilirias, donde descendía sobre la cabecera del glaciar de Marineris.
—Los reactores de este aparato tienen más potencia de la necesaria —le informó Monica por los auriculares—. Puedes alcanzar unos doscientos cincuenta kilómetros por hora, aunque no creo que te gustara probarlo. Los reactores también contrarrestan el impulso del dirigible y permiten el descenso. Anda, prueba tú. Éste es el acelerador del reactor izquierdo y éste el del derecho, y aquí están los estabilizadores. Con los reactores te las apañarás fácilmente, pero los estabilizadores requieren algo de práctica.
Nirgal tenía delante su propio panel de mandos. Pulsó los aceleradores. El dirigible viró a la derecha y después a la izquierda.
—¡Uau! —exclamó.
—El vuelo está supervisado por un ordenador, de manera que si pulsas una maniobra desastrosa, él se niega a ejecutarla.
—¿Cuántas horas de vuelo se necesitan para aprender a pilotarlo?
—Ya lo estás haciendo, ¿no? —dijo ella y rió—. No, en serio, se necesitan unas cien horas, y depende de lo que entiendas por aprender. Hay una etapa que llamamos meseta de la muerte, entre las cien y las mil horas, cuando los pilotos se relajan, sin ser aún buenos de verdad, y se meten en problemas. Pero por lo general sólo ocurre con los planeadores de catapulta. Con éstos, en cambio, las horas de simulador son como las de vuelo real, así que puedes incluirlas y cuando estés aquí arriba te conectarán aunque oficialmente no hayas cumplido el tiempo de vuelo mínimo.
—¡Interesante!
Y lo era. El gigantesco laberinto de cañones debajo de ellos, las súbitas subidas y bajadas cuando el viento los embestía, el estridente aullido del viento sobre la góndola.
—¡Es como convertirse en un pájaro!
—Exactamente.
Y una parte de él supo que aquello le iría bien. El corazón se contenta con una cosa u otra.
A partir de aquel día pasó muchas horas en los simuladores de vuelo de la ciudad y varias veces a la semana se reunía con Mónica o alguno de sus amigos y tomaba otra lección de vuelo en el acantilado. No era un asunto complicado y pronto pensó que podía intentar un vuelo sin compañía. Le aconsejaron que fuera paciente y él siguió entrenándose. En los simuladores era como estar en el aire; si los probabas haciendo algo insensato, el asiento se inclinaba y botaba de manera muy convincente. Más de una vez le contaron la historia de alguien que había metido el ultraligero en una espiral tan lamentable que el asiento se había soltado de sus monturas y se había estrellado contra la pared de cristal que había delante; el piloto había acabado con un brazo roto y varios espectadores habían resultado heridos.
Nirgal evitaba esos y otros errores. Asistía a las reuniones de Marte Primero en el ayuntamiento casi todas las mañanas y volaba todas las tardes. Con el paso de los días descubrió que temía las sesiones matinales; sólo deseaba volar. Por mucho que dijeran, él no había fundado Marte Libre. Fuera lo que fuese lo que había estado haciendo durante esos años, desde luego no era política, no como aquélla al menos. Tal vez había existido un pequeño componente político, pero en general se había limitado a vivir su vida y a intercambiar impresiones con la gente del demimonde y de las ciudades abiertas a propósito de cómo podían conservar ciertas libertades y placeres. De acuerdo, había sido política, todo lo era; pero en realidad no le interesaba lo mas mínimo la política. O tal vez fuera el gobierno.
Particularmente poco atractivo si lo dominaban Jackie y sus cohortes. Ésa era otra clase de política. Desde el primer momento había advertido que en el círculo íntimo de Jackie su regreso no había sido bien acogido. Había estado ausente casi un año marciano, y durante ese tiempo gente nueva había saltado a la palestra, catapultados por la revolución. Para ellos Nirgal representaba una amenaza para el liderazgo de Jackie y para la influencia de ellos sobre Jackie. Se oponían a él con firmeza aunque de manera sutil. Durante un tiempo había sido el líder de los nativos, la figura carismática de la tribu indígena (hijo de Hiroko y Coyote, progenitores con una potente carga mítica), sobre el que era difícil prevalecer. Pero ese tiempo había pasado. Ahora era Jackie quien llevaba la batuta, y podía enfrentar a Nirgal con su propio linaje mítico; además de sus orígenes comunes en Zigoto, descendía de John Boone y también la respaldaba (parcialmente) el culto minoico de Dorsa Brevia. Por no mencionar el poder directo que tenía sobre él en su intensa dinámica particular. Pero los consejeros de Jackie no se percataban de todo esto. Para ellos él era una fuerza amenazante, en absoluto debilitada por su enfermedad terrana, una amenaza continua para su reina nativa.