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Pero los japoneses eran extranjeros. Y viviendo con los árabes comprendió hasta qué punto también ellos eran extranjeros. Oh, eran parte de la humanidad del siglo XXI, por supuesto; eran científicos y técnicos sofisticados, encerrados como todos en un capullo tecnológico, ocupados en hacer y ver las películas de sus propias vidas. Y, sin embargo, rezaban todos los días entre tres y seis veces, inclinados hacia la Tierra cuando subía o bajaba en el cielo como lucero del alba o de la tarde. Y se sentían realmente contentos viviendo en las tecnocaravanas porque para ellos eran un símbolo claro del acercamiento del mundo moderno a sus propias viejas creencias. «El trabajo del hombre es actualizar la voluntad de Dios en la historia», decía Zeyk. «Podemos cambiar el mundo para ayudar a actualizar el modelo divino. Ése es nuestro sendero: el islam dice que el desierto no será siempre desierto, que la montaña no será siempre montaña. Hay que transformar el mundo a imagen y semejanza del modelo divino, y eso es lo que constituye la historia en el islam. Al-Qahira es para nosotros un desafío, como el viejo mundo, pero de una forma más pura.»

Le explicaba esas cosas a Frank sentados en el diminuto vestíbulo del rover. Esos rovers familiares se habían convertido en reservas privadas, en espacios a los que Frank rara vez era invitado, y entonces sólo por Zeyk. Cada vez que lo visitaba, volvía a sorprenderse: desde el exterior el rover parecía anodino, grande, las ventanas oscurecidas, estacionado junto a unos tubos peatonales. Pero cuando uno cruzaba agachado una puerta, entraba en un espacio lleno de luz de sol, que se derramaba a través de claraboyas, iluminaba sillones y elaboradas alfombras, cuencos de frutas, una ventana del paisaje marciano enmarcado como una foto, canapés bajos, tazas de plata, consolas de ordenador empotradas en madera de teca y caoba, agua que corría en estanques y fuentes. Un mundo fresco y húmedo, verde y blanco, íntimo y pequeño. Al mirar alrededor, Frank tenía la poderosa impresión de que esas habitaciones habían existido durante siglos, de que serían reconocidas al instante como lo que eran por la gente que había vivido en el Distrito Vacío en el siglo X o en Asia en el XII.

A menudo las invitaciones de Zeyk llegaban por la tarde cuando un grupo de hombres se reunía en el rover a tomar café y a charlar. Frank se acuclillaba cerca de Zeyk y sorbía el café negro y escuchaba a los que hablaban en árabe. Era un idioma hermoso, musical y profundamente metafórico, de manera que toda la terminología técnica moderna resonaba con imágenes del desierto; las raíces de las palabras nuevas, aun los términos abstractos, tenían orígenes físicos concretos. El árabe, como el griego, había sido una lengua científica desde la antigüedad, y esto se transparentaba en las muchas e inesperadas afinidades con el inglés y la naturaleza orgánica y compacta del propio vocabulario.

Las conversaciones se atropellaban aquí y allá, pero eran guiadas por Zeyk y los otros mayores, a quienes los jóvenes trataban con una deferencia que asombraba a Frank. Muchas veces la charla se convertía en una conferencia sobre las costumbres beduinas, lo que permitía a Frank asentir y preguntar y comentar o criticar.

—Cuando en la sociedad hay una fuerte veta conservadora —decía Zeyk—, que se opone a la progresista, aumenta el riesgo de una guerra civil. Como en el conflicto en Colombia que llamaron La Violencia, por ejemplo. Una guerra civil que significó el completo colapso del Estado, un caos que nadie pudo entender y mucho menos controlar.

—O como en Beirut —dijo Frank con un tono inocente.

—No, no. —Zeyk sonrió.— Lo de Beirut fue mucho más complejo. No fue sólo una guerra civiclass="underline" hubo también conflictos exteriores que lo complicaron todo. No se trató de un grupo de conservadores sociales o religiosos que se oponían a la cultura mayoritaria, como en Colombia o en la guerra civil española.

—Has hablado como un verdadero progresista.

—Todos los Qahiran Mahjaris somos progresistas por definición, o no estaríamos aquí. El islam ha evitado las guerras civiles manteniéndose como un todo unido. Tenemos una cultura coherente, de modo que los árabes de aquí son aún gente piadosa. Eso lo entienden hasta los elementos más conservadores allá en la Tierra. Jamás tendremos una guerra civil, porque nos une la fe. —John no dijo nada, pero era obvio que pensaba en la herejía de las «guerras civiles» islámicas. Zeyk miro su expresión, pero la ignoro y continuo:— Todos avanzamos juntos por la historia, en una caravana abierta. Podrías decir que estamos en Al— Qahira en un rover de exploración. Y tú ya sabes lo agradable que puede ser.

—¿Pero… —Frank titubeó; su desconocimiento del árabe sólo le permitía un pequeño margen antes de que los otros se ofendieran.— …hay de verdad una idea de progreso social en el islam?

—¡Oh por supuesto! —respondieron varios, asintiendo.

—¿No lo crees así? —inquirió Zeyk.

—Bueno —Frank no acabó la frase. Aún no había ni una sola democracia árabe. Era una cultura jerárquica que daba un gran valor al honor y la libertad, y para los muchos que estaban abajo, el honor y la libertad sólo se alcanzaban por medio de la sumisión. Lo cual reforzaba el sistema y lo mantenía estático. Pero ¿qué podía decir?

—La destrucción de Beirut fue un desastre para la cultura árabe progresista —dijo otro hombre—. Era la ciudad a la que iban los intelectuales, los artistas y los radicales perseguidos por sus propios gobiernos. Todos los gobiernos nacionales odiaban el ideal panárabe, pero hablamos la misma lengua en muchos países, y el idioma es un poderoso unificador de culturas. Somos una unidad, a pesar de las fronteras políticas. Beirut sostuvo siempre esa posición, y cuando los israelitas la destruyeron, todo se hizo más difícil. La destrucción tenía el propósito de dividirnos, y lo consiguió. De modo que hemos empezado de nuevo.

Y eso era según ellos el progreso social.

El depósito de cobre estratiforme que habían estado recogiendo se agotó al fin, y llegó el momento de otro ráhla, el traslado del hejra al emplazamiento siguiente. Viajaron durante dos días, y llegaron a otro depósito estratiforme que Frank había encontrado. Frank salió entonces en otro viaje de prospección.

Durante días permaneció en el asiento del conductor, viendo pasar el paisaje. Estaban en una región de thulleya o pequeñas llanuras, crestas paralelas que corrían cuesta abajo. No volvió a encender el visor; había mucho en qué pensar. «Los árabes no creen en el pecado original» escribió en el ordenador. «Creen que el hombre es inocente y que la muerte es natural. Que no necesitamos un salvador. No hay cielo ni infierno, sólo la recompensa o el castigo, que se disfrutan o padecen en esta misma vida y la manera en que la vivimos. En ese sentido, se trata de una corrección humanista al judaísmo y al cristianismo. Aunque en otro sentido siempre se han negado a sentirse responsables. Siempre es la voluntad de Alá. No entiendo esa contradicción, pero ahora están aquí. Y los Mahjaris siempre han sido una parte íntima de la cultura árabe, a menudo su vanguardia; la poesía árabe fue recuperada en el siglo XX por poetas que vivían en Nueva York o en Latinoamérica. Quizá aquí ocurra lo mismo. Sorprende descubrir hasta qué punto esa visión de la historia se parece a lo que creía Boone; creo que ninguno de los dos se había dado cuenta. Muy poca gente se molesta en averiguar qué piensan de verdad los otros. Siempre dispuesta a aceptar lo que les cuenten sobre alguien que esté lo suficientemente lejos.»

Se topó con un yacimiento de cobre pórfido, muy denso, y además con altas concentraciones de plata. Un buen filón. El cobre y la plata escaseaban en la Tierra, pero la plata se utilizaba en grandes cantidades en numerosas industrias, y las vetas se estaban agotando. Y allí había más, justo en la superficie, en buenas concentraciones; por supuesto, no tanto como en la Montaña de Plata, en el macizo Elysium, pero a los árabes no les importaría. Lo cosecharían, y volverían a partir.