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—Pero ¿entonces dónde están? —preguntó Frank—. Quiero decir, ¿dónde están las mujeres de la caravana durante el día? ¿Qué hacen?

—Trabajamos. Mira y nos verás.

—¿Haciendo todo tipo de trabajo?

—Oh, sí. Quizá no donde puedas vernos todos los días. Aun hay hábitos, costumbres. Somos solitarios, independientes, nosotros tenemos nuestro propio mundo… tal vez no sea bueno, pero tendemos a agruparnos, los hombres y las mujeres. Tenemos nuestras tradiciones, ¿sabes?, y éstas perduran. Hay muchas cosas que están cambiando aquí, y cambiando rápidamente. De modo que ésta es una nueva etapa en el modo de vivir islámico. Somos… —Buscó la palabra.

—La utopía —sugirió Zeyk—. La utopía musulmana. Ella sacudió la mano con aire de duda.

—Historia —dijo—. Del hadj a la utopía. Zeyk rió complacido.

—Pero el hadj es la meta —indico—. Eso es lo que siempre nos han enseñado los mullah. De modo que ya hemos llegado, ¿no es cierto?

Zeyk y Nazik se sonrieron, una comunicación privada con un intercambio de información de alta densidad, una sonrisa que compartieron con Frank durante un momento. Y la conversación cambió de rumbo.

En términos prácticos, Al-Qahira era el sueño panárabe hecho realidad, ya que todas las naciones árabes habían aportado dinero y gente a los Mahjaris. La mezcla de nacionalidades árabes en Marte era completa, pero en las caravanas individuales seguían separadas. No obstante, se mezclaban entre ellos; y no parecía importar que vinieran de las naciones ricas o pobres en petróleo. Allí, entre los extranjeros, todos eran primos. Sirios e iraquíes, de los emiratos del Golfo y palestinos, libios y beduinos, egipcios y sauditas. Allí en Marte todos eran primos.

Frank empezó a sentirse mejor. Volvía a dormir bien, renovado diariamente por esa pequeña falla en el ritmo circadiano, esa desconexión en el reloj del cuerpo. En verdad toda la vida en la caravana tenía una duración muy extraña, como si las horas se hubieran dilatado. Tenía tiempo de sobra, no había por qué darse prisa.

Y las estaciones transcurrieron. El sol se ponía casi en el mismo sitio cada noche, desplazándose cada vez más lentamente. Ya vivian por completo de acuerdo con el calendario marciano, y pronto celebrarían el año nuevo. Ls=0, el comienzo de la primavera septentrional del año 17. Estación tras estación, todas de seis meses, y en las que no cabía la vieja sensación de mortalidad, como si fueran a vivir eternamente, en una interminable ronda de trabajos y días, en el continuo ciclo de la oración de la tan lejana Meca, en el incesante peregrinar por el mundo. En el eterno frío. Una mañana despertaron y descubrieron que esa noche había nevado, que todo el paisaje era de un blanco puro y que los cristales eran de agua. La caravana entera enloqueció ése día, todos afuera, hombres y mujeres, enfundados en trajes, atolondrados, pateando nieve, haciendo bolas que se deshacían entre los dedos, levantando muñecos de nieve que se derrumbaban. La nieve estaba demasiado fría.

Zeyk se reía mucho de esos esfuerzos.

—Qué albedo —dijo—. Resulta sorprendente cuánto de lo que hace Sax se vuelve contra él. La reacción, naturalmente, tiende hacia la homeostasis, ¿no crees? Me pregunto si Sax no tendría que haber enfriado las cosas mucho más para que toda la atmósfera se congelara en la superficie. ¿Qué espesor tendría… un centímetro? Luego pondríamos nuestros recolectores en fila de polo a polo, y los haríamos marchar por el mundo como lineas de latitud, procesando el dióxido de carbono y conviniéndolo en aire bueno y en fertilizante. Ja, ¿te lo imaginas?

Frank sacudió la cabeza.

—Probablemente Sax lo pensó y lo rechazó por alguna razón que desconocemos.

—Sin duda.

La nieve se sublimó al fin, la tierra roja regresó, y ellos se pusieron otra vez en viaje. De vez en cuando pasaban junto a reactores nucleares que se erguían como castillos en la cima de un acantilado: no eran sólo Rickovers; había también gigantescos reproductores Westinghouse, con penachos de escarcha como masas de cúmulos. En Mangalavid examinaron varios programas sobre un prototipo de reactor de fusión en Chasma Borealis.

Cañón tras cañón. Conocían la zona aun mejor que Ann; a ella le interesaba todo Marte, y no sólo una región como a ellos. La examinaban como sí siguiesen el curso de una historia, a través de la roca roja hasta una mancha de sulfuros negros, o hasta el delicado cinabrio de los depósitos de mercurio. No eran tanto estudiantes del suelo como amantes; querían algo de él. Ann, por su parte, sólo pedía respuestas. Había tantas clases de deseo…

Pasaron los días y las estaciones. Cuando se encontraban con otras caravanas árabes, la fiesta duraba hasta bien entrada la noche, con música, baile, café, narguiles y charla, en tiendas que cubrían un octágono del parque de rovers. La música nunca era grabada: la tocaban en flautas y guitarras eléctricas, y todos cantaban en cuartos de tono y lamentos tan extraños a los oídos de Frank que durante mucho tiempo no fue capaz de decidir si los cantantes eran buenos o no. Las comidas duraban horas y después hablaban hasta el amanecer, e insistían en ir a contemplar el resplandor de alto horno de la salida del sol.

Cuando se encontraban con otras naciones eran por supuesto más reservados. Una vez pasaron por delante de una nueva estación minera de la Amex, encaramada sobre una de las grandes y raras vetas de roca málica rica en platinoides, en Tantalus Fossae, cerca de Alba Patera. La mina misma estaba abajo, en el fondo estrecho del cañón, pero funcionaba asistida por robots y el personal vivía arriba, en una gran tienda, al borde del acantilado. Los árabes acamparon en un círculo próximo, hicieron una breve y reservada visita al interior de la mina, y se retiraron a sus rovers-insectos a pasar la noche. Los norteamericanos no consiguieron averiguar nada sobre ellos.

Pero aquella noche Frank regresó a la tienda de la Amex. La gente del equipo venía de Florida, y sus voces eran como redes que él recogía repletas de recuerdos; pasó por alto todas estas pequeñas explosiones mentales e hizo una pregunta tras otra, concentrándose en las caras negras, latinas y de hombres blancos del sur que le contestaban. Vio que el grupo imitaba una forma de comunidad anterior, tal como hacían los árabes: la de los viejos equipos de perforación petrolífera, que soportaban duras condiciones y largas jornadas de trabajo a cambio de suculentos salarios, que ahorraban para la vuelta a la civilización. Valía la pena, aunque Marte fuera decepcionante, y lo era.

—Quiero decir, incluso en el hielo podías salir al exterior, pero aquí…

joder.

No les importaba quién era Frank, y mientras permaneció sentado entre ellos escuchando, se contaron historias que lo asombraron a pesar de que le parecieron muy familiares.

—Éramos veintidós, estábamos de prospección y teníamos un pequeño habitat móvil sin cuartos, y una noche organizamos una juerga y nos quitamos toda la ropa, y las mujeres formaron un círculo en el suelo con sus cabezas en el centro, y los hombres marchamos alrededor, y había siempre doce hombres, de modo que dos de ellos estaban fuera, lo que aceleraba la rotación; completamos todo el círculo en el lapso marciano. Funcionó bastante bien. En cuanto unas pocas parejas entraron en calor la cosa fue como un remolino que nos absorbió a todos. Tremendo.

Y luego, tras las carcajadas y los gritos de incredulidad:

—Estábamos matando y congelando unos cerdos en Acidalia, y el sistema humanitario de matarlos es como dispararles una flecha gigante a la cabeza, así que dijimos por qué no los matábamos y los congelábamos al mismo tiempo, a ver qué pasaba. Así que pusimos unos cuantos obstáculos y apostamos a ver cuál llegaba más lejos, y abrimos la puerta de la antecámara y los cerdos salieron disparados, y bam, todos se desplomaron en los primeros cincuenta metros, excepto una cerdita que casi corrió doscientos metros, y se congelo. Con ese cerdo gané mil dólares.