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Pero ahora ya no corríamos ese peligro.

En el quinto dia se aproximaron a Clarke y redujeron la velocidad. Había sido un asteroide de unos dos kilómetros de ancho, un pedazo de piedra carbónica al que habían dado forma cúbica. La superficie que miraba a Marte había sido nivelada y cubierta de hormigón, acero o vidrio. El cable penetraba justo en el centro de esa estructura; había agujeros a ambos lados que permitían el paso de las cabinas.

Se deslizaron por uno de esos agujeros hasta un espacio que parecía la estación de un tren subterráneo vertical, y se internaron en los túneles de Clarke. Uno de los ayudantes de Phyllis vino a recibirlo y lo condujo en un pequeño coche por un laberinto de túneles rocosos. Llegaron a las oficinas de Phyllis, que estaban en el lado que daba al planeta, con paredes cubiertas de espejos y bambú verde. Aunque la gravedad era mínima, la gente se mantenía erguida y todos calzaban zapatos de velero. Una práctica bastante conservadora, pero previsible en un lugar tan mentalmente orientado hacia la Tierra. Frank imitó a los demás y se cambio los zapatos por unas zapatillas de velero.

Phyllis estaba hablando con un par hombres.

—No es solo un dispositivo barato y limpio para librarnos del pozo gravitatorio, sino también un sistema de propulsión para viajar por todo el sistema solar. Es una elegante obra de ingeniería, ¿no lo creen así?

—¡Sí! —replicaron.

Aparentaban unos cincuenta años. Después de las presentaciones de rigor —los hombres eran de la Amex—, Phyllis y Frank se quedaron solos en la habitación.

—Esta brillante obra de ingeniería está inundando Marte de emigrantes —dijo Frank—. Párala o te estallará en la cara y te quedarás sin trabajo.

—Oh, Frank —dijo ella, riéndose.

Ciertamente había envejecido bien: pelo plateado, rostro terso, algunas atractivas arrugas, y figura elegante. Llevaba un mono rojizo y montones de joyas de oro que le daban un brillo metálico. Miró a Frank a través de unas gafas con montura de oro, una afectación que la distanciaba, como si mirase unas imágenes planas de vídeo en la cara interna de los cristales.

—No puedes traer a tantos en tan poco tiempo —insistió él—. No tenemos la infraestructura necesaria, ni física ni culturalmente. Lo que está proliferando es el peor tipo de asentamientos ilegales; son como campos de refugiados o de trabajos forzosos. Y eso mismo dirán los informes. Ya sabes que allá en la Tierra siempre buscan analogías terranas. Eso te perjudicará.

Ella clavó la vista en un punto situado más o menos a un metro delante de él.

—La mayoría de la gente no lo ve de esa manera —proclamó, como si la habitación estuviera llena de oyentes—. Es sólo un paso adelante en el pleno aprovechamiento de Marte por el hombre. Está aquí para nosotros y vamos a usarlo. La Tierra está atestada y la tasa de mortalidad sigue descendiendo. La ciencia y la fe continuarán creando nuevas oportunidades, como siempre. Estos primeros pioneros quizá padezcan algunas privaciones, pero no será por mucho tiempo. Nosotros al principio vivíamos peor.

Perplejo, Frank la miró con ojos furiosos. Pero ella no se amilanó.

—¡No me estás escuchando! —dijo Frank en un tono de menosprecio. Se dominó y observó el planeta a través del techo transparente. Rotaban con él y tenían en todo momento a Tharsis ante ellos, y desde aquella distancia se parecía a una de las viejas fotografías, la bola anaranjada con todas las marcas familiares en el hemisferio más famoso: los grandes volcanes, Noctis, los cañones, el caos, todo inmaculado—. ¿Cuándo fue la última vez que bajaste? —le preguntó.

—En ele ese sesenta. Bajo con regularidad. —Ella sonrió.

—¿Dónde te alojas?

—En los dormitorios de la UNOMA. —donde trabajaba incansablemente para romper el tratado.

Pero ese era el trabajo que la UNOMA le había asignado. Directora del ascensor y a cargo de los intereses mineros. Cuando abandono la UN, podía hacer cualquier cosa. Era la reina del embarcadero del que dependía una buena parte de la economía marciana. Tendría a su disposición todo el capital de las transnacionales.

Y eso se notaba, desde luego, en el modo en que se movían las zapatillas de velero por el brillante cuarto de cristal satinado, en como respondía con una sonrisa a todos sus comentarios mordaces. Bueno, siempre había sido un poco estúpida. Frank apretó los dientes. Al parecer, había llegado la hora de recurrir a los buenos y viejos EUA a modo de almádena, sí todavía tenían algo de peso.

—La mayoría de las transnacionales controlan gigantescos holdings en Estados Unidos —dijo—. Si el gobierno norteamericano congelara esos bienes porque violan el tratado, eso frenaría a muchas transnacs, y quizá arruinaría a algunas.

—No podrías conseguirlo —dijo Phyllis—. Dejaría al gobierno en bancarrota.

—Eso es como amenazar a un muerto con el patíbulo. Un par de ceros más en la cifra acrecentaría el grado de irrealidad hasta extremos inimaginables. Tus ejecutivos de las transnacs llevan bien las cuentas, pero a nadie le interesa ese dinero. Yo podría convencer a Washington en diez minutos, y luego verías cómo te estalla en la cara. Salga como salga, este juego se acabará. —Agitó furiosamente una mano.— Y luego algún otro ocupará estas habitaciones, y… —una intuición súbita-…estarás de vuelta en la Colina Subterránea.

Eso llamó la atención de Phyllis, sin duda. El desenvuelto desprecio se convirtió en un repentino nerviosismo.

—No hay individuo que pueda convencer a Washington de nada. Ahí abajo se mueven en arenas movedizas. Tú dirás tu última palabra, y yo la mía, y veremos quién puede más.

Cruzo la habitación, abrió la puerta, y recibió con un sonoro saludo a un grupo de funcionarios de la UN.

Una pérdida de tiempo. No le sorprendía; a diferencia de los que le habían aconsejado que la viese, él no creía que pudiera mostrarse racional. Como sucedía con muchos fundamentalistas, los negocios eran para ella parte de la religión, los dos dogmas se reforzaban mutuamente, pues pertenecían al mismo sistema. El raciocinio no tenía nada que ver. Y si bien era posible que ella creyera aún en el poder de Norteamérica, era obvio también que no creía en la capacidad de Frank. Bien. Le demostraría que se equivocaba.

En el viaje de vuelta cable abajo, dedicó media hora a arreglar una serie de entrevistas en vídeo, durante quince horas al día. Los mensajes a Washington lo arrastraron rápidamente a complejas conversaciones con la gente de los departamentos de Estado y de Comercio, y con los jefes de gabinete que realmente contaban. Pronto lo recibiría el nuevo presidente. Mientras tanto, hubo mensaje tras mensaje, de ida y de vuelta, saltando de una conversación a otra, contestando al primero que conectara con él. Fue complicado, agotador. El caso allá en la Tierra tenía que construirse como un castillo de naipes; algunos de esos naipes estaban marcados.

Cerca del final, ahora que veía todo lo que quedaba del cable hasta el enchufe de Sheffield, se sintió de pronto muy extraño… como si una ola le recorriera el cuerpo. La sensación se desvaneció, y se dijo que la cabina en deceleración había pasado sin duda por una g. Lo asaltó una imagen: corría por un muelle, sobre planchas de madera húmedas e irregulares salpicadas de escamas plateadas; el aire olía a sal y pescado. Una g. Era curioso cómo el cuerpo recordaba.