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—¿Qué va mal? ¿Qué ha sucedido? Quizá había gritado.

—Socorro —rechinó.

Estaba sentada, la mano aplastada aún sujeta entre la roca y el martillo. Empujó la rueda frontal del tractor con el pie, empujó con todas sus fuerzas y sintió que el martillo le raspaba los huesos sobre la roca. Luego cayó de espaldas, la mano libre. El dolor la cegaba, sintió el estómago revuelto y pensó que se desmayaría. Ayudándose con la mano sana, se puso de rodillas y vio la mano aplastada cubierta de sangre; el guante estaba desgarrado, el dedo meñique en apariencia perdido. Gimió y se encorvó sobre la mano, la apretó contra ella, y después la apoyó con fuerza en el suelo, sin hacer caso del relámpago de dolor. A pesar de lo que sangraba, la mano se congelaría en… ¿cuánto tiempo?

—Congélate, maldita sea, congélate —gritó.

Se sacudió las lágrimas de los ojos y se obligó a mirar. La sangre cubría la herida, humeando. Empujó la mano contra el suelo todo lo que fue capaz de soportar. Ya dolía menos. Pronto se entumecería, ¡tendría que cuidar que no se le congelara toda! Asustada, recogió la mano; en ese momento todos la rodearon, alzándola, y ella se desmayó.

Después de ese incidente quedó mutilada, Nadia Nuevededos, la llamó Arkadi por teléfono. Le envió versos de Yevtushenko, escritos para llorar la muerte de Louis Armstrong: «Haz como hiciste en el pasado, y toca».

—¿Cómo los encontraste? —le preguntó Nadia—. No te imagino leyendo a Yevtushenko.

—¡Por supuesto que lo leo, es mejor que McGonagall! No, estos versos aparecían en un libro sobre Armstrong. He seguido tu consejo y lo he estado escuchando mientras trabajaba, y últimamente he leído algunos libros sobre él por la noche.

—Me gustaría que bajaras aquí —dijo Nadia.

Vlad la había operado. Le dijo que se pondría bien.

—Fue un corte limpio. El dedo anular está un poco dañado, y es probable que se comporte un poco como antes el meñique. Pero, en cualquier caso, los dedos anulares nunca hacen gran cosa. Los dos dedos mayores seguirán tan fuertes como siempre.

Todos fueron a visitarla. No obstante, habló con Arkadi más que con nadie, en las horas nocturnas cuando estaba sola, en las cuatro horas y media entre la salida de Fobos por el oeste y su puesta por el este. Al principio, él llamaba casi todas las noches, y después lo hizo a menudo.

Muy pronto ella estuvo de nuevo en pie, la mano en una escayola sospechosamente ligera. Salía a localizar averías y a dar consejos, con la esperanza de mantener la mente ocupada. Michel Duvat nunca fue a verla, lo que le pareció extraño. ¿No era para eso para lo que estaban los psicólogos? No podía evitar sentirse deprimida; necesitaba las manos para su trabajo, era una trabajadora manual. La escayola le estorbaba y cortó la parte alrededor de la muñeca con unas cizallas. Pero cuando salía tenía que mantener en una caja la mano y la escayola, y no había mucho que pudiera hacer. Era en verdad deprimente.

Llegó la noche del sábado y se sentó en el recién preparado baño de hidromasaje, bebiendo una copa de mal vino y mirando a sus compañeros de alrededor, que chapoteaban y se remojaban en trajes de baño. Ella no era la única que había resultado herida, en absoluto; ahora todos estaban un poco estropeados, después de tantos meses de trabajo físico. Casi todo el mundo tenía marcas de quemaduras por congelación, trozos de piel negra que con el tiempo se caían y dejaban al descubierto una piel nueva y rosada, chillona y fea por el calor de las piscinas. Y varios llevaban escayolas: en las manos, las muñecas, los brazos, incluso en las piernas; todos por roturas o luxaciones. En realidad tenían suerte de que aún no se hubiera matado nadie.

Todos esos cuerpos, y ninguno para ella. Se conocían como si fueran una familia, pensó; todos eran médicos de todos, dormían en los mismos cuartos, se vestían en las mismas antecámaras, se bañaban juntos; un grupo corriente de animales humanos, que llamaba la atención en el mundo inerte que ocupaban, aunque eran más reconfortantes que excitantes, por lo menos la mayor parte del tiempo. Cuerpos de mediana edad. La misma Nadia era tan redonda como una calabaza, una mujer rolliza y baja. Y sola. No tenía ahora otro amigo íntimo que esa voz que le hablaba al oído, una cara en la pantalla. Cuando bajara desde Fobos… bueno, era difícil de decir. Él había tenido un montón de amantes en el Ares, y Janet Blyleven había ido a Fobos para estar con él…

La gente estaba discutiendo de nuevo, allí en el agua poco profunda de la piscina de olas artificiales. Ann, alta y angulosa, se agachaba para espetarle algo a Sax Russell, bajo y fofo. Como de costumbre, él no parecía estar escuchando. Si no se andaba con cuidado, algún día ella le daría una bofetada. Era extraño cómo el grupo volvía a cambiar, cómo cambiaba la sensación que transmitía. Ella nunca podría comprenderlo; la naturaleza real del grupo era una cosa aparte, con una vida propia, de algún modo diferenciada de las personalidades de los individuos. El trabajo de Michel como psiquiatra era por lo tanto casi imposible. No es que uno pudiera deducirlo por Michel mismo; era el psiquiatra más silencioso y discreto que había conocido nunca. Sin duda una ventaja entre esa multitud de ateos de la psiquiatría. Pero ella todavía consideraba extraño que no hubiera ido a verla después del accidente.

Una noche abandonó la sala del comedor y caminó hasta el túnel que uniría las cámaras subterráneas con el complejo de la granja, y allí al final del túnel estaban Maya y Frank, discutiendo en un tono bajo y feroz; no se oía lo que decían, pero los sentimientos de ambos eran claros: la cara de Frank estaba contraída de furia, y la de Maya, que se volvía en ese momento, estaba angustiada, lloraba; se volvió hacia él de nuevo y le gritó: «Nunca fue así», y luego corrió ciegamente hacia Nadia, la boca torcida en una mueca de ira, el rostro de Frank una máscara de dolor.

Maya la vio allí de pie y pasó corriendo a su lado.

Sobresaltada, Nadia dio media vuelta y regresó a las salas de residencia. Subió por las escaleras de magnesio al salón de la cámara dos y encendió el televisor para ver un programa de veinticuatro horas de noticias terranas, algo que rara vez hacía. Después de un rato cortó el sonido y se quedó mirando la disposición de los ladrillos en el techo abovedado. Maya entró y empezó a explicarle cosas: no había nada entre ella y Frank, sólo eran imaginaciones de él, ni siquiera reconocía que desde el principio no había sido nada; ella sólo quería a John, y no era culpa suya que John y Frank ahora se llevaran tan mal; todo era obra del deseo irracional de Frank, pero ella se sentía muy culpable porque en una ocasión los dos habían sido íntimos amigos, como hermanos.

Y Nadia escuchó con una cuidada exhibición de paciencia, diciendo: Da, da, da, y «Comprendo», y cosas por el estilo de vez en cuando, hasta que Maya se encontró de espaldas en el suelo, llorando, y Nadia se quedó sentada en el borde de una silla, mirándola fijamente, preguntándose cuánto de aquello era verdad. Y sobre qué había tratado en realidad la discusión. Y si era una mala amiga por desconfiar hasta ese punto de la historia de su vieja compañera. Pero, de algún modo, sintió que toda la escena no era más que Maya cubriendo su propio rastro, manipulando de nuevo. Sólo era eso: aquellas dos caras angustiadas que había visto al final del túnel habían sido la prueba más clara posible de una pelea entre enamorados. Así que la explicación de Maya no era otra cosa que una mentira. Nadia le dijo algo tranquilizador y se fue a la cama, pensando: ya me has quitado demasiado de mi tiempo, energía y concentración con estos juegos, tus juegos me han costado un dedo, ¡zorra!

Era un año nuevo, que se acercaba al final de la larga primavera septentrional, y aún no habían conseguido un buen suministro de agua, así que Ann propuso ir en expedición hasta el casquete e instalar una destilería robot, al tiempo que establecían una ruta que los rovers pudieran seguir en piloto automático.