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John apagó el televisor, tomó el ascensor y bajó hasta el dormitorio. Se metió en cama y se relajó. Karate como ballet. Los recién llegados seguían siendo ingenieros, trabajadores de la construcción, científicos de todas las disciplinas. Pero no parecían tan dedicados a un solo objetivo como los primeros cien, y probablemente eso era bueno. Gente resuelta y amplia de miras, práctica, empírica, racional; uno podía esperar que el proceso de selección en la Tierra dejara de lado a los fanáticos y enviara gente con sensibilidad de suizo viajero, práctica pero abierta a nuevas posibilidades, capaz de nuevas lealtades y creencias. O eso esperaba. Ya sabía que esto era bastante ingenuo. Sólo había que mirar a los primeros cien para darse cuenta de que los científicos podían ser tan fanáticos como cualquiera, quizá todavía más; tal vez habían tenido una educación de miras estrechas. La desaparición del equipo de Hiroko… Ahí afuera, en alguna parte del yermo rocoso, bastardos afortunados… Se quedó dormido.

Trabajó en el Mirador de Echus unos días más y luego recibió una llamada de Helmut Bronski desde Burroughs, que quería hablarle de los recién llegados. John decidió tomar el tren a Burroughs y ver a Helmut.

La noche anterior había visitado a Sax en el laboratorio. Cuando entraba, Sax dijo con su voz monótona:

—Hemos encontrado un asteroide Amor compuesto en un noventa por ciento de hielo: la órbita lo acercará a Marte dentro de tres años. Justo lo que estaba buscando. —El plan era colocar un conductor de masa robotizado en un asteroide de hielo y empujarlo a una órbita de aerofrenado alrededor de Marte, consumiéndolo de ese modo en la atmósfera. Esto satisfaría los protocolos de la UNOMA, que prohibían el tipo de destrucción en masa de un impacto directo, y sin embargo añadiría a la atmósfera grandes cantidades de agua, hidrógeno y oxígeno, exactamente los gases que más necesitaban.— Eso podría elevar la presión atmosférica en unos cincuenta milibares.

—¡Bromeas! —La media anterior a la llegada había sido, decían, de entre siete y diez milibares (la media de la Tierra al nivel del mar es de 1.013), y hasta ahora sólo habían elevado la media a unos cincuenta milibares.— ¿Una bola de hielo va a duplicar la presión atmosférica?

—Eso es lo que indican las simulaciones. Por supuesto, con un nivel inicial tan bajo, duplicarla no es tan impresionante.

—Sin embargo, parece estupendo, Sax. Y será muy difícil sabotearlo. Pero Sax no quería que le recordaran eso. Frunció levemente el ceño y se escurrió fuera.

John se rió de los miedos de Sax y fue hacia la salida. De pronto se detuvo pensativo y miró pasillo arriba y abajo. Vacío. Y no había monitores de vídeo en las oficinas de Sax. Volvió a entrar, riéndose de sus propios pasos furtivos, y observó el caos de papel que había sobre el escritorio de Sax. ¿Por dónde empezar? Podía suponerse que la IA fuera la depositaria de cualquier cosa interesante, pero era probable que sólo respondiese a la voz de Sax y seguro que registraría cualquier otra petición. Abrió sigilosamente un cajón del escritorio. Vacío. Todos los cajones estaban vacíos; casi se rió en voz alta, pero se contuvo. Había una pila de correspondencia en un banco de laboratorio y la examinó. La mayoría eran notas de los biólogos de Acheron. Debajo de la pila había una única hoja sin firma, sin remitente o código de origen. La impresora de Sax la había escupido sin ninguna identificación que John pudiera ver. El mensaje era breve:

1. Utilizamos genes suicidas para controlar la proliferación.

2. Hay tantas fuentes de calor ahora en la superficie que no creemos que nadie pueda distinguir nuestros escapes de gas del resto.

3. Sencillamente acordamos que queríamos librarnos de los demás y trabajar por nuestra cuenta, sin interferencias. Estoy segura de que ahora lo comprendes.

Después de un minuto con la vista clavada en la hoja, John alzó bruscamente la cabeza y miró alrededor. Todavía estaba solo. Observó de nuevo la nota, la dejó donde la había encontrado y en silencio salió de las oficinas de Sax, de vuelta a las habitaciones de los huéspedes.

—Sax —dijo con admiración—, ¡tramposo congreso de ratas!

El tren a Burroughs, treinta vagones estrechos de carga y dos de pasajeros en la parte delantera, circulaba sobre una pista magnética superconductora tan veloz y suavemente que era difícil creer en la realidad del paisaje; después de los interminables y laboriosos viajes de John en rover por la superficie, era casi aterrador. No podían hacer otra cosa que inundar los centros de placer del viejo cerebro con omegendorfos y relajarse y disfrutarlo, contemplando en el exterior lo que parecía ser una especie de vuelo supersónico sobre las evoluciones del terreno.

La pista corría casi paralela a los diez grados de latitud norte; el plan era que, con el tiempo, circundara el planeta, pero hasta ahora sólo habían terminado el cuadrante entre Echus y Burroughs. Burroughs se había convertido en la ciudad más grande del hemisferio; el asentamiento original lo había construido un consorcio radicado en Norteamérica que utilizó un diseño de la Comunidad Europea ideado en Francia, y estaba enclavado en el extremo superior de Isidis Planitia, que de hecho era una enorme depresión donde las llanuras del norte abrían una muesca profunda en las tierras altas del sur. Las paredes y la cabeza de la depresión contrarrestaban la curvatura del planeta de tal modo que el paisaje alrededor de la ciudad tenía algo de terrario, y mientras el tren surcaba la gran depresión, Boone pudo ver el horizonte, a través de llanuras oscuras salpicadas de mesas, a unos sesenta kilómetros de distancia.

Los edificios de Burroughs eran casi todos moradas en los riscos, abiertos en las paredes de cinco mesas bajas, agrupadas en una elevación en el recodo de un antiguo canal curvo. Grandes secciones de las paredes verticales habían sido cubiertas con rectángulos de cristal, como si hubieran empotrado en las colinas rascacielos postmodernos tumbados de costado. Era una visión sorprendente, y mucho más impresionante que la Colina Subterránea o incluso el Mirador de Echus. No, las mesas de paredes de cristal de Burroughs, elevándose sobre un canal que parecía suplicar agua, con vistas a las lejanas colinas… estos rasgos combinados daban a la nueva ciudad la creciente fama de ser la más hermosa de Marte.

La estación de tren occidental se encontraba en el interior de una de las mesas excavadas, una sala de paredes de cristal de sesenta metros de altura. John entró y se abrió paso entre la multitud, con la cabeza echada hacia atrás como un palurdo en Manhattan. El personal de los trenes iba vestido con monos azules, los equipos de prospección con trajes verdes, los burócratas de la UNOMA con trajes clásicos, los trabajadores de la construcción con monos de faena de colores irisados, como ropa deportiva. El cuartel general de la UNOMA se había establecido en Burroughs tres años atrás, provocando la aparición de muchos nuevos edificios; no era fácil distinguir si en la estación había más burócratas de la UNOMA o trabajadores de la construcción.

En el extremo más alejado de la gran sala, John localizó el morro de un tren subterráneo, y subió a un pequeño convoy que llevaba al cuartel general de la UNOMA. En el vagón estrechó las manos de unos pocos que lo reconocieron y se le acercaron, sintiéndose raro otra vez, como en aquellos años de vitrina. Estaba de nuevo entre extraños. En una ciudad. Aquella noche cenó con Helmut Bronski. Se habían visto otras veces, y John estaba impresionado: un millonario alemán que se había metido en política; alto, rollizo, rubio y de cara rubicunda, acicalado de manera impecable, vestido con un caro traje gris. Era ministro de Finanzas de la CE cuando ocupó el cargo en la UNOMA. En ese momento le contaba a John las últimas noticias, en un inglés británico muy educado, comiendo con rapidez rosbif y patatas entre andanadas de frases, sosteniendo los cubiertos con el concienzudo estilo alemán.