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El descubrimiento de Punto Bradbury había acelerado esta cacería. Punto Bradbury parecía tan grande como los más extensos complejos terranos, quizá equivalente al complejo estepario de Azania. La fiebre del oro había invadido Nilosyrtis. Y Helmut Bronski visitó el complejo.

Que resultó ser pequeño y utilitario, un mero principio: una Rickover y algunas refinerías junto a una mesa vaciada y rellenada con un habitat. Las minas estaban diseminadas por las tierras bajas entre las mesas. Boone condujo hasta el habitat, acopló el rover al garaje, y luego atravesó agachado las antecámaras. Dentro lo recibió un comité de bienvenida, que lo llevó a una sala de conferencias con ventanales de pared a pared.

Había, dijeron, unas trescientas personas en Bradbury, todas empleadas de la UNOMA y preparadas por la transnacional Shellalco. Cuando hicieron un breve recorrido por el lugar, John descubrió que eran una mezcla de gentes de Sudáfrica, Australia y Norteamérica, todos contentos de estrecharle la mano; más hombres que mujeres, en unas tres cuartas partes, pálidos y limpios, mas parecidos a técnicos de laboratorio que a los ennegrecidos trolls que John había imaginado cuando oyó la palabra minero. La Mayoría trabajaba bajo contratos de dos años, le dijeron, y llevaban la cuenta del tiempo que les quedaba, hasta las semanas e incluso los días. Dirigían las minas básicamente por teleoperación, y se sobresaltaron cuando John pidió bajar a una para echar un vistazo.

—Sólo es un agujero —dijo uno de ellos. Boone se quedó mirándolos con aire inocente, y después de un momento de vacilación, se apresuraron a reunir una escolla.

Les llevó dos horas meterse en los trajes y salir por la antecámara. Condujeron hasta el borde de una mina y luego descendieron por una rampa hasta un pozo oval escalonado de unos dos kilómetros de largo. Una vez allí salieron del vehículo y siguieron a John mientras éste se paseaba entre grandes niveladores robóticos, volquetes y excavadoras. Los visores de los cuatro escoltas eran todo ojos: atentos a una posible máquina descontrolada, supuso John. Los miró, extrañado por la reserva que mostraban; y eso le hizo comprender de pronto que Marte podía ser otra versión de un puesto de trabajo duro, una combinación infernal de Siberia, el interior de Arabia Saudita, el Polo Sur en invierno, y Novy Mir.

O bien lo consideraban un hombre peligroso para tenerlo cerca. Pensamiento que lo sobresaltó. Sin duda todo el mundo había oído hablar de la caída del volquete; quizá sólo fuera eso. Pero ¿podría haber algo más? ¿Sabría esta gente algo que él desconocía? Después de pensarlo un rato, se dio cuenta de que él mismo estaba pegando los ojos al cristal. Había estado pensando en la caída del camión como en un accidente, o por lo menos como en algo que sólo podía suceder una vez. Pero sus movimientos eran fáciles de seguir, todo el mundo sabía dónde encontrarlo. Y cada vez que uno salía al exterior sólo estaban separados por un traje, como solían decir. Y en el pozo de una mina había mucha maquinaria pesada…

Pero volvieron a entrar sin incidentes. Y aquella noche celebraron la habitual cena y fiesta en su honor, una fiesta donde hubo mucha bebida y omegendorfos y charla ronca y estridente; un grupo de ingenieros jóvenes y duros había descubierto que John en realidad era un tipo divertido. Una reacción bastante corriente entre los recién llegados, en especial los hombres jóvenes. John charló con ellos y pasó un buen rato, y deslizó sus preguntas en la corriente de la conversación de manera imperceptible, pensó. No habían oído hablar del Coyote, lo cual era interesante, ya que en cambio sabían del Gran Hombre y de la colonia oculta. Al parecer el Coyote no tenía categoría mítica; era una especie de asunto interno, conocido, hasta donde John sabía, sólo por algunos de los primeros cien. No obstante, los mineros habían recibido una visita reciente e inusual; una caravana árabe, que viajaba bordeando Vastitas Borealis, había pasado por allí. Y, dijeron, los árabes afirmaron haber hablado con algunos de «los colonos perdidos», tal como los llamaron.

—Interesante —comentó John.

Le pareció improbable que Hiroko o alguien de su equipo se dejara ver, pero ¿quién podía saberlo? Valía la pena verificarlo; después de todo, no había mucho que pudiera hacer en Punto Bradbury. Ya empezaba a darse cuenta de que un detective no podía ponerse a trabajar antes de que ocurriera un crimen. De modo que pasó un par de días observando las obras de minería, cada vez más perturbado por la escala de la operación y por lo que eran capaces de arrancar las excavadoras.

—¿Qué van a hacer con todo ese metal? —preguntó, después de examinar otro gran pozo a cielo abierto, a veinticinco kilómetros al oeste del habitat—. Transportarlo a la Tierra costará más de lo que vale, ¿no es así?

El jefe de operaciones, un hombre de pelo negro y cara enjuta, sonrió.

—Lo guardaremos hasta que valga mucho más. O hasta que construyan ese ascensor.

—¿Creen en eso?

—¡Oh, sí, los materiales están ahí! Hebras de grafito reforzadas con espirales de diamante; hasta podrían construir uno en la Tierra. Aquí será fácil.

John sacudió la cabeza. Aquella tarde condujeron durante una hora de regreso al habitat, pasando junto a pozos nuevos y montículos de escoria, hacia el lejano penacho de humo de las refinerías del otro lado de la mesa. Estaba acostumbrado a ver la tierra desgarrada en trabajos de construcción, pero esto… Era sorprendente lo que podían hacer unos pocos cientos de personas. Por supuesto, se trataba de la misma tecnología que le estaba permitiendo a Sax erigir una ciudad vertical de la altura del Mirador de Echus, la misma tecnología que permitía que las ciudades se construyeran tan rápidamente; pero, no obstante, causar semejantes estragos sólo para arrancar metales, destinados a la insaciable demanda de la Tierra…

Al día siguiente le entregó al jefe de operaciones un régimen de seguridad perversamente severo que debía cumplir a rajatabla durante los dos meses siguientes. Luego marchó hacia el norte y el este tras la caravana árabe, siguiendo las huellas erosionadas por el viento.

Resultó que Frank Chalmers viajaba con esa caravana árabe. Pero él no había visto ni oído de ninguna visita de la gente de Hiroko, y ninguno de los árabes admitiría haber contado esa historia en Punto Bradbury. Una pista falsa, entonces. O bien una que Frank ayudaba a los árabes a eliminar; y, de ser así, ¿cómo iba a averiguarlo John? Aunque los árabes habían llegado hacía poco a Marte, ya eran aliados de Frank; vivía con ellos, hablaba su idioma y, ahora, naturalmente, era el constante mediador entre ellos y John. No tenía ninguna posibilidad de investigar por cuenta propia, salvo lo que pudiera averiguar Pauline en los registros, algo que podía hacer tanto lejos de la caravana como en ella.

No obstante, John viajó con ellos mientras erraban por el gran mar de dunas, dedicados a la areología y a las prospecciones. El mismo Frank iba a quedarse poco tiempo allí, el suficiente para hablar con un amigo egipcio; estaba demasiado ocupado. Trabajaba como Secretario de Estados Unidos y esto lo convertía en un trotamundos como John, y con bastante frecuencia sus caminos se cruzaban. Frank había logrado mantener su puesto como jefe del departamento norteamericano a lo largo de tres administraciones, aun cuando se trataba de un puesto ministeriaclass="underline" una proeza notable, incluso sin tomar en consideración la distancia que lo separaba de Washington. Y ahora estaba estudiando la introducción de inversiones de las transnacionales radicadas en América, una responsabilidad que lo volvía un maníaco con exceso de trabajo e hinchado de poder, lo que John consideraba la versión empresarial de Sax, siempre en movimiento, siempre gesticulando como si dirigiera la música de sus propios discursos, que con el paso de los años había adquirido el estilo superdirecto de la Cámara de Comercio.