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—Ojos que no ven, corazón que no siente.

—No por necesidad.

Tenían que pertenecer al grupo de Hiroko. La navaja de Occam. No podía haber más de un grupo oculto. O tal vez sí. Se sintió mareado y se preguntó si no estarían alterando el aire con drogas en aerosol. Se sentía muy extraño, todo era irreal, onírico; el viento azotaba el rover y hubo un súbito estallido de música cólica, un misterioso y prolongado aullido. Los pensamientos de John eran lentos y pesados, y tuvo deseos de bostezar. Eso es, pensó. Todavía intento despertar de un sueño.

—¿Por qué se ocultan? —oyó que él mismo preguntaba.

—Construimos Marte. Igual que usted. Estamos de su lado.

—Entonces, tendrían que ayudarme. —Trató de pensar.— ¿Qué piensan del ascensor espacial?

—No nos interesa —contestó el joven—. No es eso lo que importa. Lo que importa es la gente.

—El ascensor traerá a mucha más gente.

—Reduzca la inmigración —dijo el hombre—, y ni siquiera se podrá construir.

Otro largo silencio, acentuado por el espectral comentario del viento.

¿Ni siquiera se podrá construir? ¿Es que creían que lo construiría la gente? Tal vez se referían al dinero.

—Lo investigaré —repuso John. El joven se volvió y lo miró, pero John alzó una mano—. Haré lo que pueda. —Vio la mano ante él, una cosa enorme y rosada.— Es todo lo que puedo garantizar. Si les prometiera resultados, mentiría. Sé a qué se refieren. Haré lo que pueda.

—Pensó con dificultad.— Tendrían que trabajar abiertamente, ayudándonos. Necesitamos más ayuda.

—Cada uno a su manera —dijo el hombre en voz baja—. Ahora nos marcharemos. Estaremos atentos para ver qué hace.

—Dígale a Hiroko que quiero hablar con ella.

Los cinco hombres lo miraron a los ojos, el joven con intensidad y enfado.

El de la cara delgada sonrió fugazmente.

—Si la veo se lo diré.

Uno de los hombres en cuclillas extendió un bulto azul transparente: una esponja de aerogel, apenas visible bajo las luces nocturnas. La mano que la sostenía se cerró en un puño. Sí, una droga. John se abalanzó rápidamente sobre el joven, le arañó el cuello desnudo, y se derrumbó en el suelo, paralizado.

Cuando recuperó el sentido se habían ido. Le dolía la cabeza. Se desplomó sobre la cama y cayó en un sueño inquieto. Soñó con Frank, y John le habló de la visita. «Eres un tonto», dijo Frank. «No lo entiendes.» Cuando despertó de nuevo ya era de mañana, una mañana que se arremolinaba con ocres tostados al otro lado del parabrisas. Durante el último mes los vientos parecían haber amainado, pero era difícil estar seguro. Entre las nubes de polvo aparecían unas sombras fugaces que en seguida se disolvían de nuevo en el caos, breves alucinaciones provocadas por la privación de estímulos sensoriales. Ciertamente la tormenta era una continua privación de estímulos y empezaba a volverse claustrofóbica. Ingirió un poco de omeg, se puso el traje, salió y recorrió la zona, respirando polvo y agachándose para seguir las huellas de los visitantes. Atravesaban el lecho de roca y desaparecían. Una cita complicada, pensó: un rover perdido en la noche, ¿cómo lo habían encontrado?

Pero si lo habían estado siguiendo…

Una vez dentro del vehículo llamó a los satélites. El radar y el infrarrojo no captaban otra cosa que el rover. Hasta los trajes habrían aparecido en el infrarrojo, de manera que quizá tenían un refugio cerca. Era fácil esconderse en aquellas montañas. Recuperó el mapa de Hiroko y trazó un círculo aproximado alrededor del valle, extendiéndolo al norte y al sur. Ya tenía varios círculos en el mapa, pero los equipos de tierra no habían peinado ninguno exhaustivamente, y era probable que nunca lo hicieran, ya que eran casi todos un terreno caótico, tierra devastada del tamaño de Wyoming o Texas.

—Es un mundo grande —musitó.

Vagó por el interior del vehículo, con la vista clavada en el suelo. Entonces recordó lo último de la noche anterior. Se examinó las uñas; sí, ahí tenía pegado un pequeño fragmento de piel. Sacó una bandeja de muestras del pequeño autoclave y con cuidado pasó el material a la bandeja. La identificación del genoma estaba muy por encima de las capacidades del rover; pero cualquier laboratorio grande sería capaz de identificar al joven desconocido, si su genoma estaba registrado. Y si no, también sería una información útil. Quizá Úrsula y Vlad pudieran identificarlo por el parentesco.

Esa tarde volvió a localizar el camino de radiofaros de respuesta y bajó a la Cuenca de Hellas a última hora del día siguiente. Allí encontró a Sax, que asistía a una conferencia sobre el nuevo lago, aunque daba la impresión de que se estaba convirtiendo en una conferencia sobre iluminación artificial en la agricultura. A la mañana siguiente John lo llevó a dar un paseo por los túneles transparentes que unían los edificios; caminaron por una cambiante oscuridad amarilla; el sol era un brillante color azafrán en las nubes del este.

—Creo que he conocido al Coyote —dijo John.

—¿De verdad? ¿Te dijo dónde está Hiroko?

—No.

Sax se encogió de hombros. Parecía concentrado en una conferencia que tenía que dar esa tarde. Así que John decidió esperar y esa noche asistió a la charla con el resto de los colonos de la estación del lago. Sax le aseguró a la multitud que las microbacterias atmosféricas, de la superficie y del permafrost, crecían a un ritmo que era una importante fracción de los limites teóricos —alrededor de un dos por ciento, para ser precisos—, y que en el plazo de unas pocas décadas tendrían que enfrentar el problema de los cultivos en el exterior. Nadie aplaudió. Lo más importante ahora era resolver los espantosos problemas generados por la Gran Tormenta, que según algunos había comenzado como resultado de un error de cálculo de Sax. La insolación en superficie era aún un veinticinco por ciento de la normal, como uno de los asistentes señaló mordazmente, y la tormenta no daba señales de ceder. Las temperaturas habían descendido y los nervios subían. Ninguno de los recién llegados había disfrutado últimamente más que de unos pocos metros de visibilidad, y los problemas psicológicos, desde el aburrimiento a la catatonia, eran pandémicos.

Sax lo descartó todo con un leve encogimiento de hombros.

—Es la última tormenta global —afirmó—. Entrará en la historia como un fenómeno de la edad heroica. Disfrútenla mientras dure.

El comentario fue poco apreciado. Sin embargo, él no pareció darse cuenta.

Unos días después, Ann y Simón llegaron al asentamiento con su hijo Peter, que ya tenía tres años. Hasta donde sabían, había sido el trigésimo tercer niño nacido en Marte; los colonos establecidos después de los primeros cien habían sido bastante prolíficos. John jugó con el niño en el suelo mientras Ann, Simón y él se enteraban de las últimas noticias e intercambiaban algunas de las mil y una historias de la Gran Tormenta. John imaginaba que Ann estaría disfrutando con la tormenta y el espantoso revés que había infligido al proceso de terraformación, como una especie de respuesta alérgica planetaria, las temperaturas descendiendo de continuo y los temerarios experimentadores luchando con sus insignificantes máquinas atascadas… Pero no la divertía. En realidad, estaba irritada, como de costumbre.

—Un equipo de prospección perforó una chimenea volcánica en Daedalia y dio con una muestra que contenía microorganismos unicelulares muy diferentes de las cianobacterias que tú soltaste en el norte. Y la chimenea estaba bastante encajada en el lecho de roca y muy alejada de cualquier punto de liberación biótico. Enviaron muestras del material a Acheron para que lo analizaran, y Vlad lo estudió y declaró que parecía la cepa mutante de una que ellos habían soltado, quizá inyectada en la roca por maquinaria de perforación contaminada. —Ann clavó el dedo en el pecho de John:— Probablemente terrana, dijo Vlad.