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Morrie miró por encima de mi hombro a la ventana del fondo. A veces se oía el ruido de un camión que pasaba o el azote del viento. Contempló durante un momento las casas de sus vecinos, y después siguió hablando.

– El problema, Mitch, es que no creemos que somos tan semejantes como somos en realidad. Los blancos y los negros, los católicos y los protestantes, los hombres y las mujeres. Si nos viésemos más semejantes, podríamos estar muy deseosos de unirnos a una gran familia humana de este mundo, y de ocuparnos de esa familia del mismo modo que nos ocupamos de la nuestra.

»Pero, créeme, cuando te estás muriendo ves que es verdad. Todos tenemos el mismo principio, el nacimiento, y todos tenemos el mismo final, la muerte. Entonces, ¿cuán diferentes podemos ser?

»Invierte en la familia humana. Invierte en las personas. Construye una pequeña comunidad con los que amas y con los que te aman.»

Me apretó suavemente la mano. Yo le devolví un apretón más fuerte. Y, como en esos juegos de feria en los que das un golpe con un mazo y ves subir un disco por un poste, casi pude ver cómo subía el calor de mi cuerpo por el pecho de Morrie y por su cuello hasta llegar a sus mejillas y a sus ojos. Sonrió.

– Al principio de la vida, cuando somos niños recién nacidos, necesitamos de los demás para sobrevivir, ¿verdad? Y al final de la vida, cuando te pones como yo, necesitas de los demás para sobrevivir, ¿verdad?

Su voz se redujo a un susurro.

»Pero he aquí el secreto.- entre las dos cosas, también necesitamos de los demás.»

Aquel mismo día, más tarde, Connie y yo nos fuimos al dormitorio a ver la lectura del veredicto del juicio de O. J. Simpson. Fue una escena tensa. Todos los personajes principales se volvieron hacia el jurado: Simpson, con su traje azul, rodeado de su pequeño ejército de abogados; los denunciantes, que querían meterlo entre rejas, a pocos metros de su espalda. Cuando el presidente del jurado leyó el veredicto, «Inocente», Connie chilló.

– ¡Ay, Dios mío!

Vimos a Simpson abrazar a sus abogados. Escuchamos a los comentaristas que intentaban explicar lo que quería decir todo aquello. Vimos a multitudes de negros que lo celebraban en las calles adyacentes al tribunal, y a multitudes de blancos atónitos sentados en restaurantes. La decisión se recibía como si fuera trascendental, a pesar de que todos los días se producen asesinatos. Connie salió al pasillo. Había visto suficiente.

Oí cerrarse la puerta del despacho de Morrie. Me quedé mirando fijamente el televisor. El mundo entero está viendo esto, me dije a mí mismo. Después oí en la otra habitación el ruido que hacían al levantar a Morrie de su silla, y sonreí. Mientras el «Juicio del Siglo» llegaba a su conclusión dramática, mi viejo profesor estaba sentado en el retrete.

Es el año 1979, durante un partido de baloncesto en el gimnasio de Brandeis. El equipo marcha bien y el público estudiantil empieza a corear-, «¡Somos los número uno! ¡Somos los número uno!» Morrie está sentado allí cerca. La frase le extraña. En un momento dado, entre los gritos de «¡Somos los número uno!», se levanta y grita: «¿Qué tiene de malo ser los número dos?».

Los estudiantes lo miran. Dejan de corear. Él se sienta, sonriente y con aire triunfal.

El audiovisual, tercera parte

El equipo de «Nigthline» volvió para realizar su tercera y última visita. La ocasión tuvo un tono totalmente diferente esta vez. Tuvo menos de entrevista y más de despedida triste. Ted Koppel había llamado por teléfono varias veces antes de venir, y había preguntado a Morrie:

– ¿Crees que podrás soportarlo?

Morrie no estaba seguro de ello.

– Ahora estoy cansado constantemente, Ted. Y me estoy atragantando mucho. Si no soy capaz de decir algo, ¿podrás decirlo tú por mí?

Koppel dijo que claro que sí. Y a continuación, el entrevistador, de carácter normalmente estoico, añadió:

– Si no quieres hacerlo, Morrie, no importa. Iré a despedirme en todo caso.

Más tarde, Morrie sonreía travieso y decía:

– Estoy comenzando a tomarle afecto.

Y era verdad. Koppel ya decía que Morrie era «amigo suyo». Mi viejo profesor había inspirado compasión incluso a la gente del mundo de la televisión.

En la entrevista, que tuvo lugar una tarde de viernes, Morrie llevaba puesta la misma camisa del día anterior. Por entonces sólo se cambiaba de camisa cada dos días, y aquel era el día segundo, de modo que ¿por qué iba a cambiar su costumbre?

A diferencia de las dos sesiones anteriores entre Koppel y Schwartz, aquella se realizó por entero en el despacho de Morrie, donde Morrie se había, convertido en prisionero de su sillón. Koppel, que besó a mi viejo profesor al saludarlo, tenía que apretarse junto a la librería para poder ser visto por el objetivo de la cámara.

Antes de empezar, Koppel le preguntó por la marcha de la enfermedad.

– ¿Vas muy mal, Morrie?

Morrie levantó débilmente una mano hasta la mitad del vientre. Sólo llegaba hasta allí.

Koppel entendió la respuesta.

La cámara empezó a rodar y comenzó la tercera y última entrevista. Koppel preguntó a Morrie si tenía más miedo ahora que la muerte estaba cerca. Morrie dijo que no; a decir verdad, tenía menos miedo. Dijo que estaba abandonando en parte el mundo exterior, que no pedía que le leyeran el periódico tanto como antes, que no prestaba tanta atención al correo como antes, y que, por el contrario, estaba escuchando más música y contemplando los cambios de color de las hojas a través de su ventana.

Morrie sabía que otras personas padecían ELA, algunas famosas, tales como Stephen Hawking, el eminente físico autor de Historia del Tiempo. Éste vivía con un agujero en la garganta, hablaba por medio de un sintetizador informático, escribía las palabras moviendo los párpados ante un sensor que recogía el movimiento.