– El jueves. La llame aquí. Pero hoy la línea está desconectada y no hay ningún desvío de llamada.
– ¡Mierda!
– Sí, ya lo habías dicho.
– Recibió Ja citación, ¿verdad?
– Sí, la recibió el jueves. Para eso la llamé, para asegurarme.
– Muy bien, entonces a lo mejor se presenta mañana.
Bosch observó el apartamento vacío.
– Yo no contaría con eso.
Miró su reloj. Eran más de las cinco. Había estado tan seguro de Annabelle Crowe que había sido el último testigo que había ido a visitar. Ninguna pista indicaba que fuera a marcharse. Sabía que tendría que pasarse la noche tratando de encontrarla.
– ¿Qué puedes hacer? -preguntó Langwiser.
– Tengo información de ella que puede servirme. Tiene que estar en la ciudad. Es actriz, ¿a qué otro sitio podría ir?
– ¿A Nueva York?
– Allí van los actores de verdad. Ella es sólo una cara. Se quedará aquí.
– Encuéntrala, Harry. La necesitaremos la semana que viene.
– Lo intentaré.
Se produjo un momento de silencio mientras ambos consideraban la situación.
– ¿Crees que Storey ha contactado con ella? -preguntó finalmente Langwiser.
– No lo sé. Puede haberle ofrecido lo que necesita: un trabajo, un papel, dinero. Cuando la encuentre se lo preguntaré.
– Vale, Harry. Buena suene. Si la encuentras esta noche, dímelo. Si no, te veré por la mañana.
– De acuerdo.
Bosch cerró el móvil y lo dejó en la encimera. Luego sacó una fina pila de tarjetas de ocho por trece. En cada tarjeta tenía anotados el nombre de uno de los testigos de los que era responsable de investigar y preparar para el juicio, así como sus direcciones personales y del trabajo y números de teléfono y de busca. Revisó la tarjeta correspondiente a Annabelle Crowe y luego marcó el número de su busca. Un mensaje grabado decía que el busca ya no estaba en servicio.
Cerró el teléfono y volvió a mirar la ficha. Abajo figuraba el nombre y número de teléfono de la agente de Annabelle Crowe. Decidió que el lazo que la unía con su agente podría ser el que no había roto.
Volvió a guardarse el teléfono y las fichas en el bolsillo. La averiguación iba a hacerla en persona.
13
McCaleb cruzó solo en el Following Sea y llegó al puerto de Avalon a la caída de la noche. Buddy Lockridge se había quedado en Cabrillo, porque no había surgido ninguna nueva salida de pesca y no iban a necesitarlo hasta el sábado. Cuando llegó a la isla, McCaleb llamó por el canal 16 de la radio al capitán de puerto y recibió ayuda para atracar el barco.
El peso añadido de dos voluminosos tomos que había encontrado en la sección de libros usados de la librería Dutton, en Brentwood, y la neverita con los tamales congelados hicieron que la subida hasta su casa resultara extenuante. Tuvo que detenerse dos veces para descansar. En ambas ocasiones se sentó en la nevera y sacó uno de los libros de la bolsa de cuero para poder estudiar una vez más la oscura obra de Hieronymus Bosch; incluso en las sombras del anochecer.
Desde su visita al Getty, las imágenes de los cuadros de Bosch no se habían alejado de sus pensamientos. Nep Fitzgerald le había dicho algo al final de su reunión en el despacho. Justo antes de cerrar el libro con las láminas que reproducían El jardín de las delicias lo miró con una tímida sonrisa, como si tuviera algo que decir y no se atreviera.
– ¿Qué? -preguntó él.
– No, no es nada, sólo una observación.
– Adelante. Me gustaría escucharla.
– Iba a mencionar que muchos de los críticos y estudiosos han visto en la obra de Bosch un corolario de los tiempos contemporáneos. Ésa es la marca de un gran artista, que su obra resista la prueba del tiempo. Si tiene poder para conectar con la gente… e incluso influir en ella.
McCaleb asintió. Sabía que ella quería que le explicara en qué estaba trabajando.
– Entiendo lo que me dice. Lo siento, pero por el momento no puedo hablarle del caso. Quizá algún día lo haré, o simplemente usted sabrá de qué se trataba. Pero gracias. Creo que me ha ayudado mucho. Aún no estoy seguro.
McCaleb recordó esta conversación sentado sobre la nevera. Un corolario de los tiempos contemporáneos, pensó. Y de los crímenes. Abrió el mayor de los dos libros que había comprado por la ilustración en color de la obra maestra de Bosch. Examinó la lechuza de ojos negros y su instinto le dijo que estaba cerca de algo significativo. Algo muy oscuro y peligroso.
Cuando llegó a casa, Graciela abrió la neverita en la cocina. Sacó tres de los tamales de maíz verde y los puso en un plato para descongelarlos en el microondas.
– Voy a hacer chiles rellenos, también-dijo-. Suerte que has llamado desde el barco, si no habríamos cenado sin ti.
McCaleb dejó que se desahogara. Sabía que estaba enfadada por lo que estaba haciendo. Se acercó a la mesa donde estaba apoyada la gandulita de Cielo. La niña estaba mirando al ventilador del techo y moviendo las mitas ante sus ojos, acostumbrándose a ellas. McCaleb se inclinó y le besó las manos y luego la frente.
– ¿Dónde está Raymond?
– En su habitación, con el ordenador. ¿Por qué has traído sólo diez?
McCaleb la miró cuando ella se sentaba al lado de Cielo. Estaba poniendo el resto de los tamales en un tupper para congelarlos.
– Llevé la neverita y le pedí que me la llenara. Supongo que no cabían más.
Graciela sacudió la cabeza, enfadada con él.
– Nos sobra uno.
– Pues tíralo o invita a cenar a un amigo de Raymond la próxima vez. ¿Qué importa eso, Graciela? Es un tamal.
Graciela se volvió y miró a su marido en la oscuridad, con ojos disgustados que pronto se calmaron.
– Estás sudando.
– Acabo de subir la colina. Ya había pasado el último autobús.
Ella abrió un armarito y sacó una cajita de plástico que contenía un termómetro. Había termómetros en todas las habitaciones de la casa. Graciela sacó éste y lo agitó mientras se acercaba a McCaleb.
– Abre la boca.
– Usemos el electrónico.
– No, no me fío.
Ella puso la punta del termómetro debajo de la lengua de él y luego utilizó la mano para levantarle suavemente la mandíbula y cerrarle la boca. Muy profesional. Graciela era enfermera en la sala de urgencias cuando ambos se conocieron y en ese momento trabajaba de enfermera en una escuela primaria de Catalina. Se había reincorporado al trabajo después de las vacaciones de Navidad. McCaleb sentía que lo que ella prefería era ser madre a tiempo completo, pero nunca sacó el tema a relucir porque no podían permitírselo. El tenía la esperanza de que en un par de años el negocio de las excursiones de pesca se hubiera asentado y quizá, entonces tendrían la oportunidad de elegir. A veces lamentaba no haberse quedado con parte del dinero que habían cobrado por los derechos de un libro y una película, pero también sabía que su decisión de honrar a la hermana de Graciela no haciendo negocio con lo que había ocurrido había sido correcta. Habían donado la mitad del dinero a una fundación infantil y la otra mitad la habían puesto en un fondo fiduciario para Raymond. Serviría para pagar la universidad, si decidía estudiar.
Graciela levantó la muñeca de su marido y le comprobó el pulso, mientras él permanecía sentado en silencio, observándola.
– Vas acelerado -dijo, al tiempo que le soltaba la muñeca-. Abre.
Él abrió la boca y Graciela sacó el termómetro y lo leyó. Después de lavarlo, lo puso en el estuche y lo guardó en el armario. Como no dijo nada, McCaleb concluyó que no tenía fiebre.
– Te habría gustado que tuviera fiebre, ¿no?
– ¿Estás loco?
– Sí, te habría gustado. Así podrías haberme pedido que lo dejara.