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Seguin fue acusado del asesinato de la niña no identificada y del secuestro y violación de la joven a quien los investigadores habían rescatado. El negó su participación en el asesinato y buscó un trato por el cual se declararía culpable del secuestro y la violación de la superviviente. La oficina del fiscal rechazó cualquier trato y acudió a juicio con lo que tenían: el sobrecogedor testimonio de la superviviente y la impresión de U placa de matrícula en la cadera de la chica muerta.

El jurado lo condenó por todos los cargos después de menos de cuatro horas de deliberación. La fiscalía propuso entonces un posible trato a Seguin: la promesa de no solicitar la pena de muerte en la segunda fase del juicio si accedía a contar a los investigadores quién había sido su primera víctima y de dónde la había secuestrado. Para aceptar el trato, Seguin debería haber abandonado su pose de inocencia. No aceptó. El fiscal solicitó la pena capital y la consiguió. Bosch nunca averiguó quién era la chica y McCaleb sabía que le atormentaba que aparentemente a nadie le hubiera importado lo suficiente para dar un paso al frente.

A McCaleb también le atormentaba. El día que fue a la fase penal del juicio para testificar, almorzó con Bosch y se fijó en que había escrito un nombre en las pestañas de sus archivos del caso.

– ¿Qué es eso? -preguntó McCaleb entusiasmado-. ¿La has identificado?

Bosch bajó la mirada, vio el nombre en las pestañas de la carpeta y les dio la vuelta.

– No, todavía no.

– Bueno, ¿y qué es eso?

– Es sólo un nombre. Supongo que le he puesto un nombre.

Bosch parecía avergonzado. McCaleb se acercó y dio la vuelta a las carpetas para leer el nombre.

– ¿Cielo Azul?

– Sí, era hispana, así que le he puesto un nombre español. Yo, eh…

McCaleb aguardó. Nada.

– ¿Qué?

– Bueno, no soy demasiado religioso, no sé si me explico.

– Sí.

– El caso es que pensé que si nadie quería reclamarla aquí abajo, bueno, espero que… haya alguien allí arriba que sí la quiera. -Bosch se encogió de hombros y apartó la mirada.

McCaleb advirtió que empezaba a ponerse colorado.

– Es difícil encontrar la mano de Dios en lo que hacemos. En lo que vemos.

Bosch se limitó a asentir con la cabeza y nunca más volvieron a hablar del nombre.

McCaleb pasó la última página de la carpeta marcada «Cielo Azul» y miró en la cara interior de la tapa trasera. Durante su época en el FBI había adquirido la costumbre de tomar notas en la tapa trasera, donde difícilmente podían ser vistas porque había páginas grapadas o sujetas con un clip. Eran notas que tomaba acerca de los investigadores que solicitaban perfiles para sus casos. McCaleb se había dado cuenta de que su feeling con los investigadores era a veces tan importante como la información contenida en el archivo, porque muchos aspectos del crimen McCaleb los veía en primer lugar a través de los ojos del detective.

Su caso con Bosch había surgido hacía más de diez años, antes de que empezara a realizar perfiles más extensos de los detectives junto con los de los casos. En este archivo había escrito el nombre de Bosch y sólo cuatro palabras debajo.

Concienzudo. Listo. HM. AV.

McCaleb miró las dos últimas anotaciones. También formaba parte de su rutina utilizar abreviaturas escritas a mano cuando tomaba notas que quería mantener confidenciales. Las dos últimas anotaciones eran su interpretación de lo que motivaba a Bosch. Había llegado a la conclusión de que los detectives de homicidios eran de una raza aparte, que tenían profundas emociones y motivaciones internas para aceptar llevar a cabo la siempre difícil tarea de su trabajo. Normalmente podían encuadrarse en dos categorías, aquellos que veían su trabajo como una habilidad o un oficio, y aquellos que lo veían como una misión en la vida. Diez años atrás había encuadrado a Bosch en esa última categoría. Era un hombre en misión.

La motivación de los detectives podía seguir analizándose hasta llegar a lo que verdaderamente daba ese sentido de propósito a su misión. Para algunos el trabajo era visto casi como un juego; tenían alguna carencia interior que los empujaba a demostrar que eran mejores, más listos y más astutos que sus presas. Sus vidas se resumían en un ciclo continuo de validarse a sí mismos, de hecho, invalidando a los asesinos que buscaban para ponerlos entre rejas. Otros, aunque cargaban con cierto grado de esta misma carencia interna, también veían en ellos mismos la dimensión adicional de ser portavoces de los muertos. Existía un vínculo sagrado entre la víctima y el policía, un vínculo que se formaba en la escena del crimen y no podía cortarse. Esto era lo que en última instancia los empujaba a salir a cazar al asesino y les permitía superar todos los obstáculos que surgían en su camino. McCaleb calificaba a estos policías de ángeles vengadores. Su experiencia le decía que estos polis ángeles eran los mejores investigadores con los que había trabajado. También llegó a la conclusión de que se aproximaban peligrosamente a ese filo invisible bajo el cual se hallaba el abismo.

Diez años antes, había clasificado a Harry Bosch de ángel vengador y ahora tenía que considerar si el detective se había acercado demasiado al abismo. Tenía que considerar la posibilidad de que Bosch hubiera caído en él.

Cerró el archivo y sacó los dos libros de arte de su bolsa. Ambos estaban titulados simplemente Bosch. El más grande, con reproducciones en color de los cuadros, era de R. H. Marijnissen y P. Ruyffelaere. El segundo volumen, que a primera vista contenía más análisis de las pinturas que el anterior, estaba escrito por Eric Larsen.

McCaleb empezó con el libro más pequeño y comenzó a hojear las páginas. Enseguida aprendió que, como le había dicho Penelope Fitzgerald, había muchos puntos de vista diferentes e incluso antagónicos de Hieronymus Bosch. El libro de Larsen citaba a estudiosos que consideraban a Bosch un humanista, e incluso a uno que creía que el artista formaba parte de una secta herética que pensaba que la tierra era literalmente un infierno regido por Satán. Había disputas entre eruditos acerca de los supuestos significados de algunas de las pinturas, acerca de si algunos cuadros podían atribuirse realmente a Bosch, acerca de si el pintor había viajado en alguna ocasión a

Italia y si había visto la obra de sus contemporáneos renacentistas.

Finalmente, McCaleb cerró el libro al darse cuenta de que, al menos para su propósito, las palabras acerca de Hieronymus Bosch podían carecer de importancia. Si la obra del pintor era objeto de múltiples interpretaciones, entonces la única interpretación que le interesaba era la de la persona que había matado a Edward Gunn. Lo que importaba era lo que esa persona vio y tomó de los cuadros de Hieronymus Bosch.

Abrió el volumen más grande y empezó a examinar lentamente las reproducciones. La visión de láminas de las pinturas en el Getty había sido apresurada y obstruida por el hecho de no estar solo.

McCaleb puso su libreta en el brazo del sofá con el propósito de contabilizar el número de lechuzas y búhos que veía en los cuadros, así como la descripción de cada ave. Pronto se dio cuenta de que las pinturas eran tan minuciosamente detalladas que podría perderse cosas significativas en las reproducciones a menor escala. Bajó al camarote de proa y cogió la lupa que siempre guardaba en el escritorio del FBI para examinar las escenas del crimen.

Cuando estaba doblado sobre una caja llena de artículos de oficina que había sacado de su escritorio cinco años antes, McCaleb sintió un pequeño golpe contra el barco y se enderezó. Había atado la Zodiac a la popa, de manera que no podía haber sido su propio bote. Estaba pensando en eso cuando sintió el inconfundible movimiento vertical del barco que indicaba que alguien acababa de subir a bordo. Su mente se concentró en la puerta del salón. Estaba seguro de que no la había cerrado con llave.