Después de que Fowkkes saludara con la cabeza al jurado y se sentara, el juez Houghton anunció que el juicio se interrumpía para un almuerzo temprano antes de que los testimonios empezaran por la tarde.
Bosch vio que los miembros del jurado desfilaban por la puerta contigua a la tribuna. Algunos miraban por encima del hombro a la sala. El último miembro del jurado, una mujer negra de unos cincuenta años miró directamente a Bosch. Él bajó la mirada e inmediatamente se arrepintió de haberlo hecho. Cuando volvió a mirar, ella ya se había ido.
16
McCaleb apagó la televisión cuando el juicio se interrumpió para el almuerzo. No quería escuchar los análisis de los comentaristas. Pensó que el punto ganador se lo había anotado la defensa. Fowkkes había hecho un buen movimiento al comunicar al jurado que él también consideraba ofensiva la vida privada y las costumbres de su cliente. Estaba diciéndoles que si él podía soportarlo, ellos también. Les estaba recordando que lo que se juzgaba era haber acabado con una vida, no cómo uno la vivía.
McCaleb volvió a concentrarse en la preparación de su reunión de esa tarde con Jaye Winston. Había vuelto al barco después de desayunar y había recogido los archivos y los libros. En ese momento, con unas tijeras y un poco de cinta adhesiva, estaba ultimando una presentación con la cual esperaba no sólo impresionar a Winston, sino también convencerla de algo que a él mismo le estaba costando mucho trabajo creer. En cierto modo, preparar la presentación era un ensayo general para organizar el caso. En ese sentido, a McCaleb le parecía muy útil el tiempo empleado en elaborar lo que iba a mostrarle y decirle a Winston. Le permitía ver los agujeros en la lógica y preparar respuestas para las preguntas que sin duda Winston iba a formularle.
Mientras consideraba qué decirle exactamente a Winston, ella lo llamó al móvil.
– Quizá tengamos una pista sobre la lechuza. Puede ser, no estoy segura.
– ¿Cuál es?
– El distribuidor en Middleton, Ohio, cree que sabe de dónde viene. Se trata de un lugar aquí en Carson, llamado Bird Barrier.
– ¿Por qué piensa eso?
– Porque Kart envió por fax fotos de nuestra lechuza, y el hombre con el que trataba en Ohio se fijó en que la parte de debajo de la figura estaba abierta.
– Muy bien, ¿y eso qué significa?
– Bueno, parece ser que los mandan con la base incluida para que puedan llenarlos de arena, así el pájaro se sostiene en pie con el viento y la lluvia.
– Entiendo.
– Bueno, tienen aquí un subdistribuidor que pide las lechuzas con la parte de abajo perforada. Bird Barrier. Los quieren sin la base porque los montan encima de un artilugio que grita.
– ¿Qué quieres decir con que grita?
– Ya sabes, como una lechuza de verdad. Supongo que eso contribuye a que los pájaros se asusten en serio. ¿Sabes cuál es el eslogan de Bird Barrier? Los mejores contra las aguas mayores. Gracioso, ¿no? Es así como contestan el teléfono.
El cerebro de McCaleb iba demasiado deprisa para captar la nota de humor. No se rió.
– ¿Ese sitio está en Carson?
– Sí, cerca de tu puerto. Tengo que ir a una reunión ahora pero voy a pasarme antes de ir a verte. ¿Prefieres que nos encontremos allí? ¿Puedes llegar a tiempo?
– Estaría bien. Allí estaré.
Ella le dio la dirección, que estaba a un cuarto de hora del puerto deportivo de Cabrillo y acordaron encontrarse a las dos. Winston dijo que el presidente de la compañía, un hombre llamado Cameron Riddell había aceptado recibirlos.
– ¿Vas a llevar la lechuza? -preguntó McCaleb.
– ¿Sabes qué, Terry? Hace doce años que soy detective y tengo cerebro desde bastante antes.
– Perdón.
– Nos vemos a las dos.
Tras colgar el teléfono, McCaleb sacó del congelador el tamal que había sobrado y lo cocinó en el microondas. Después lo envolvió en papel de plata y se lo guardó en la bolsa de cuero para comérselo mientras cruzaba la bahía. Fue a ver a su hija, que estaba con su niñera de tiempo parcial, la señora Pérez. Tocó la mejilla del bebé y se fue.
Bird Barrier se hallaba en un barrio comercial y de almacenes mayoristas que se extendía junto al lado este de la autovía 405, justo antes del aeródromo al que estaba amarrado el zeppelín de Goodyear. El zeppelín estaba en su lugar y McCaleb vio que las cuerdas que lo sujetaban se tensaban por la fuerza del viento que soplaba desde el mar. Cuando aparcó en el estacionamiento de Bird Barrier se fijó en un LTD con tapacubos de serie que sabía que tenía que ser de Jaye Winston. No se equivocó. En cuanto entró por la puerta de cristal, vio a la detective sentada en una pequeña sala de espera. A su lado, en el suelo, había un maletín y una caja de cartón cerrada con cinta roja en la que se leía la palabra «Pruebas».
Winston se levantó de inmediato y fue a una ventanilla de recepción, a través de la cual McCaleb vio a un joven sentado con un auricular de telefonista.
– ¿Puede decirle al señor Riddell que estamos los dos aquí?
El joven, que al parecer estaba atendiendo una llamada, le dijo que sí con la cabeza.
Al cabo de unos momentos los condujeron hasta el despacho de Cameron Riddell. McCaleb cargó con la caja. Winston hizo las presentaciones, refiriéndose a McCaleb como su colega. Era cierto, y al mismo tiempo evitaba mencionar el hecho de que carecía de placa.
Riddell, un hombre de aspecto afable de unos treinta y cinco años, parecía ansioso por colaborar en la investigación. Winston se puso unos guantes de látex que sacó del maletín y luego rasgó la cinta con una llave para abrir la caja. Sacó la lechuza y la dejó en el escritorio de Riddell.
– ¿Qué puede decirnos de esto, señor Riddell?
Riddell permaneció de pie detrás de su escritorio y se inclinó para mirar la lechuza.
– {Puedo tocarla?
– ¿Sabe qué? Póngase unos de éstos.
Winston abrió el maletín y sacó otro par de guantes de la caja de cartulina. McCaleb se limitó a mirar, porque había decidido no intervenir a no ser que Winston se lo pidiera o cometiera una omisión obvia durante la entrevista. A Riddell le costó lo suyo ponerse los guantes.
– Lo siento -dijo Winston-. Son de talla mediana. Supongo que la suya es la grande.
Una vez puestos los guantes, Riddell levantó la lechuza con ambas manos y examinó la base inferior. Miró el interior hueco del molde de plástico y luego sostuvo el ave enfrente de él, al parecer examinando los ojos pintados. Luego la dejó en la esquina de su escritorio y volvió a su silla. Se sentó y pulsó un botón del intercomunicador.
– Monique, soy Cameron. ¿Puedes ir al fondo y traer una de las lechuzas que chillan? La necesito ahora.
– Ya voy.
Riddell se sacó los guantes y desentumeció los dedos. Entonces miró a Winston, porque había captado que la importante era ella. Señaló a la lechuza.
– Sí, es una de las nuestras, pero ha sido… No sé qué palabra utilizarían ustedes. Ha sido cambiada, modificada. Nosotros no las vendemos así.
– ¿Le importaría explicarse?
– Bueno, Monique va a traernos una para que puedan verla, pero esencialmente a ésta la han repintado un poco y le han quitado el mecanismo que la hace chillar. También tenemos una etiqueta de la empresa que pegamos aquí en la base, y no está. -Señaló la parte posterior de la base.
– Empecemos con la pintura -dijo Winston-. ¿Qué es lo que han hecho?
Antes de que Riddell respondiera, alguien llamó una sola vez a la puerta y entró una mujer que llevaba una lechuza envuelta en plástico. Riddell le pidió que la dejara en el escritorio y le quitara el plástico. McCaleb advirtió que la mujer hizo una mueca al ver los ojos pintados de negro de la lechuza que había traído Winston. Riddell]e dio las gracias y ella salió del despacho.