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– Un puesto más alto, más nivel de estrés, delito más grave.

– Eso es lo que pensamos. Pero no teníamos ninguna prueba. Así que Bosch tuvo una idea. Dijo que todos nosotros (él, yo y nuestros compañeros) iríamos a ver a ese tipo, Hagen se llamaba, a su casa. Dijo que un agente del FBI le había dicho en una ocasión que siempre había que abordar al sospechoso en casa si era posible, porque a veces obtenías más información del entorno que de lo que decían.

McCaleb contuvo una sonrisa. Ésa era una lección que Bosch había aprendido del caso Cielo Azul.

– Así que seguimos a Hagen a su casa. Vivía en Los Feliz, en una casa en decadencia cerca cíe Franklin. La tercera chica llevaba cuatro días desaparecida, así que sabíamos que nos estábamos quedando sin tiempo. Llamamos a la puerta y el plan era actuar como si no supiéramos nada de su historial y hubiéramos llegado allí para pedirle ayuda sobre los empleados de la tienda. Ya sabes, ver cómo reaccionaba o si metía la pata.

– Sí.

– Bueno, estábamos allí en el salón de ese tipo y yo llevaba el peso del interrogatorio, porque Bosch quería ver cómo se tomaba el tío que una mujer llevara el control. Y no habían pasado ni cinco minutos cuando Bosch, de repente, se levantó y dijo: «Es él, ella está aquí, en algún sitio.» Y cuando lo dijo, Hagen se levantó y corrió hacia la puerta. No llegó muy lejos.

– ¿Era un farol o parte del plan?

– Ni una cosa ni otra. Bosch lo supo. En la mesita de al lado del sofá había uno de esos monitores de bebés, ¿sabes? Bosch lo vio y lo entendió todo. Era la parte equivocada. El transmisor. Eso quería decir que el receptor estaba en algún otro sitio. Si tienes un niño lo pones al revés. Escuchas desde el salón los ruidos de la habitación del bebé. Pero éste estaba al revés. El perfil de Griffin decía que al tipo le gustaba tener el control, que probablemente ejercía coacción verbal sobre su víctima. Bosch vio el transmisor y algo hizo clic; el tipo la tenía en algún sitio y se corría hablándole.

– ¿Tenía razón?

– Dio en el clavo. La encontramos en el garaje, en un congelador desconectado con tres agujeros para que entrara el aire hechos con un taladro. Era como un ataúd. El receptor del aparato estaba allí con ella. Luego la chica nos explicó que Hagen no dejaba de hablarle siempre que estaba en casa. También le cantaba. Éxitos de los cuarenta. Cambiaba las letras y cantaba que iba a violarla y matarla.

McCaleb asintió. Lamentó no haber participado en el caso, porque sabía lo que Bosch había sentido, ese repentino momento de fusión en que los átomos chocan entre sí. Ese instante en que sencillamente lo sabes. Un momento tan emocionante como aterrador. El momento para el que viven secretamente todos los detectives de homicidios.

– La razón por la que te cuento esta historia es por lo que Bosch hizo y dijo después. En cuanto tuvimos a Hen en el asiento trasero de un coche patrulla y empezamos a registrar la casa, Bosch se quedó en la sala con el avisador del bebé. Lo conectó y no dejó de hablar a la chica. Decía: «Jennifer, estamos aquí. Todo irá bien, Jennifer, ya vamos. Estás a salvo y vamos a buscarte. Nadie va a hacerte daño.» No paró de hablar así, de calmarla de esta forma.

Winston hizo una larga pausa y McCaleb vio que su mirada estaba perdida en aquel recuerdo.

– Después de que la encontramos todos nos sentimos muy bien. Es lo mejor que me ha pasado en este trabajo. Me acerqué a Bosch y le dije: «Debes de tener hijos. Le has hablado como si fuera hija tuya.» Y él sólo sacudió la cabeza y dijo que no. Dijo: «Sólo sé lo que es estar solo en la oscuridad.» Y luego se marchó.

Ella miró a McCaleb desde la puerta.

– Cuando has hablado de la oscuridad me lo has recordado.

Él asintió.

– ¿ Qué haremos si llegamos a un punto en que sabemos seguro que fue él? -preguntó Winston, con la cara vuelta hacia el cristal.

McCaleb respondió rápidamente para no tener que pensar en la pregunta.

– No lo sé -dijo.

Después de que Winston hubo puesto la lechuza de plástico de nuevo en la caja de las pruebas, recogió todas las páginas que le había mostrado y salió. McCaleb se quedó de pie en la puerta corredera y observó cómo la detective subía por la rampa hasta la verja. McCaleb consultó el reloj y vio que le quedaba mucho tiempo antes de prepararse para la noche. Decidió ver parte del juicio en Court TV.

Miró de nuevo hacia afuera y vio a Winston guardando la caja de pruebas en el maletero de su coche. Detrás de él, alguien se aclaró la garganta. McCaleb se volvió abruptamente y allí estaba Buddy Lockridge en la escalera, mirándolo desde la cubierta inferior. Tenía un montón de ropa entre las manos.

– Buddy ¿qué cono estás haciendo?

– Tío, estás trabajando en un caso raro.

– He dicho qué cono estás haciendo.

– Iba a hacer la colada y pasé por aquí, porque tenía la mitad de mis cosas en el camarote. Entonces aparecisteis vosotros dos y cuando tú te pusiste a hablar supe que no podía salir.

Mantuvo en las manos el montón de ropa como prueba de lo que estaba diciendo.

– Así que me senté en la cama y esperé.

– Y has escuchado todo lo que hemos dicho.

– Es una locura de caso, tío. ¿Qué vas a hacer? He visto a ese Bosch en Court TV. Parece que está un poco tenso.

– Yo sé lo que no voy a hacer. No voy a hablar contigo de esto. -McCaleb señaló la puerta de cristal-. Vete, Buddy, y no digas ni una palabra de esto a nadie. ¿Me has entendido?

– Claro, entendido. Yo sólo estaba…

– Marchándome.

– Lo siento, tío.

– Yo también.

McCaleb abrió la corredera y Lockridge salió como un perro con el rabo entre las piernas. McCaleb tuvo que contenerse para no darle una patada en el trasero. En lugar de eso corrió la puerta con cara de pocos amigos y ésta tembló en su marco. Se quedó allí mirando a través del cristal hasta que vio a Lockridge subir toda la rampa y entrar en el edificio donde había un servicio de lavandería con monedas.

Su escucha había comprometido la investigación. McCaleb sabía que debería llamar al busca de Winston de inmediato y contárselo para ver cómo quería manejarlo ella. Pero lo dejó estar. Lo cierto era que no quería hacer ningún movimiento que pudiera apartarlo de la investigación.

19

Después de poner la mano sobre la Biblia y prometer decir toda la verdad, Harry Bosch se sentó en la silla de los testigos y levantó la vista hacia la cámara instalada sobre la tribuna del jurado. La mirada del mundo estaba puesta en él, y lo sabía. El juicio estaba siendo trasmitido en directo por Court TV y localmente por Channel 9. Trató de no aparentar nerviosismo, pero sabía que los miembros del jurado no eran los únicos que estarían estudiándolo y juzgando su actuación y su personalidad. Era la primera vez después de muchos años de testificar en juicios penales que no se sentía completamente a gusto. Estar del lado de la verdad no le reconfortaba cuando sabía que la verdad tendría que recorrer una traicionera carrera de obstáculos cuidadosamente dispuestos por un acusado rico y bien conectado y por su rico y bien conectado abogado.

Dejó la carpeta azul -el expediente de la investigación de asesinato- en la repisa del estrado de los testigos y se acercó el micrófono. Sonó un agudo chirrido que hirió los oídos de todos los presentes en la sala.

– Detective Bosch, le ruego que no toque el micrófono -entonó el juez Houghton.

– Disculpe, señoría.

Un ayudante del sheriff que actuaba como alguacil del juez se acercó al estrado, apagó el micrófono y ajustó la posición. Cuando Bosch hizo una señal con la cabeza desde su nueva posición, el alguacil volvió a encenderlo. El ayudante del juez pidió entonces a Bosch que dijera su nombre completo y que lo deletreara para el acta.