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Graciela puso mala cara, aunque a McCaleb le seguía pareciendo hermosa. Tenía la piel cobriza y un pelo castaño oscuro que enmarcaba un rostro con ojos de un marrón tan oscuro que apenas se distinguía el iris de la pupila. La belleza de su esposa era otra de las razones por las que buscaba siempre su aprobación. Había algo purificador en sentirse bañado por la luz de su sonrisa.

– Terry, he escuchado lo que hablabais en el porche, después de que la niña se durmiera. Oí lo que dijo Jaye acerca de qué era lo que hacía latir tu corazón y de que no pasa un día sin que pienses en tu trabajo. Sólo te pido que me digas si tenía razón.

McCaleb se quedó un momento en silencio. Miró el plato vacío y luego hacia el puerto y las luces de las casas que trepaban por la otra colina, hasta el hotel de la cima del monte Ada. Asintió muy despacio y luego volvió a mirarla.

– Sí, tenía razón.

– Entonces, todo esto, lo que hacemos aquí, la niña, ¿es una mentira?

– No, claro que no. Esto lo es todo para mí y lo protegería con todo lo que tengo. Pero la respuesta es que sí, pienso en lo que era y en lo que hacía. Cuando estaba en el FBI salvaba vidas, Graciela, así de simple. Luchaba contra el mal para que este mundo fuera un poco menos oscuro. -Levantó la mano e hizo un gesto hacia el puerto-. Ahora tengo una vida maravillosa contigo y con Cielo y con Raymond. Y pesco para la gente rica que no tiene otra cosa en la que gastar el dinero.

– O sea que quieres las dos cosas.

– No sé lo que quiero, pero sé que cuando Jaye estuvo aquí yo le hablaba porque sabía que me estabas escuchando. Decía lo que querías escuchar, pero sabía que no era lo que de verdad quería yo. Lo que quería era abrir ese expediente y ponerme a trabajar en ese mismo instante. Jaye no se equivocaba conmigo, Gracie. No me había visto en tres años, pero me tenía bien calado.

Graciela se levantó y rodeó la mesa para ir a sentarse en el regazo de su marido.

– Es sólo que estoy asustada por ti -dijo, y se abrazó a él.

McCaleb sacó dos vasos altos del armario y los puso en la encimera. Llenó el primero con agua mineral y el segundo con zumo de naranja. Entonces, empezó a tragar las veintisiete pastillas que había alineado en la mesa, acompañándolas con sorbitos de agua y de zumo para ayudar a pasarlas. Tomarse las píldoras -dos veces al día- era su ritual, y lo detestaba. No era por el sabor, eso era algo que ya había superado con creces en los últimos tres años, sino porque el ritual constituía un recordatorio de la extrema dependencia de factores externos que tenía su vida. Las pastillas eran una correa. No podría vivir mucho tiempo sin ellas. Buena parte de su mundo giraba en torno a asegurar que siempre las tendría. Hacía planes acerca de ellas, las acaparaba. A veces incluso aparecían en sus sueños.

Cuando hubo acabado, McCaleb fue a la sala de estar, donde Graciela estaba leyendo una revista. No levantó la mirada cuando él entró, otra señal de que no le hacía gracia lo que de repente estaba sucediendo en su casa. Él se quedó allí un momento, pero al ver que nada cambiaba se fue a la habitación de la niña, al fondo del pasillo.

Cielo continuaba dormida en su cuna. La luz del techo estaba atenuada y subió la intensidad lo justo para verla con claridad. Se acercó a la cuna y se inclinó para sentir la respiración del bebé y percibir su olor. Cielo tenía la piel y el pelo oscuros, como su madre, pero los ojos eran azules como el océano. Sus manilas estaban cerradas en puños, como si quisiera mostrar que estaba dispuesta a luchar por la vida. McCaleb sentía un profundo amor por ella cuando la veía dormir. Pensó en toda la preparación que había tenido que pasar, en los libros y los consejos de las amigas de Graciela que eran enfermeras de pediatría en el hospital. Todo para estar preparados para cuidar de una vida frágil y extremadamente dependiente de ellos. Nadie le dijo nada, ni él lo leyó en ningún sitio, para prepararlo para lo contrario: la certeza que tuvo en el mismo instante de tenerla en brazos por primera vez, la certidumbre de que su propia vida dependía de la de la niña.

Estiró el brazo y cubrió la espalda de la niña con la mano. Ella no se movió. McCaleb sentía el latido del minúsculo corazón. Parecía acelerado y desesperado, como una plegaria susurrada. En ocasiones ponía la mecedora al lado de la cuna y se quedaba observando a la pequeña hasta muy tarde. Esa noche era diferente. Tenía que irse. Tenía trabajo que hacer y no estaba seguro de si estaba allí para darle las buenas noches a Cielo o si de algún modo también buscaba obtener de la niña inspiración o aprobación. Bien pensado no tenía sentido, sin embargo, sabía que tenía que observarla y tocarla antes de ponerse a trabajar.

McCaleb caminó por el embarcadero y luego bajó las escaleras hasta el muelle de los esquifes. Encontró su Zodiac entre las otras pequeñas lanchas y subió a bordo, con cuidado de poner la cinta de vídeo y el expediente de la investigación bajo la protección de la proa inflable. Tiró dos veces de la cuerda hasta que el motor se puso en marcha y se dirigió hacia el carril central del puerto. En Avalon no había atracaderos, las embarcaciones estaban atadas a boyas dispuestas en líneas que seguían la forma cóncava del puerto natural. Como era invierno, había pocos barcos, pero de todos modos McCaleb no cortó camino pasando entre las boyas. Siguió los pasillos, del mismo modo que cuando uno conduce por las calles del barrio no pasa por encima de los jardines de los vecinos.

Hacía frío en el agua y McCaleb se abrochó el chubasquero. Al aproximarse al Following Sea distinguió el brillo de la televisión detrás de las cortinas del salón. Eso significaba que Buddy Lockridge no había terminado a tiempo de tomar el último trasbordador y se iba a quedar a pasar la noche.

McCaleb y Lockridge trabajaban juntos el negocio de las excursiones de pesca. El barco estaba puesto a nombre de Graciela y la titularidad de la licencia para las excursiones y del resto de la documentación relacionada con el negocio era de Lockridge. Los dos hombres se habían conocido más de tres años antes, cuando McCaleb tenía atracado el Following Sea en el puerto deportivo de Cabrillo, en Los Ángeles, y vivía a bordo mientras se dedicaba a restaurarlo. Buddy residía en un barco vecino y ambos habían desarrollado una amistad que en los últimos tiempos se había convertido en sociedad.

Durante las agitadas temporadas de primavera y verano, Lockridge se quedaba muchas noches en el Following Sea, pero en temporada baja solía tomar un trasbordador hasta su barco amarrado en el puerto deportivo de Cabrillo. Al parecer tenía más éxito en los bares de la ciudad que en los escasos locales de la isla. McCaleb supuso que volvería a la mañana siguiente, puesto que no tenían ninguna otra salida hasta al cabo de cinco días.

McCaleb chocó con la Zodiac en la bovedilla del Following Sea. Paró el motor y salió con la cinta y la carpeta. Ató la lancha a la cornamusa y se dirigió a la puerta del salón. Buddy estaba esperándolo allí, porque habría oído la Zodiac o habría notado el golpe en la popa. Abrió la puerta corredera, con una novela de bolsillo en la mano. McCaleb echó un vistazo a la tele, pero no pudo distinguir qué estaba viendo.

– ¿Qué pasa, Terror? -preguntó Lockridge.

– Nada. Necesito trabajar un poco. Usaré el camarote de proa, ¿vale?

Entró en el salón. Hacía calor. Lockridge tenía el calefactor encendido.

– Claro. ¿Puedo ayudarte en algo?

– No, no tiene nada que ver con el negocio.

– ¿Tiene que ver con la mujer que vino antes, la ayudante del sheriff?

McCaleb había olvidado que Winston había pasado en primer lugar por el barco para pedirle la dirección a Buddy.