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– No es necesario, señora. Que pase un buen día.

McCaleb cerró el móvil. Sabía exactamente lo que había sucedido. Ni él ni Buddy habían escuchado el servicio de contestador del número que figuraba en los anuncios de las excursiones publicados en varias guías y revistas de pesca. Llamó al número, introdujo el código y, ciertamente, tenía un mensaje esperándole desde el miércoles. El grupo cancelaba la excursión y decía que ya concertarían otra fecha más adelante.

– Sí, claro -dijo McCaleb.

Borró el mensaje y cerró el teléfono. Sintió ganas de lanzárselo a la cabeza de Buddy por la puerta corredera de cristal, pero trató de calmarse. Entró en la pequeña cocina y sacó de la nevera un brick de litro de zumo de naranja. Se lo llevó a la popa.

– No hay salida hoy -dijo antes de tomar un buen trago de zumo.

– ¿Por qué no? -preguntó Raymond, visiblemente decepcionado.

McCaleb se limpió la boca en la manga de la camiseta.

– La cancelaron.

Lockridge levantó la vista del periódico y McCaleb lo fulminó con la mirada.

– Bueno, nos quedamos el depósito, ¿no? -preguntó Buddy-. Tomé un depósito de doscientos dólares en la Visa.

– No, no nos quedamos con el depósito porque cancelaron el miércoles. Supongo que los dos hemos estado demasiado ocupados para comprobar la línea tal y como se supone que hemos de hacer.

– Joder, es culpa mía.

– Buddy, delante del niño no. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?

– Lo siento, lo siento.

McCaleb continuó mirándolo. No había querido hablar de la filtración a McEvoy hasta después de la excursión de pesca, porque necesitaba la ayuda de Buddy para llevar una partida de pesca de cuatro hombres. Ya no importaba. Había llegado la hora.

– Raymond -dijo mientras seguía mirando a Lockridge-. ¿Aún quieres ganarte algo de dinero?

– Quieres decir que sí, ¿verdad?

– Sé, quiero decir que sí. Sí.

– Muy bien, entonces enrolla y engancha el sedal y empieza a entrar estas cañas y guárdalas en el estante, puedes hacerlo?

– Claro.

El chico rápidamente enrolló el sedal, sacó el cebo y lo tiró al agua. Colgó el anzuelo de uno de los ojetes de la caña y luego lo apoyó en la esquina de la popa, para llevárselo a casa. Le gustaba practicar su técnica de lanzamiento en la terraza trasera, lanzando un peso de goma de práctica al tejado y recogiéndolo de nuevo.

Raymond empezó a sacar las cañas para mar abierto de los soportes donde Buddy las había colocado en preparación para la excursión. De dos en dos se las llevó al salón y las puso en los estantes altos. Tenía que subirse en el sofá para hacerlo, pero era un sofá viejo que necesitaba urgentemente un tapizado y a McCaleb no le importaba.

– ¿Pasa algo, Terror? -probó Buddy-. Sólo es una salida, tío. Ya sabíamos que este mes iba a ser flojo.

– No es por la excursión, Bud.

– Entonces qué, ¿el caso?

McCaleb tomó un sorbito de zumo y dejó el brick en la borda.

– ¿Te refieres al caso en el que ya no estoy?

– Supongo, no lo sé. ¿Ya no estás más? ¿Cuándo…?

– No, Buddy, ya no estoy. Y hay algo de lo que quiero hablar contigo.

Esperó a que Raymond llevara otro par de cañas al salón.

– ¿Lees alguna ves el New Times, Buddy? -Te refieres a ese semanario gratuito.

– Sí, ese semanario gratuito. El New Times, Buddy. Sale todos los jueves. Siempre hay una pila en la lavandería del puerto. En realidad no sé por qué te estoy preguntando esto. Sé que lees el New Times.

De repente, Lockridge bajó la mirada. Parecía alicaído por la culpa. Levantó una mano y se frotó la cara. La mantuvo sobre los ojos cuando habló.

– Terry, lo siento. Nunca pensé que te volvería a ti. ¿Qué ha pasado?

– ¿Qué ocurre, tío Buddy? -Era Raymond, desde la puerta del salón.

– Raymond, ¿puedes meterte dentro y cerrar esa puerta durante unos minutos? -dijo McCaleb-. Pon la tele. Tengo que hablar con Buddy a solas.

El chico vaciló, sin dejar de mirar a Buddy que se tapaba la cara.

– Por favor, Raymond. Y deja esto en la nevera.

El chico finalmente salió y cogió el brick de zumo de naranja. Volvió a entrar y cerró la puerta. McCaleb miró de nuevo a Lockridge.

– ¿Cómo pudiste pensar que no me iba a llegar?

– No lo sé. Sólo pensé que nadie lo sabría.

– Bueno, pues te equivocaste. Y eso me ha causado muchos problemas. Pero por encima de todo es una puta traición, Buddy. Sencillamente no puedo creer que puedas haber hecho una cosa así.

McCaleb miró a la puerta de cristal para asegurarse de que el niño no estaba escuchando. No había señal de Raymond. Seguramente habría bajado a uno de los camarotes. McCaleb se dio cuenta de que su respiración estaba alterada. Se había enfadado tanto que estaba hiperventilando. Tenía que acabar con eso y calmarse.

– ¿Lo va a saber Graciela? -preguntó Buddy con voz suplicante.

– No lo sé. No importa lo que ella sabe. Lo que importa es que tenemos esta relación y tú vas y haces algo como esto a mis espaldas.

Lockridge seguía ocultando la cara tras los dedos.

– No imaginaba que significara tanto para ti, incluso si lo descubrías. No era gran cosa. Yo…

– No trates de mitigarlo o decirme si era poca cosa o no, ¿vale? Y no me hables con esa voz suplicante y quejosa. Cállate.

McCaleb caminó hasta la popa. Dándole la espalda a Lockridge, miró a la colina situada sobre la zona comercial de la pequeña localidad. Veía su casa. Graciela estaba en la terraza, con el bebé en brazos. Ella lo saludó y luego levantó la mano de Cielo en un saludo infantil. McCaleb le devolvió el saludo.

– ¿Qué quieres que haga? -dijo Buddy desde detrás de él. Tenía la voz más controlada-. ¿Qué quieres que diga? ¿Que no volveré a hacerlo? Bueno, no volveré a hacerlo.

McCaleb no se volvió. Continuó mirando a su mujer y a su hija.

– No importa que no vuelvas a hacerlo. El daño está hecho. Tengo que pensar en esto. Somos socios y amigos. O al menos lo éramos. Lo único que quiero ahora es que te vayas. Voy a entrar con Raymond. Coge la Zodiac hasta el muelle. Vuelve en el ferry de esta noche. No quiero verte aquí, Buddy. Ahora no.

– ¿Cómo vais a volver al muelle?

Era sin duda una pregunta desesperada con una respuesta obvia.

– Tomaré el taxi acuático.

– Tenemos una salida el sábado que viene. Es un grupo de cinco y…

– Ya me preocuparé por el sábado cuando llegue el momento. Puedo cancelarlo si tengo que hacerlo o pasarle los clientes a Jim Hall.

– Terry, ¿estás seguro de esto? Lo único que hice fue…

– Estoy seguro. Vamos, Buddy. No quiero continuar hablando.

McCaleb se volvió, pasó junto a Lockridge y caminó hasta la puerta del salón. La abrió y entró, luego corrió la puerta y la cerró tras él. No volvió a mirar a Buddy, Fue a la mesa de navegación y extrajo un sobre del cajón. Metió un billete de cinco dólares que sacó del bolsillo, lo cerró y escribió el nombre de Raymond.

– Eh, Raymond, ¿dónde estás? -llamó.

Para cenar comieron sándwiches de queso y chile. El chile era de Busy Bee. McCaleb lo había comprado en su camino desde el barco con Raymond.

McCaleb se sentó enfrente de su mujer, con Raymond a su izquierda y la niña a su derecha en una silla sujeta a la mesa. Estaban comiendo dentro, porque una niebla vespertina había envuelto la isla con un abrazo gélido. McCaleb permaneció en silencio y con aire taciturno durante la cena, igual que había estado todo el día. Al regresar a casa temprano, Graciela decidió mantener la distancia. Ella se llevó a Raymond de caminata al jardín botánico de Wrigley, en el cañón de Avalon. McCaleb se quedó con la niña, que estuvo haciendo alboroto la mayor parte del día. A él, de todos modos, no le importó. Le hacía pensar en otras cosas.