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– Nuestro próximo testigo será muy breve, señoría. Me gustaría que testificara antes del receso. Queremos concentrarnos en un solo testigo durante la sesión de tarde.

– Muy bien, adelante.

– Llamamos de nuevo al detective Bosch.

Bosch se levantó y subió al estrado de los testigos, con el expediente del asesinato. En esta ocasión no tocó el micrófono. Se acomodó y el juez le recordó que continuaba bajo juramento.

– Detective Bosch -empezó Langwiser-. ¿En un punto de su investigación del asesinato de Jody Krementz le pidieron que fuera en coche desde la casa del acusado a la de Jody Krementz y regresara de nuevo?

– Sí, usted me lo pidió.

– ¿Y usted lo hizo?

– Sí.

– ¿Cuándo?

– El dieciséis de noviembre, a las tres y diecinueve de la mañana.

– ¿Cronometró el trayecto?

– Sí, en ambos sentidos.

– ¿Y puede decirnos esos tiempos? Puede consultar sus notas si lo desea.

Bosch abrió la carpeta por una página previamente marcada. Se tomó un momento para examinar sus anotaciones, aunque conocía la respuesta de memoria.

– De la casa del señor Storey a la de Jody Krementz tardé once minutos y veintidós segundos, conduciendo respetando la velocidad máxima. Al regresar tardé once minutos y cuarenta y ocho segundos. En total veintitrés minutos y diez segundos.

– Gracias, detective.

Eso era todo. Fowkkes renunció a interrogar a Bosch, reservándose el derecho de llamarlo al estrado durante la fase de la defensa. El juez Houghton levantó la sesión para el almuerzo y la atestada sala empezó a vaciarse.

Bosch estaba abriéndose camino entre la maraña de letrados, espectadores y periodistas en el pasillo y buscando a Annabelle Crowe cuando una mano le sujetó el brazo con fuerza desde atrás. Se volvió y vio el rostro de un hombre negro que no reconoció. Otro hombre, éste blanco, se les acercó. Los dos hombres llevaban trajes grises casi idénticos y Bosch supo que eran del FBI antes de que el primero pronunciara una palabra.

– Detective Bosch, soy el agente especial Twilley del FBI. Él es el agente especial Friedman. ¿Podemos hablar en privado en alguna parte?

38

Tardó tres horas en revisar cuidadosamente la cinta de vídeo. Después de terminar, lo único que tenía McCaleb era una multa de aparcamiento. Tafero no había aparecido en el vídeo de la oficina de correos en el día en que se efectuó el giro. Y tampoco Harry Bosch. Le atormentaba pensar en los cuarenta y ocho minutos que habían sido grabados encima antes de su llegada a la oficina con Winston. Si hubieran ido primero a la oficina de correos y después a la comisaría de Hollywood quizá en ese momento tendrían al asesino en vídeo. Esos cuarenta y ocho minutos podían marcar la diferencia en el caso, la diferencia entre poder salvar a Bosch o condenarlo.

McCaleb estaba pensando en posibles escenarios cuando llegó al Cherokee y se encontró con una multa bajo el limpiaparabrisas. Maldijo, la sacó y la miró. Había estado tan absorto mirando la cinta que olvidó que había aparcado en una zona de estacionamiento limitado a quince minutos, delante de la oficina de correos. La multa iba a costarle cuarenta dólares, y eso dolía. Con las pocas excursiones de pesca que conseguían en los meses invernales, su familia había estado viviendo de la pequeña paga de Graciela y de su pensión del FBI. No les quedaba mucho margen con los gastos de los dos niños. Esto, sumado a la cancelación del sábado, les haría daño.

Volvió a poner la multa en el mismo sitio y empezó a caminar por la acera. Decidió que quería ir a Fianzas Valentino, aunque sabía que probablemente Rudy Tafero estaría en el juicio de Van Nuys. Quería seguir con su norma de ver al sospechoso en su ambiente. Podía ser que el sospechoso no estuviera presente, pero vería el entorno en el que se sentía seguro.

Mientras caminaba, sacó el teléfono móvil y llamó a Jaye Winston, pero le salió el contestador. Colgó sin dejar mensaje y la llamó al busca. Había andado cuatro travesías, y estaba casi en Fianzas Valentino cuando ella lo llamó.

– No tengo nada -informó.

– ¿Nada?

– Ni Tafero ni Bosch.

– ¡Mierda!

– Tuvo que ser en los cuarenta y ocho minutos que nos faltan.

– Tendríamos que…

– Haber ido antes a la oficina de correos. Ya lo sé, es culpa mía. Lo único que he conseguido es una multa de aparcamiento.

– Lo siento, Terry.

– Al menos me ha dado una idea. Fue justo antes de Navidad y estaba repleto. Si aparcó en una zona de quince minutos puede que se pasara de tiempo mientras esperaba en la cola. En esta ciudad los urbanos son como nazis. Acechan en las sombras. Siempre hay una posibilidad de que le pusieran una multa. Habría que comprobarlo.

– ¿El Hijo de Sam?

– Sí.

Ella se estaba refiriendo al asesino en serie de Nueva York al que lograron detener en los setenta por una multa de aparcamiento.

– Lo intentaré. Veré qué puedo hacer. ¿Qué vas a hacer tú?

– Voy a pasarme por Fianzas Valentino.

– ¿Tafero está allí?

– Probablemente esté en el juicio. Después iré allí para ver si puedo hablar con Bosch de todo esto.

– Será mejor que tengas cuidado. Tus colegas del FBI han dicho que iban a verlo en el almuerzo. Puede que sigan allí cuando llegues.

– ¿Qué esperan, que Bosch quede impresionado con sus trajes y confiese?

– No lo sé. Algo así. Querían presionarle. Abrir el expediente y encontrar contradicciones. Ya sabes, las trampas de rutina.

– Harry Bosch no es rutina. Están perdiendo el tiempo.

– Lo sé, y se lo he dicho. Pero a los agentes del FBI no se les puede discutir nada, ya lo sabes.

McCaleb sonrió.

– Eh, si resulta que la cosa va al revés y detenemos a Tafero quiero que el sheriff me pague esta multa.

– No estás trabajando para mí, estás trabajando para Bosch, ¿recuerdas? Que te pague él la multa. El sheriff sólo paga los crepés.

– Vale, tengo que colgar.

– Llámame.

Se guardó el teléfono en el bolsillo de su impermeable y abrió la puerta de cristal de Fianzas Valentino.

Era una salita blanca con un sofá y un mostrador. A McCaleb le recordó la recepción de un motel. Había un calendario en la pared con una foto de la playa de Puerto Vallaría. Un hombre estaba sentado con la cabeza baja, detrás del mostrador, haciendo un crucigrama, y detrás de él había una puerta cerrada que probablemente conducía a un despacho. McCaleb sonrió y empezó a rodear con determinación el mostrador antes incluso de que el hombre levantara la vista.

– ¿Rudy? Vamos, Rudy, sal de ahí.

El hombre levantó la cabeza cuando McCaleb pasó a su lado y abrió la puerta. Entró en un despacho cuyo tamaño era más del doble que el de la sala de espera.

– ¿Rudy?

El hombre del mostrador entró justo detrás.

– Eh, hombre, ¿qué está haciendo?

McCaleb se volvió, examinando la estancia.

– Estoy buscando a Rudy. ¿Dónde está?

– No está aquí, y ahora si hace…

– Me dijo que estaría aquí, que no tenía que ir al juicio hasta más tarde.

Examinando el despacho, McCaleb vio que la pared del fondo estaba cubierta de fotos enmarcadas. Dio un paso más hacia allí. La mayoría eran fotos de Tafero con famosos por los que había depositado una fianza, o para los que había trabajado como consultor de seguridad. Algunas de las fotos eran claramente de los días en que trabajaba de policía, al otro lado de la calle.

– Perdone, ¿quién es usted?

McCaleb miró al hombre como si lo acabara de insultar. Podía ser el hermano menor de Tafero. El mismo pelo y ojos negros, con aspecto de duro atractivo.