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La sangre había apelmazado el pelo algo largo de la víctima y se había acumulado en la parte del cubo en contacto con la mejilla izquierda. Winston empezó a mover la cabeza del cadáver y pasar los dedos por el cabello en busca del origen de la sangre. Al final encontró la herida en la coronilla. Retiró el pelo al máximo para verla.

– Barney, haz un primer plano de esto si es que puedes -dijo.

La cámara se acercó. McCaleb vio una herida pequeña y circular que no parecía perforar el cráneo. Sabía que la cantidad de sangre no siempre tenía relación con la gravedad de la herida, incluso heridas sin importancia en el cuero cabelludo podían derramar gran cantidad de sangre. En cualquier caso el informe de la autopsia le proporcionaría una descripción exhaustiva de la herida.

– Barn, graba esto -dijo Winston desviándose levemente del anterior tono monocorde-. Parece que hay algo escrito en la cinta que hace de mordaza.

Ella lo había observado al manipular la cabeza. La cámara se acercó. McCaleb distinguió unas letras ligeramente marcadas en la cinta aislante, allá donde ésta cruzaba la boca. Las letras parecían escritas en tinta, pero el mensaje estaba tapado por la sangre. McCaleb logró leer lo que parecía una palabra del mensaje.

– Cave -leyó en voz alta-. ¿Cave?

Pensó que tal vez era sólo parte de una palabra, pero no podía pensar: la única palabra más larga que se le ocurría era «caverna».

McCaleb congeló la imagen y se limitó a mirar, cautivado. Lo que estaba viendo lo transportaba a los lejanos días en que se dedicaba a trazar perfiles psicológicos, a una época en la que casi todos los casos que le asignaban le planteaban la misma pregunta: «¿Qué alma oscura y torturada es capaz de hacer esto?»

Las palabras de un asesino siempre eran significativas y situaban el caso en un plano superior. Por lo general, indicaban que el asesinato era una declaración, un mensaje transmitido del asesino a la víctima y de los investigadores al mundo.

McCaleb se levantó y bajó de la litera superior uno de los viejos archivadores. Levantó rápidamente la solapa y empezó a pasar los expedientes en busca de una libreta con algunas páginas en blanco. Empezar cada uno de los casos que le asignaban con una libreta de espiral nueva formaba parte de su ritual en el FBI. Al final encontró un expediente en el que sólo había un FSA y una libreta. Con tan pocos papeles en el expediente, sabía que sería un caso breve y que la libreta tendría muchas hojas en blanco.

McCaleb pasó las hojas de la libreta y vio que ésta apenas había sido usada. Entonces leyó la primera página del Formulario de Solicitud de Asistencia y enseguida reconoció el caso. Lo recordó de inmediato, porque lo había solucionado con una sola llamada telefónica. La solicitud había llegado de un detective de la pequeña localidad de White Elk, Minnesota, hacía casi diez años, cuando McCaleb todavía trabajaba en Quantico. El informe del detective decía que dos hombres se habían enzarzado en una pelea de borrachos en la casa que compartían, se habían desafiado a un duelo y ambos habían resultado muertos al abrir fuego al mismo tiempo desde una distancia de diez metros. El detective no necesitaba ninguna ayuda con el doble homicidio, porque era evidente, pero había algo que lo desconcertaba. En el curso del registro del domicilio de las víctimas, los investigadores se habían encontrado con algo extraño en el congelador del sótano. En un esquina del congelador había bolsas de plástico que contenían varias decenas de tampones usados. Los había de distintas marcas y los estudios preliminares de una muestra de los tampones reveló que la sangre menstrual correspondía a mujeres distintas.

El detective del caso no sabía qué tenía entre manos, pero se temía lo peor. Lo que solicitaba a la Unidad de Ciencias del Comportamiento del FBI era una idea acerca del posible significado de los tampones y de cómo proceder. Más concretamente, quería saber si los tampones podían ser recuerdos de las víctimas de uno o varios asesinos en serie que habían pasado desapercibidos hasta que se habían matado el uno al otro.

McCaleb sonrió al recordar el caso. Ya se había encontrado antes con tampones en un congelador. Llamó al detective y le formuló tres preguntas. ¿A qué se dedicaban los dos hombres? ¿Además de las armas de fuego había armas largas o alguna licencia de caza en el apartamento? Y, por último, cuándo empezaba la temporada de la caza del oso en Minnesota.

Las respuestas del detective resolvieron rápidamente el misterio. Ambos hombres trabajaban en el aeropuerto de Minneapolis para una empresa subcontratada encargada de suministrar personal de limpieza para los aviones comerciales. Se encontraron varios rifles en la casa, pero ninguna licencia. Y, por último, faltaban tres semanas para que se abriera la temporada de caza del oso.

McCaleb explicó al detective que en su opinión los hombres no eran asesinos múltiples, sino que habían estado recogiendo el contenido de los receptáculos para tirar tampones de los lavabos que habían limpiado. Se llevaban los tampones a casa y los congelaban. Cuando se iniciara la temporada de caza probablemente los descongelarían y los utilizarían para atraer a los osos, que eran capaces de oler la sangre desde una larga distancia. La mayoría de los cazadores utilizaban basura como cebo, pero no había nada mejor que la sangre.

Terry McCaleb recordó que el detective se había mostrado decepcionado de no tener ningún asesino o asesinos en serie entre manos. O bien estaba avergonzado porque un agente del FBI hubiera resuelto tan rápidamente el misterio sentado en un despacho de Quantico, o simplemente estaba molesto al darse cuenta de que su caso no iba a atraer la atención de los medios de comunicación nacionales. Colgó sin despedirse y McCaleb no volvió a saber nada más de él.

McCaleb arrancó las pocas páginas de notas del caso de la libreta, las puso en el expediente, junto con el FSA y devolvió el archivador a su lugar en la litera convertida en estantería. Empujó el archivador hasta el fondo y éste resonó en el mamparo.

McCaleb volvió a sentarse, miró la imagen congelada de la pantalla de la televisión y acto seguido la página en blanco de la libreta. Al final, sacó el bolígrafo del bolsillo de la camisa y estaba a punto de empezar a escribir cuando la puerta del camarote se abrió de repente y apareció Buddy Lockridge.

– ¿Estás bien?

– ¿Qué?

– Estoy bien, Buddy. Sólo…

– Joder, ¿qué cono es eso?

Buddy estaba mirando la tele. McCaleb levantó inmediatamente el mando a distancia y apagó el aparato.

– Mira, Buddy, ya te he dicho que esto es confidencial y no puedo…

– Vale, vale, ya lo sé. Sólo estaba asegurándome de que no te hubieras desmayado o algo así.

– Muy bien, gracias. Estoy bien.

– Me quedaré un rato más arriba, por si necesitas algo.

– No necesitaré nada, pero gracias.

– ¿Sabes?, estás consumiendo un montón de energía. Mañana tendrás que poner el generador.

– No hay problema. Lo haré. Te veo más tarde, Buddy.

Buddy señaló la pantalla azul del televisor.

– Éste es de los raros.

– Adiós, Buddy -dijo McCaleb, impaciente.

Se levantó y cerró la puerta, aunque Buddy seguía en el umbral. Esta vez pasó la llave. Volvió a su asiento y empezó a escribir una lista en la libreta.

ESCENA DEL CRIMEN

1. Ligadura

2. Desnudo

3. Herida en la cabeza

4. Cinta/mordaza – ¿Cavé?

5. ¿Cubo?

Examinó la lista durante unos momentos, esperando que se le ocurriera una idea, pero no surgió nada. Era demasiado pronto. Instintivamente, sabía que las palabras de la mordaza constituían una pista que no iba a poder descifrar hasta que contara con el mensaje completo. Sintió la urgencia de abrir el expediente y buscarlo, pero en lugar de hacerlo, volvió a encender la tele y continuó reproduciendo la cinta desde el punto donde la había detenido. La cámara enfocaba de cerca la boca del cadáver y la cinta que la mantenía cerrada con fuerza.