Mauser se sentó, se sacudió los pantalones. Denton lo miraba expectante. Joe dijo:
– Vamos a hablar con la chica, Mya. A ver qué dice la zorrita del asesino.
Denton sonrió. Se levantó, alargó indecisamente el brazo y le apretó el hombro.
– ¿Seguro que estás bien?
Mauser asintió.
– Vámonos ya. Quiero empezar antes de que me dé el bajón.
– Conduzco yo.
– Sí, más nos vale. Porque si veo a alguien en la calle que se parezca al de la foto, me lo llevo por delante sin pensármelo dos veces.
Salieron de la comisaría en el Crown Victoria, con Denton al volante, y se incorporaron al tráfico en West Side Highway. El sol de primera hora de la mañana entraba por el parabrisas. El cuero frío de los asientos irritaba la piel de Mauser. En la radio sonaba un rock suave; el dj parecía haberse tomado una sobredosis de Xanax.
– La factura del móvil de Mya Loverne la mandan a un apartamento cerca del campus de Columbia reservado para estudiantes -dijo Joe-. Mantén los ojos bien abiertos por si nuestro hombre decide pasarse por allí para que le preste el coche.
– ¿Vive sola? -preguntó Denton.
– Sí, ¿por qué?
Denton soltó un bufido.
– Yo no pude pagarme una casa hasta que cumplí los treinta. Es increíble, joder.
Mauser habló con cierta aprensión.
– Es una chica guapa. He visto fotos suyas con su padre: fiestas para recaudar fondos en Cipriani, cenas elegantes que cuestan más por plato que tu hipoteca. Corre el rumor de que Loverne va a presentarse a fiscal del distrito. Da miedo, es casi como si usara a Mya como reclamo publicitario. Ella siempre lleva vestidos con mucho escote y las cámaras siempre sacan su lado bueno. El de los dos.
Denton dijo:
– La gente casi siempre vota por el candidato cuya hija está más buena. ¿Has visto a la hija de Bloomberg? Es increíble que sea hija suya -Denton tomó la salida de la calle 96 sin poner el intermitente.
– Habla tú -le dijo Mauser. Denton lo miró preocupado.
– ¿Seguro que quieres seguir con esto? Puedo hacer que le asignen el caso a otro, no hay problema.
Joe agitó la mano desdeñosamente.
– Por encima de mi cadáver. Estaré bien en cuanto lleguemos.
– No digas eso. Por encima del cadáver de Parker. Eso sí.
Joe sonrió.
– Trato hecho -bajó la ventanilla. El aire fresco le dio en la cara. Los árboles se sacudían suavemente, sus hojas crepitaban al viento. Se quedó mirando por la ventanilla. Sus ojos se fijaban en todo lo que se movía.
Denton aparcó en un sitio muy estrecho, en la esquina de la 114 con Broadway, apoyándose en el cabecero mientras daba marcha atrás. Mauser notó que ni siquiera miraba por los retrovisores. Aquel tipo sólo se fiaba de sus ojos. Y eso a Mauser le gustaba.
Joe sintió crujir sus rodillas al salir del coche. Denton se puso unas gafas de sol de diseño. Su cabello rubio encajaba a la perfección entre los hombres y mujeres jóvenes que, provistos de maletines, atestaban las calles. Cuerpos morenos y atléticos, sanos y vigorosos a la luz cobriza del sol. Listos para ocupar su lugar entre el proletariado neoyorquino.
– Vas a desentonar -dijo Mauser, señalándole el pelo. Denton se pasó la mano por él, se lo peinó con los dedos, se echó a reír.
– Eres un capullo -dijo con una sonrisa.
Mauser se sintió más relajado. Tal vez los rumores sobre Denton fueran falsos. O quizá se le estuviera pegando algo de él.
– Venga, vamos a hablar con la señorita Loverne.
Mauser admiró la fachada del edificio, sus limpios ladrillos rojos, como si los gamberros le tuvieran demasiado respeto para mancillarlo con su «arte». Veía pasar a los transeúntes con la cabeza bien alta, tan alta que no veían la mugre que había a sus pies. Una cosa que había aprendido con los años era que casi todos los universitarios veían el mundo desde dentro de una pecera. Controlaban lo principaclass="underline" el genocidio en Kamchatka, la caza ilegal de ballenas en el Círculo Polar Ártico, gilipolleces de ésas. Pero si les preguntabas sobre algo que atañera a sus vidas, te miraban con ojos vidriosos y se ponían a beber a sorbitos sus cafés con leche con doble de moca.
Parker era sólo otro más en una línea cada vez más larga de cretinos que se creían los reyes del mambo. Conseguían un poco de fama, un poco de notoriedad, y de pronto eran Edward R. Murrow, una leyenda del periodismo.
El edificio de Mya Loverne no tenía portero, sólo un portero automático anticuado con una pequeña cámara para que los inquilinos vieran quién llamaba desde el confort de su sofá cama. Mauser encontró el directorio en la pared y pasó el dedo por él hasta detenerse en M. Loverne. Apartamento 4A.
Denton apretó el botón gris y esperó. Mauser se paseaba alrededor arrastrando los pies, cada vez más nervioso. Cada momento que esperaban era un momento más que Parker tenía para escapar. Denton volvió a llamar. Diez, quince, veinte segundos después, seguía sin haber respuesta.
– A la mierda -dijo Mauser. Hizo a Denton a un lado y pulsó el botón. Lo dejó allí un minuto entero; luego lo soltó cinco segundos y volvió a pulsarlo. Por fin contestó una voz cansada de mujer.
– ¿Quién es? ¿Henry?
Denton intentó sofocar la risa. Mauser le dio un codazo.
– ¿Señorita Loverne? -dijo Denton.
– ¿Quién es?
– Señorita Loverne, me llamo Leonard Denton, del FBI.
– ¿Cómo dice? ¿Por qué…? ¿Qué ocurre?
Denton esperó unos segundos para que a ella se le acelerara el corazón. Para que empezara a asustarse.
Luego volvió a apretar de nuevo el botón y dijo:
– Tenemos que hablar con usted sobre su novio, Henry Parker.
– ¿Hay…? ¿Llevan una identificación o algo así?
Denton sostuvo su carné con el elegante sello azul del FBI delante de la cámara. Pasado un momento de vacilación, sonó el timbre y Denton abrió la puerta. Miró a Mauser inexpresivamente.
– Allá vamos.
Capítulo 11
Leí el artículo por tercera vez. La sangre, densa como cemento, me daba vueltas dentro de la cabeza. Malentendidos. Errores de apreciación. Insensibilidad. Fragilidad humana. Flaqueza. Todo aquello era cuantificable, podía rectificarse mediante acciones concretas. Los errores podían subsanarse. Los malentendidos explicarse. La fragilidad humana podía superarse recobrando fuerzas.
Yo me había enfrentado a todas esas cosas trabajando como periodista. Pero las emociones que sentí al leer aquellas palabras me eran totalmente ajenas. No había forma lógica de explicar por qué de pronto me buscaban por matar a un agente de policía.
Siempre había querido informar sobre el crimen y la corrupción. Demostrar a quienes se creían capaces de salirse con la suya que no podían hacerlo. Y ahora, con mi fotografía estampada en miles de periódicos por toda la ciudad, me había convertido exactamente en aquello que deseaba denunciar. Los auténticos reporteros sólo quieren escribir la historia. Nunca quieren ser sus protagonistas. Y ahora allí estaba yo. El héroe del día.
Volví a leer el artículo.
Un periodista de 24 años mata a un policía durante una redada.
El detective Jonathan A. Fredrickson, de 42 años, murió de un disparo en la noche de ayer mientras investigaba una transacción de estupefacientes. El portavoz de la policía, Ray Kelly, ha calificado de atroz acto de violencia la muerte de uno de los agentes más estimados de la policía de Nueva York. El supuesto homicida, Henry Parker, de 24 años, licenciado recientemente en la universidad de Cornell y miembro desde hace poco tiempo de la redacción de la New York Gazette, huyó del lugar de los hechos y no ha sido detenido aún.