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– Bienvenido -dijo Michael-. Me alegra que hayas venido habiéndote avisado con tan poco tiempo. Espero no haber interrumpido tu partido de tenis matutino.

El hombre no dijo nada. Blanket podía verlo claramente por primera vez. Medía algo más de metro noventa y pesaba poco más de noventa kilos. Llevaba el pelo castaño cortado estilo César, con un flequillo muy corto sobre la frente. Iba vestido con chaqueta de cuero negra (desgastada, pero en buen estado) y pantalones oscuros. Blanket calculó que debía de tener poco más de treinta años. Pero sus ojos oscuros recordaban a los de los policías que llevaban demasiado tiempo en el oficio: hombres que habían visto las profundidades del infierno y se habían hundido hasta tales simas que ya no podían volver.

– Michael -dijo el Hacha. Inclinó ligeramente la cabeza, con más formalidad que respeto-. Supongo que no me has llamado para hablar de trivialidades.

DiForio sonrió y dijo:

– No. Así que vamos al grano. Ya sabes que eso es lo que siempre me ha gustado de ti. Nada de tonterías. Directo al asunto.

Blanket notó que Charlie se removía, abría y cerraba los dedos. Estaban en presencia de un fantasma del inframundo de Nueva York, un hombre cuyo pasado estaba bien documentado, un hombre al que se veneraba como a una leyenda perturbadora y al que se temía hasta el punto de la parálisis.

El Hacha había hecho sus primeros pinitos como asesino profesional a la tierna edad de quince años. Trabajaba como mercenario para mafiosos de poca monta, hombres a los que no les importaba que el trabajo fuera un poco chapucero, demasiado sangriento para pasar inadvertido. El Hacha mataba con cruel indiferencia hacia la limpieza o la sutileza. Sus víctimas eran traficantes de drogas que sisaban beneficios, intermediarios que no pagaban a tiempo. Rateros de tres al cuarto. Muertes a las que la policía prestaba poca atención. Vidas que nadie echaba de menos. Apenas entrado en la edad adulta, el Hacha era un jugador de segunda división con todas las herramientas para llegar a primera.

En cuanto se extendió la fama de su eficiencia brutal, lo contrató una sola organización cuyo último mercenario había sido encontrado en el puente de Verrazano-Narrows, con las tripas esparcidas por el suelo. Su nuevo jefe le ofreció su primer encargo importante: asesinar al consigliere de una organización rival, un golpe de mano que tendría repercusiones en toda la ciudad.

El Hacha le tendió una emboscada en un club elegante, mató a tres guardaespaldas con una ráfaga de ametralladora, humo y sangre. Pero, en medio del caos, su objetivo logró sobrevivir. Y por primera vez había un superviviente que podía identificarlo.

Dos días después, cuatro hombres armados irrumpieron en casa del Hacha, en un edificio de cinco plantas de la parte este de la ciudad. El disparo que destrozó la puerta los despertó a él y a su mujer, una actriz principiante llamada Anne que estaba a un paso de ser una belleza y tenía talento suficiente para triunfar a lo grande.

El Hacha mató a uno de los hombres antes de que dispararan otro tiro. Comprendiendo que tenía pocas oportunidades de ganar a tres hombres armados, agarró a su mujer y corrió hacia la salida de incendios. Una bala le dio en los riñones. Los asesinos lo agarraron por las piernas entumecidas y volvieron a meterlo en la casa. Uno los mantuvo a raya a punta de pistola mientras los otros rociaban el apartamento con gasolina y arrancaban la tubería del gas de la cocina.

El que llevaba la voz cantante se inclinó sobre él y le dijo:

– Ésta es tu primera y última advertencia, gilipollas -entonces apoyó el cañón de la pistola en la cabeza de Anne y apretó el gatillo.

El Hacha recibió otro disparo en el pecho. Uno de los pistoleros encendió un cigarrillo, exhaló el humo y se lo ofreció al Hacha, que agonizaba en el suelo del dormitorio. Antes de marcharse, el pistolero tiro el cigarrillo encendido a un charco de gasolina.

«Tu primera y última advertencia».

Mientras las llamas devoraban el apartamento, el Hacha logró arrastrarse hasta la ventana y lanzarse por la salida de incendios. Cayó rodando por un tramo de escaleras. Luego, el apartamento estalló en una bola de fuego.

Cuatro semanas después todos los asesinos estaban muertos: sus miembros aparecieron dispersos por la ciudad con la precisión de colillas de cigarrillo. Todos, salvo uno. Uno que había sobrevivido a la venganza del Hacha. Uno al que nunca encontró. Y era aquel hombre, el pistolero que había logrado de algún modo escapar a su ira, el que había volado la cabeza de su mujer, quien hacía que el corazón del Hacha siguiera latiendo.

El Hacha estaba muerto para el mundo. Era otra estadística para el FBI. Otro caso cerrado. Entre los restos del apartamento se encontraron dos cuerpos calcinados. Uno era el de Anne; el otro, el del asesino muerto. Las autoridades dieron por sentado que el Hacha había muerto. Ahora, años después, su nombre y su cara eran un misterio para todo el mundo, excepto para aquellos a quienes servía.

Pero la fuerza motriz que se ocultaba detrás de cada asesinato era su alma, su amor perdido: la fotografía de Anne que llevaba en el bolsillo del pecho.

Justo antes de saltar por la salida de incendios, logró agarrar una vieja fotografía de la cómoda. Era una fotografía de Anne sentada en una playa de arena, con un hermoso vestido amarillo y un sol naranja hundiéndose en el horizonte. Fue tomada la primera noche de su luna de miel. Mientras su cuerpo sangraba, el Hacha se guardó la fotografía en el bolsillo derecho. La fotografía era su último recuerdo de la mujer a la que tanto había amado, el único recuerdo que conservaba de ella. Era su segundo corazón, y latía con la sangre venenosa de un hombre cuya sed de venganza no se saciaría jamás.

Nunca volvería a amar, nunca volvería a preocuparse por nadie. Vivía cada día únicamente para vengar la muerte de su amada. Y todo el mundo sabía que algún día lo conseguiría.

Aquél era el hombre que se hallaba en pie a un metro de Blanket.

DiForio rodeó la mesa. Llevaba un periódico en la mano. Blanket reconoció la fotografía de la primera página. Nadie tuvo que decir nada. En cuanto el Hacha aceptara el trabajo, y lo aceptó, la vida de Henry Parker se habría acabado.

DiForio levantó el periódico para que el Hacha lo viera; luego se lo dio. El otro ni siquiera lo miró.

– Henry Parker -dijo DiForio-. Tiene algo que me pertenece. Un paquete con material importante que no puedo permitirme perder. Necesito que me lo traigas. Después quiero que Parker desaparezca.

El Hacha no se movió. DiForio lo miró.

– ¿No necesitas un cuaderno o algo así? ¿Tomar nota? -preguntó.

El Hacha lo miraba fijamente. Sus ojos no denotaban nada.

Michael prosiguió.

– Tenemos una fuente bastante próxima a la investigación. Sabemos que la policía no ha encontrado a Parker aún y que esperan que intente marcharse de la ciudad. La mayoría de los principales puntos de salida están cubiertos: la Autoridad Portuaria y los aeropuertos. Creen que es posible que se haya ido en el Camino. Ya sabes, el tren que va a Jersey.

– No -dijo el otro.

– ¿Cómo que no? -preguntó DiForio, divertido.

– No -repitió el Hacha con voz monótona-. Si Parker quiere huir, no lo hará cruzando el Hudson. Se irá mucho más lejos.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Michael.

– Porque es lo que haría yo -el Hacha se quedó pensando un momento-. Va a necesitar ropa y dinero. Si intenta usar su tarjeta de crédito, la policía lo encontrará enseguida. Conseguidme los números de sus tarjetas. Hay demasiadas variables que la policía puede controlar y nosotros no. Ellos tienen más personal. Ya han empezado a buscar. Nos llevan la delantera.

– ¿Qué sugieres que hagamos?

– Esperemos que Parker sea tan listo como sugiere su historial. No va a cometer errores estúpidos. Con un poco de suerte, ya habrá huido y nosotros estaremos en la misma situación que el Departamento de Justicia. ¿La policía ha empezado ya a pinchar teléfonos?