Normalmente me habría parado a mirar unos minutos, pero ahora me preocupaba más la gente que observaba a los manifestantes. La policía. Estaban allí parados, con los brazos en jarras, vigilando la manifestación pacífica. Asegurándose de que la muchedumbre de neohippies no empezaba a lanzar ladrillos de cáñamo contra la tienda de Virgin.
Mantuve los ojos fijos en un pequeño contingente de policías situado junto a una cafetería y avancé siguiendo el murete de ladrillo que rodeaba el parque de Union Square, me dirigí al sur y enfilé la Tercera Avenida.
Tenía gracia, pensé. Después de llevar un mes viviendo en Nueva York, por fin empezaba a sentirme a gusto allí. Había ido con la esperanza de que la ciudad me recibiera con los brazos abiertos y ahora me rechazaba como a un órgano enfermo. Investigar una historia, hacer mi trabajo me había conducido a aquella pesadilla.
La decisión era evidente. Tenía que salir de Nueva York. Tenía que descubrir por qué aquel policía había estado a punto de matarme. Mis alternativas iban disminuyendo. Todavía llevaba el cuaderno en la mochila, un amargo recordatorio de por qué había ido a casa de los Guzmán.
La policía había ido a ver a Mya y yo ya no estaba a salvo en la parte alta de la ciudad. ¿Estaba ella cooperando con las autoridades? Pasara lo que pasase, cuando aquello acabara Mya ya no formaría parte de mi vida. Eso estaba claro. Tres años esfumándose como si nada hubiera pasado. Un camino de recuerdos que llevaba derecho a un precipicio.
Era demasiado para asimilarlo. Tenía que contemplar las cosas con objetividad. Lo que tenía que hacer y cómo hacerlo.
Elegí una cabina en la calle 12 Este y marqué el número de información. Dos pitidos y respondió una grabación.
– ¿Ciudad y estado?
– Nueva York, Nueva York. Manhattan.
– Espere un momento mientras lo pasamos con un operador.
Sonó el teléfono y oí que alguien marcaba unas teclas. Luego sonó una voz masculina y alegre.
– Información telefónica, mi nombre es Lucas, ¿en qué puedo ayudarlo?
– Quería el número principal de la Universidad de Nueva York.
– Gracias, señor, un momento.
Pasaron unos segundos, cada uno de ellos más penoso que el anterior. Luego Lucas volvió a ponerse.
– Señor, tengo dos números. Uno es de un directorio automatizado y el otro de la centralita del campus.
– ¿El de la centralita lo maneja un ser humano?
– Creo que sí, señor.
– Deme ése.
– Sí, señor, y gracias por usar…
– Páseme.
Otro pitido cuando me conectó. Esta vez respondió una mujer. Parecía mucho menos entusiasmada con su trabajo que Lucas.
– Universidad de Nueva York. ¿Con quién quiere que le ponga?
– Sí, hola. ¿Tienen, por casualidad, un servicio de intercambio de transporte para estudiantes?
– Sí -contestó, y bostezó audiblemente-. No lo subvenciona oficialmente la universidad, pero facilitamos el contacto entre estudiantes para que se pongan de acuerdo entre sí.
– ¿Puede decirme qué alumnos tienen coches registrados en el servicio que salgan hoy?
– Lo siento, pero no facilitamos esa información por teléfono. Los listados están en el tablón de anuncios de la Oficina de Actividades del Alumnado.
– ¿Y dónde está eso?
– En el número 60 de Washington Square Sur.
– ¿Puede decirme por dónde queda eso?
– Espere un momento -oí un ruido de papeles, luego una maldición, un murmullo de fondo; parecía haberse cortado con un papel-. ¿Oiga?
– Sigo aquí -dijo Henry.
– La OAA está entre las calles La Guardia y Thompson, en la 4 Oeste.
– Gracias -colgué antes de que le diera tiempo a decir «de nada».
Me dirigí hacia el oeste por la 11 y doblé luego hacia el sur por Broadway. Me paré en una tienda y compré una camisa grande de los Yankis por cinco dólares. Entré en una cafetería que apestaba a sándwiches de cordero mohosos, fui al servicio y me cambié. Dejé mi ropa en la papelera, enterrada debajo de un montón de toallas de papel mojadas.
Hice una mueca al subirme la pernera del pantalón para echarle un vistazo a la herida. Se me revolvió el estómago vacío. Tenía un desgarrón rojo que me cruzaba el muslo, rodeado de sangre coagulada.
El día anterior estaba sentado a mi mesa en la Gazette y ahora allí estaba, en el aseo de una cafetería, mirando una herida de bala. Por suerte la bala sólo parecía haber rozado la piel. Limpié la herida con toallas mojadas, mordiéndome el labio para aguantar el dolor.
No paraba de decirme que aquello no era posible. En cualquier momento me despertaría en mi cama.
«Despierta, por favor».
Llegué a la OAA a las nueve menos cinco. La mayoría de los estudiantes que se respetaran a sí mismos estarían durmiendo aún, cansados después de una noche de juerga postexámenes finales o perdiendo el tiempo antes de incorporarse a sus trabajos veraniegos. Con un poco de suerte, encontraría al menos uno que se saliera del redil.
Subí los escalones y abrí la puerta, pero entonces me detuve. ¿Y si había periódicos dentro? Era casi seguro que los estudiantes, encapsulados en sus burbujas, no habrían leído la primera página del periódico de ese día, pero tal vez alguna secretaria o algún administrativo se hubiera interesado por las noticias.
Tenía que seguir adelante. Si me quedaba allí parado despertaría sospechas. No tenía elección. Mis alternativas eran muy pocas. Aquél era mi plan B. Y no tenía plan C.
Respiré hondo, bajé el picaporte y abrí la puerta.
Me recibió una ráfaga de aire frío. Había varios estudiantes sentados en un sofá verde, leyendo revistas en las que no parecían tener mucho interés. La habitación tenía el ambiente esterilizado de la consulta de un médico, combinado con el confort del asiento de atrás de un taxi.
Me acerqué a un tipo corpulento que fingía leer el Harper’s Bazaar, aunque parecía más interesado en una pelirroja muy bien dotada que había al otro lado de la habitación que en las tendencias de la moda de verano.
– Perdona -dije. Bajó la revista y me miró con fastidio-. ¿Sabes dónde ponen la lista del servicio de intercambio de transporte entre estudiantes?
– No, lo siento -volvió a levantar la revista y siguió fingiendo que leía.
– Están en ese pasillo de la izquierda. Justo antes de la secretaría.
Me volví y vi que la pelirroja me sonreía. Estaba leyendo un libro de bolsillo con la portada rota. En el lomo se leía Deseo. Señalé el pasillo al que se refería y ella asintió con la cabeza.
– No tiene pérdida -dijo-. Las tarjetas rojas son para viajes de un día y las azules para viajes de varios días. ¿Adónde vas?
– Eh, a casa -dije-. Gracias.
– De nada -contestó con los ojos muy abiertos, como si esperara más conversación.
Tomé un periódico de estudiantes y seguí el pasillo, tapándome la cara con las páginas al pasar por las oficinas. Las paredes azules estaban cubiertas de recortes y anuncios que colgaban precariamente de chinchetas y grapas. Miré de pasada unos pocos. Juegos de mesas y sillas a la venta. Una alfombra usada, verde. Tres gatitos siameses que buscaban hogar.
Entonces lo encontré. Una repisa de madera con una veintena de tiras de papel grandes, la mitad rojas y la mitad azules. En cada una de ellas había un nombre impreso. Debajo del nombre estaba el destino del alumno en cuestión. Y debajo del destino la fecha y la hora a la que el alumno salía del campus, y el dinero que esperaba que aportara su pasajero. La mayoría pedían la gasolina, pero algunos esperaban que les pagaran la comida y/o la habitación y el desayuno si había que parar en un hotel.