Amanda asintió con la cabeza, encendió el motor y se metió en el carril que llevaba hacia el norte. El coche olía vagamente a grasa y caramelos de menta. En el suelo había un envoltorio de McDonald’s arrugado, rodeado por un cementerio de vasos de plástico. Me vio mirarlos y sonrió.
– ¿Qué pasa? ¿Es que una no puede comerse un McChicken de vez en cuando? ¿Es que hay que comer tofu con brécol todos los días?
– Yo no he dicho nada.
– No, pero lo estabas pensando.
– No estaba pensando nada -dije a la defensiva. Me miró de soslayo, con una expresión dolida.
– Crees que soy bulímica, ¿no?
Levanté la cabeza, sorprendido.
– ¿Qué?
– Crees que me atiborro de hamburguesas y patatas fritas y que luego vomito.
– No sé de qué estás hablando, te lo juro.
– Conozco a los de tu clase -soltó un bufido, puso el intermitente y siguió las indicaciones en dirección al túnel de Holland-. Os creéis la pera porque no coméis más que brotes enriquecidos con proteínas y os pasáis ocho horas en el gimnasio. Pero déjame decirte una cosa, Carl. Algunos tenemos metabolismos naturales. No nos pasamos el día leyendo revistas para chicas ni deseando ser Heidi o Gisele.
– ¿Quién es Heidi?
– Bah, olvídalo -dijo-. Está claro que esto no funciona. Quizá debería dejarte por ahí, en alguna parte.
Me quedé sin respiración. Empecé a tartamudear.
– No puedes… no puedes hacer eso. No, te lo juro, no pienso nada de eso. Sólo me he fijado en el envoltorio, nada más. Puedes comer lo que quieras. Me da igual que comas manteca para desayunar. De hecho, te animo a ello.
Amanda parecía afectada. Sus labios se fruncieron en una fea mueca.
– Entonces estás diciendo que estoy gorda.
– No, por Dios, en absoluto. Seguramente tienes el metabolismo más rápido del mundo. Si quieres pasarte el día comiendo McNuggets y pasteles…
– Carl -dijo Amanda. Otra vez tardé un momento en enterarme.
– ¿Sí?
– Era una broma.
Un silencio violento envolvió el coche mientras sus labios formaban una sonrisa de maníaca.
– Me estabas tomando el pelo.
– Vamos, ¿de verdad crees que me importa lo que piense un tío al que acabo de conocer de mis hábitos alimenticios? No te ofendas, Carlitos, pero no. Aunque reconozco que te lo has tomado muy bien. He conocido a tíos que empezaban a insultarme y a decirme que dejara los batidos.
– Así que haces esto con frecuencia. Da un poco de miedo.
– Así me ahorro gasolina y dinero en peajes. Y no se me puede reprochar que, de paso, intente entretenerme un poco.
– Bueno, por mí de acuerdo -dije-. Siempre y cuando lleguemos a… San Luis de una pieza, puedo cantarte sintonías televisivas para que te rías un rato.
– Si oigo una sola vez el estribillo de Dancing Queen, te vas a andando a San Luis.
Paramos en una fila de coches que esperaban para entrar en el túnel de Holland. El tráfico avanzaba con insoportable lentitud, pero Amanda se metió en el carril de peaje. Bajé la cabeza al pasar por la caseta de pago; no quería que me viera algún cobrador que, aburrido por el trabajo, estuviera echando una ojeada al periódico. Unos minutos después pusimos rumbo oeste, hacia Nueva Jersey.
Pasábamos velozmente junto a lámparas de sodio. Mi vida había quedado reducida a una carretera de un solo carril. La luz del final del túnel se fue haciendo más intensa a medida que nos acercábamos a la salida. Sentí náuseas. Estaba fuera de Nueva York, fuera de mi particular zona cero. Con un poco de suerte llegaríamos a San Luis al anochecer. Pero en mis prisas por irme no había tenido en cuenta qué haría después. Lo único que sabía era que había surgido una oportunidad de sobrevivir y que tenía que aprovecharla.
Ignoraba qué haría cuando llegáramos a San Luis, no conocía a nadie en aquel estado. No tenía teléfono, llevaba cuarenta dólares en la cartera y una herida de bala en la pierna. Mya estaba descartada, igual que Wallace Langston. Seguramente la policía los acechaba a ambos como buitres. Eran apéndices gangrenosos de los que debía deshacerme. Quizá para siempre. Mi vida se desarrollaba ahora en un universo social paralelo en el que, forzado a alejarme de quienes me importaban, sólo podía confiar en extraños.
Me inundó la culpa al mirar a la chica sentada a mi lado. Tenía los ojos fijos en la carretera, era tan delicada, tan inocente… Yo no había pensado en las consecuencias que aquello podía acarrearle. Amanda Davies estaba allí y yo había alargado los brazos hacia ella ciegamente. Y ahora ella también estaba a merced del azar. Quería disculparme, decirle en lo que se había metido. Pero si le contaba la verdad ya no sería una extraña. Mientras mi historia siguiera siendo la de Carl, mientras siguiera siendo un desconocido, estaba a salvo.
Amanda sacó unas gafas de aviador de una bolsita que llevaba encima del espejo retrovisor. Cuando tomamos la US-1/9 Sur, con el sol de la mañana brillando en el horizonte, se volvió hacia mí.
– ¿Te importa abrir la guantera? Sube ese botón. Puede que esté atascado, así que dale un buen tirón.
Lo hice y sobre mis rodillas cayeron media docena de mapas. Una cinta de medir. Tres entradas de cine usadas. Un chicle que parecía petrificado.
– Vale, ¿y ahora qué?
– Pásame ese cuaderno -dijo-. Ése de espiral.
Dentro de la guantera había una pequeña libreta de rayas, con espiral en la parte de arriba. Yo había visto muchas parecidas en diversas salas de redacción, hasta llevaba una parecida en la mochila. Muchos reporteros las usaban. ¿Era Amanda periodista? ¿Escritora? La idea resultaba abrumadora, pero ¿quién, si no, llevaba una libreta en la guantera?
Me quitó la libreta y la abrió por una hoja en blanco; luego le quitó la capucha con los dientes a un bolígrafo mientras apoyaba la libreta sobre el volante. Después empezó a escribir.
– Eh, oye -dije al ver que dos camiones pasaban a toda velocidad a ambos lados del coche-. ¿El primer mandamiento del buen conductor no es «mantén los ojos fijos en la carretera»?
– Hago esto siempre -dijo ella.
Asentí con la cabeza, como si hubiera visto aquel comportamiento montones de veces. Pero me agarré con fuerza al reposabrazos, por si acaso ella mentía.
– ¿Cuánto se tarda en llegar a San Luis? -pregunté.
Dejó de escribir.
– Entre doce y catorce horas, dependiendo del tráfico.
– ¿Y te las haces de una sentada?
Me miró como si le hubiera preguntado si el color de su pelo era natural.
– Lo he hecho cien veces. Puede que tengamos que parar una o dos veces para ir al servicio, comer algo o estirar las piernas, pero deberíamos estar allí a medianoche. Tienes que decirme con antelación dónde quieres que te deje.
– Vale.
Un momento después añadió:
– Entonces, imagino que llevas toda la ropa ahí.
– ¿Eh?
– Bueno, o tienes la ropa donde voy a dejarte, o no gastas mucho en lavandería.
– Sí -respondí, tirándome de la camiseta nueva, cuya tela rígida me irritaba las axilas-. Tengo un guardarropa entero esperándome.
– Ya -anotó algo más en su cuaderno mientras yo intentaba sin éxito leer lo que ponía por encima de su hombro.
El tráfico iba disminuyendo a medida que nos alejábamos del túnel. Yo no sabía dónde estábamos, pero Amanda parecía conocer todo aquello. Los rascacielos de Nueva York habían desaparecido, reemplazados por las torretas de alta tensión y las chimeneas que salpicaban el paisaje gris azulado. Yo nunca había estado en Nueva Jersey. Había muchos sitios en los que nunca había estado. Tenía gracia que hubieran tenido que acusarme de asesinato para que viajara un poco.
El cuaderno de Amanda yacía abierto sobre el reposabrazos y decidí echarle una ojeada. Escribía en minúscula, con letra redondeada, adornada y de trazo fácil. Distinguí con sorpresa mi nombre (o, mejor dicho, el de Carl Bernstein) en lo alto de la página.