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– ¿Qué estás escribiendo? -pregunté.

– Sólo tomo notas -dijo tranquilamente.

– ¿Notas sobre qué?

– Sobre ti.

– ¿Qué quieres decir? ¿Estás anotando cosas sobre mí?

– Sí.

«Lo que me hacía falta», pensé. Seguro que me había montado en el coche de la hija de un agente del FBI experto en perfiles psicológicos de criminales.

– ¿Qué clase de notas?

– Sólo observaciones y cosas así -dijo sin el menor atisbo de irritación-. Personalidad, vestimenta, pautas de lenguaje. Cosas en las que me fijo.

Excepto el nombre de Carl, escrito en mayúscula, su letra era demasiado pequeña para que distinguiera el resto de las anotaciones.

– Bueno, cuéntame, ¿qué has observado sobre mí en los veinte minutos que hace que nos conocemos?

– Eso no es asunto tuyo.

– Sí que lo es, si estás escribiendo sobre mí. Ya lo creo que lo es.

– Ahí es donde te equivocas -contestó-. Veras, éste es mi coche y éste mi cuaderno. Escribo para mí, para nadie más. ¿Qué pasa? ¿Es que tienes un historial criminal que no quieres que salga a la luz? ¿Debería dejarte por ahí, en la autopista?

– No me haría mucha gracia.

– Pues si yo fuera en tu coche, podrías tomar todas las notas que quisieras sobre mí. Y no te haría preguntas.

– Lo tendré en cuenta.

Ella asintió, bajó la mano y cerró la libreta.

El tiempo pasó volando mientras circulábamos por la autopista. Yo me preguntaba de cuántos pasajeros más habría tomado notas. Sentí la tentación de preguntárselo, pero me contuve. Cuanto menos supiera de mí (y viceversa), tanto mejor. Amanda Davies podía rumiar cuanto quisiera sobre Carl Bernstein, pero yo no podía decirle que era Henry Parker.

Pasada una hora de completo silencio, roto sólo por la música de una emisora de radio sólo para chicas, decidí entablar conversación.

– Bueno, ¿qué hay en San Luis?

– Mi casa -respondió-. Me quedan dos meses para el examen de ingreso en la abogacía y mis padres están de vacaciones en las islas griegas. Tengo la casa para mí sola, así que podré estudiar tranquilamente.

– ¿Has estudiado derecho?

– No -contestó, sarcástica-. Voy a hacer el examen de ingreso, pero soy veterinaria.

– Madre mía -dije, levantando los ojos al cielo-, debe de ser muy emocionante ser tan ocurrente. Y es mi primera observación sobre ti.

– Touché -dijo. Luego su tono se volvió serio-. La verdad es que quiero especializarme en defensa de menores. Casos de custodia y abandono, maltrato, esas cosas, ya sabes.

– Eso es muy noble por tu parte.

Amanda se encogió de hombros.

– No me importa si es noble, es sólo lo que quiero hacer. No se me ha pasado por la cabeza convertirme en santa -esperó un momento y dijo-: ¿Y tú? ¿A qué te dedicas?

– Quiero ser periodista -dije. Me sonrió y sentí una oleada de orgullo-. Quiero ser el próximo Bo… un gran periodista de investigación.

– Muy noble -dijo, y me reí.

– Eso pensaba yo. Pero ahora cada periodista se inventa lo que quiere.

Capítulo 16

Mauser bebía una taza de café caliente. Le ardían las piernas por la carrera de aquella mañana, y la cafeína aceleraría su flujo sanguíneo. Quería mantenerse ansioso hasta que encontrara a Parker. Si de paso le daba un ataque al corazón, que así fuera. Estaba en bastante buena forma para un hombre entrado en años (como a menudo lo llamaba Linda), pero entrenar en el gimnasio no lo preparaba a uno para las exigencias de la vida real. Velocidad punta, sin descansos, sin paradas para beber agua. Lo que lo mantenía en marcha era la idea de atrapar al asesino de John. Aquello mitigaba el dolor.

Tras volver a Federal Plaza había alternado paños calientes y fríos. Denton había llamado con antelación a Louis Carruthers, que ordenó a la policía de Nueva York desplegarse por todas las posibles salidas de la línea 6 del metro entre Harlem y Union Square.

Vigilar el metro era casi absurdo, pensó Mauser mientras añadía más leche y azúcar al café. Parker se habría ido haría rato cuando llegara el primer policía, y habiendo tantas salidas las posibilidades de encontrarlo eran muy escasas. Lo único que podían hacer era sentarse y esperar. Esperar a que alguien lo reconociera. Esperar a que hiciera algún movimiento, a que cometiera un desliz. A que se expusiera.

Se había quedado sin contactos en Nueva York. Joe se había asegurado de ello. Un policía de paisano vigilaba el apartamento de Mya Loverne con órdenes de seguirla cuando fuera y volviera del trabajo. Otros dos policías vigilaban la Gazette. Era muy posible que Parker hubiera renunciado a acudir a uno y otro lado, pero tenían que asegurarse. Joe ya había pinchado el teléfono de la casa de los Parker en Bend, Oregón, pero curiosamente Henry no había intentado ponerse en contacto con sus padres. Tenía que haber algún motivo para aquel silencio. Tal vez no se llevaban bien y él no sabía nada al respecto.

Veinticuatro putos años, pensó Joe. Si a él lo hubiera pillado aquella tempestad a los veinticuatro años, ya se habría tirado por el puente de Brooklyn. Parker, sin embargo, no parecía por la labor. Si no, no habría huido. En todo caso, Mauser tenía que encontrarlo antes de que lo encontrara un policía cualquiera. No quería que nadie le diera su merecido antes que él.

Mauser cerró la carpetilla sobre su regazo. Un montón de papel que no decía nada. Estaban jugando aquel partido a la defensiva, respondiendo a los movimientos de Parker en lugar de provocarlos. Mientras añadía un cuarto sobrecito de azúcar al café, Denton irrumpió en la habitación. Mauser levantó los ojos.

– ¿Y bien? -dijo.

– Tenemos una pista -respondió Denton. Mauser dejó a un lado la carpeta y lo miró expectante.

– ¿Cuál?

– Parker ha hecho una llamada -dijo Denton con un brillo en los ojos-. Hemos estado comprobando todas las tarjetas de crédito asociadas a Parker y a su familia. La verdad es que da miedo que sean tan pocas. Mi sobrino de trece años tiene ocho tarjetas. Pero los Parker son tres y tienen dos tarjetas entre todos.

– Vamos, ¿qué pasa con esa llamada?

– Los archivos de la compañía telefónica muestran que el año pasado Parker compró una tarjeta de llamada, una de ésas que no tienen límite de gasto y que están asociadas a tu tarjeta de crédito. Llamas al 1-800 o pides una operadora, marcas el número de la tarjeta y te conectan. Luego llega la factura a final de mes -Denton le pasó un papel impreso y Mauser le echó un vistazo.

– Aquí sólo figuran dos llamadas -dijo.

– Una de ellas es de esta mañana, a las 8:56.

– San Luis -dijo Mauser-. ¿A quién coño conoce en San Luis?

– El número es de un móvil registrado a nombre de Lawrence Stein. Casado con Harriet Stein. Tienen una hija llamada Amanda Davies.

– Espera -dijo Mauser-. ¿Davies o Stein?

Denton le pasó otra carpetilla. Dentro había fotocopias de tres permisos de conducir.

– Amanda Davies es hija de Harriet y Lawrence Stein. Hija adoptiva. La pequeña Amanda pasó once años de casa de acogida en casa de acogida hasta que los señores Stein tuvieron la amabilidad de quedársela. Parece que Amanda se negó a cambiar de nombre legalmente y se quedó con su apellido.

Mauser preguntó:

– ¿Es una ex novia de Parker?

– Puede que sean amigos, pero no de la facultad. Ella estudia derecho en la Universidad de Nueva York, se está especializando en defensa de menores y vive en una residencia.

– ¿Estáis comprobando sus llamadas?

– Ya está hecho -contestó Denton-. No hay ninguna que encaje con nuestro hombre. Hemos estado comprobando las direcciones de Parker en Cornell, pero de momento no hemos sacado nada en claro.

Mauser se frotó la barbilla, en la que empezaba a asomar la barba. Necesitaba un buen afeitado, necesitaba dormir y darse una ducha caliente. Había tenido la esperanza de atrapar a Parker enseguida. Cada momento que el asesino de John Fredrickson pasaba suelto lo corroía por dentro. La caza fortalecía su resolución y erosionaba todo lo demás.