– Davies… ¿Es posible que Parker se estuviera viendo con ella a escondidas? ¿Echando una canita al aire sin que Mya Loverne lo supiera?
– Lo dudo -contestó Denton mientras se servía un vaso de café. Bebió un sorbo, hizo una mueca y dejó el vaso encima de la mesa. Añadió-: Mirémoslo desde la perspectiva de Parker. Eres nuevo en la ciudad y estás intentando abrirte un hueco en tu profesión. Te conviene tener a David Loverne de tu parte, o por lo menos no te conviene fastidiarlo. ¿Le pondrías los cuernos a su hija? Quizá te lo pasaras en grande un rato, pero si papaíto se enterara, te costaría parar un taxi sin que te pusieran una demanda y el abogado defensor que te asignaran haría una defensa digna del peor picapleitos.
Mauser se quedó pensando un momento y luego dijo:
– Comprobad las llamadas de Parker y Davies en los últimos cinco años. Parker está desesperado, se agarrará a un clavo ardiendo. Es posible que haya acudido a Davies como último recurso.
– Hay otra cosa -dijo Denton.
– ¿Sí?
– Hemos comprobado las tarjetas de crédito asociadas a Amanda Davies y Harriet y Lawrence Stein. Compras recientes, etcétera…
– ¿Y? -dijo Mauser sin poder disimular su ansiedad.
– Esta mañana pagó con tarjeta el peaje del túnel de Holland a las nueve y veintisiete.
Mauser frunció el ceño, sorprendido.
– ¿Van a Jersey?
Denton pareció cambiar de idea respecto al café, tomó el vaso y dio un largo trago. Volvió a torcer el gesto.
– Dios, qué malo está esto. No creo que hayan ido a Jersey, pero si fueran a San Luis a visitar a la encantadora familia Stein, es lógico que salgan de Nueva York por el túnel de Holland. Ahora mismo, lo único que podemos hacer es seguir el rastro del pago del peaje. Si Amanda vuelve a pagar algo con su tarjeta de crédito, los tendremos. Y si parece que van a San Luis, tomaremos el primer avión allí.
– Parece sencillísimo -dijo Mauser.
– Porque lo es -Denton se levantó, tomó su vaso casi lleno y lo tiró a la papelera-. El peor café que he probado en mi vida.
Se sentó y miró a Mauser. Sus ojos parecían buscar alguna revelación sin pedirla, como si esperara que Mauser diera con alguna clave que él no había podido encontrar. Mauser permaneció inexpresivo. Denton se había metido en aquello por su carrera, nada más. Y aunque Joe podía aprovecharse de ello, el caso era un asunto personal para él y sólo para él.
– Bien -dijo Denton, rompiendo el silencio-. No hemos hablado de ello, pero ¿qué tal te encuentras?
Mauser sacudió la cabeza, se pasó los dedos por el pelo. Tenía los ojos enrojecidos y la ropa parecía pesarle. Dormir estaba descartado.
Su cuñado. Uno de sus mejores amigos, uno de sus pocos amigos, estaba frío como una piedra en el sótano. Con el corazón perforado por una bala disparada por un extraño. Un hombre que no conocía a su familia, que no conocía a Linda. Un desgraciado que sólo sería de algún provecho a la sociedad si se hacía donante de órganos.
Mauser sintió correrle el odio por las venas, encendiendo sus terminaciones nerviosas hasta que se notó a punto de estallar. Pero se contuvo, dejó salir la rabia por entre los dientes apretados y cerró los puños. Sabía tan bien como cualquiera que la ira no lo volvía a uno más listo. Te hacía cometer errores. La precisión debía imponerse a la pasión.
El dolor debía bullir justo a flor de piel. Bullir largo rato. Uno sabía cuándo llegaba el momento de darle salida.
Joe se levantó con la carpeta de Parker bajo el brazo.
– Quiero un avión en espera. Si Davies se acerca a trescientos kilómetros de San Luis, quiero estar en el aire en menos de media hora.
– Hecho -dijo Denton con una sonrisa en la cara-. ¿Algo más?
– La casa de los Stein en San Luis. Quiero que pinchemos su teléfono.
– Hecho.
Mauser dijo:
– Ahora mismo Amanda Davies es nuestra pista número uno. No pierdas de vista su tarjeta. Las aceptan en todas las grandes autopistas del país. Si la han usado una vez, la usarán todo el viaje. Pero no podemos dar nada por sentado. No quiero acabar en San Luis y descubrir que Parker sólo la llamó para desearle feliz cumpleaños y consiguió montarse en un barco con destino a las Azores. Parker tiene que llevar poco dinero encima, así que mantened activadas sus tarjetas de crédito por si acaso intenta sacar en un cajero.
– ¿Y ese paquete del que habló Guzmán? Las drogas. Christine Guzmán dijo que se llevó una bolsa de droga, que la llevaba en una especie de maletín o mochila. Dijo que anoche se fue con ella del lugar de los hechos.
– Ni siquiera sabemos si todavía la tiene. Podría haberla escondido en alguna parte, en la consigna de alguna estación de autobuses o de tren -respondió Mauser-. La droga es lo de menos. En cuanto tengamos a Parker la encontraremos.
Denton no parecía muy convencido.
– A Joe lo mataron por la droga. Quizá si la encontramos consigamos alguna pista sobre Parker.
Mauser negó con la cabeza.
– Ahora mismo estamos buscando a Henry Parker, no una puta bolsa de caballo. Encontraremos la droga, la olla llena de oro al final del arco iris, a Elvis, a Kennedy y todo lo que haya robado ese tipo en cuanto lo atrapemos. Pero en este momento Parker tiene muy pocos amigos y parece lo bastante listo como para no delatarse. Vamos a tener que tirar de imaginación.
Denton asintió y se dirigió a la puerta. Mauser alargó el brazo y lo agarró del hombro. Denton se volvió, sorprendido. Mauser apretó más fuerte, sintiendo el movimiento de los huesos de Denton bajo la piel.
– Pero no te confundas. Amanda Davies es una posible cómplice de asesinato. Si creo que se dirigen al oeste, quiero estar en el aire antes de la próxima pausa publicitaria. Si alguien encuentra a Henry Parker antes que nosotros…
Denton palideció. Mauser notó que le entendía.
– No -dijo-. Nosotros llegaremos primero.
Cuando Denton salió de la habitación, Joe cerró la puerta y levantó el teléfono. Respiró hondo, sintió que un peso caía sobre sus párpados. Temía aquella llamada, temía cada segundo que pasara hablando con ella. Aquello era culpa de Parker. Era él quien le había hecho temer una simple conversación con su hermana.
Pasado un momento, cuando su respiración se hizo más lenta, empezó a marcar. En parte confiaba en que no contestara nadie. Ojos que no ven, corazón que no siente. Le dio un vuelco el corazón cuando oyó la voz cansada de Linda.
– ¿Diga?
– Linda, soy Joe.
– Joe -dijo su hermana con voz densa. Parecía sedada-. ¿Cómo estás?
– Bien, Lin.
– Me alegra oír tu voz, Joe. Esa gente no para de llamar. Los de la prensa. Malditos buitres.
– Quizá convendría que pasaras unos días en un hotel -dijo Mauser-. El departamento correrá con los gastos -casi la oyó negar con la cabeza al otro lado de la línea.
– Los chicos tienen que poder llamarme. No quiero esconderme. No quiero trastornar sus vidas todavía más.
– A los chicos no va a pasarles nada, Lin. Tienes que cuidarte -oyó una risa melancólica al otro lado. Luego Linda empezó a sollozar. Joe sintió que le ardían las mejillas mientras su hermana lloraba a su marido muerto-. ¿Linda? -dijo notando una opresión en el pecho. Tenía los ojos llenos de lágrimas-. Lin, por favor, háblame -ella se sonó la nariz, un sonido lastimero.
– Tiene gracia -dijo-. John siempre decía que cuidaría de mí. Nunca decía que me cuidara. Supongo que yo creía que siempre estaría ahí, y que no tendría que preocuparme por nada. ¿Por qué ha tenido que dejarme? Dios mío, Joe. Lo quería tanto…
Mauser sintió que una lágrima se deslizaba por su mejilla. Los sollozos le arañaban la garganta.