– Podría decirse así.
– Bueno, yo voy a comprar unas patatas fritas y un batido mientras vas al servicio.
– Voy contigo. Me vendrá bien una transfusión de patatas fritas. Además, es justo que pague yo.
– Vas a pagar la mitad de la gasolina. Más vale que te asegures de que puedes permitirte invitarme a una hamburguesa.
Me reí sin ganas, consciente de que mis fondos estaban en las últimas.
Mientras caminábamos hacia el complejo, empecé a notar una cosquilleo nervioso, una especie de sentido de arácnido paranoico. Tenía en mi poder cuarenta dólares y ninguna posibilidad inmediata de conseguir más dinero. No tenía familia o amigos a los que recurrir… o a los que quisiera recurrir. Miré a la chica que caminaba a mi lado y me pregunté si ella podría encontrar alguna lógica en aquello. Me pregunté qué haría si descubría la verdad.
Amanda fue al aseo de señoras y yo batí el récord a la micción más larga de la historia. Aun así, naturalmente, salí del servicio antes que ella y me fui derecho a la hamburguesería. No era muy aficionado a la comida rápida, pero en aquel momento las patatas fritas me olían tan bien como un filet mignon. Un minuto después Amanda se reunió conmigo en la cola.
– Gracias por ponerte a la cola -dijo-. ¿Te importa que comamos en el coche?
– En absoluto. La verdad es que tengo que hablar contigo.
– ¿De qué? -preguntó mientras echaba un vistazo a la carta-. No sé si pedir una ensalada campera o una hamburguesa doble con queso.
– Ya hablaremos cuando volvamos al coche.
Ella se encogió de hombros.
– Como quieras.
Pedí un menú normal con extra de patatas fritas. Amanda pidió una ensalada posmoderna que, siendo de McDonalds, seguramente tenía más grasa que un donut con mermelada.
La primera bolsa de patatas desapareció antes de que llegáramos al coche, y cuando volvimos a la autopista lo único que quedaba de mi cena eran tres moléculas de lechuga y un montón de servilletas sucias.
– Bueno, ¿vas a decirme dónde te dejo? ¿O quizá debería dejarte en el primer albergue para indigentes que encuentre? -sonrió, y yo le devolví una débil sonrisa.
– La verdad es que es de eso de lo que quería hablarte -Amanda me miró preocupada-. No sé cómo decirlo, pero mis tíos… Se suponía que iba a quedarme con ellos, pero los he llamado mientras estabas en el servicio y todavía no han vuelto de viaje. Están de vacaciones en Cancún y su vuelo se ha retrasado hasta mañana.
Pasó un momento.
– ¿Y? -preguntó Amanda.
– Y no tengo llave de su casa.
Ella volvió a mirar la carretera y dio un sorbo de su refresco tamaño grande.
– ¿No puedes dormir en un hotel? ¿Ver un poco la tele o un canal porno o algo así?
– Supongo que sí -contesté, indeciso.
Nos quedamos callados unos minutos. Amanda tenía los nudillos blancos de apretar el volante. Había sido muy complaciente hasta ese momento, y lo que yo le estaba pidiendo era un abuso.
Luego ella volvió a hablar.
– Tengo gas lacrimógeno en mi habitación.
– ¿Qué?
– Gas lacrimógeno -contestó-. En la mesilla de noche. Puedo agarrarlo, apuntar y disparar en menos de dos segundos. Si te acercas a mí mientras duermo, te abraso los ojos.
– Vaya, y yo que pensaba que nos llevábamos bien.
Sonrió, pero estaba intranquila. Estaba siendo amable, más que amable, pero quería asegurarse de que yo comprendía la generosidad del favor que estaba a punto de hacerme.
– No, en serio -dijo, apartando los ojos de la carretera y del cielo oscuro y frío. Noté que un escalofrío me recorría el cuerpo. Jamás podría pagarle lo que estaba haciendo por mí-. Tenemos un cuarto de invitados. Puedes quedarte una noche, pero sólo una. Después, si la tita Bernstein no ha vuelto, te quedas solo. Soy partidaria de practicar la caridad, pero tengo que estudiar y ya voy con retraso.
– Amanda -dije con sincera gratitud-, no sabes cuánto te lo agradezco. Te juro que no saldré de mi habitación. Ni siquiera dormiré en la cama. Me acostaré en el suelo.
– Tienes suerte de que mis padres estén de vacaciones. Si no, tendrías que dormir en la suite presidencial del Motel de las Ratas.
– ¿Cuánto cobran por noche?
– La verdad es que cobran por horas. La mayoría de los huéspedes contraen la rabia y no pueden permitirse pagar la factura del hospital.
– Entonces tendré que acordarme de rociar con desinfectante mi pijama -Amanda se rió y yo la imité-. No, en serio, eres muy amable.
– No tiene importancia. Además, mi casa me da un poco de miedo cuando estoy sola. Por lo menos sé que si entra alguien irá primero a por ti.
– ¿Y eso por qué?
Me miró como si no hubiera entendido un chiste buenísimo.
– Porque tú eres el chico, tonto. Se supone que tienes que enfrentarte a los malos con un bate de béisbol mientras yo duermo apaciblemente con un vaso de leche caliente a mi lado.
– No juego al béisbol desde que tenía diez años.
Una sonrisa coqueta apareció en su cara.
– Pues más vale que vayas practicando.
Capítulo 19
– Joe, tenemos otra referencia.
Mauser se acercó al gran mapa de carreteras que Denton había colgado en la sala de reuniones. Habían clavado alfileres con cabeza roja allí donde Amanda Davies había usado su tarjeta para pagar el peaje de la autopista. Mauser observó la hilera de alfileres mientras trazaba de cabeza su itinerario.
Jersey City, Nueva Jersey.
Harrisburg, Pennsylvania.
Columbus, Ohio.
La línea iba derecha a San Luis.
– ¿Dónde es la nueva?
– En la I-70 Oeste, en dirección a Cincinnati. Suponiendo que se dirijan a San Luis, deberían llegar a medianoche.
Mauser sintió una efusión de adrenalina. Todavía tenía fresca su conversación con Linda. Parker estaba huyendo. Aquel cabrón intentaba salirse con la suya.
– Al diablo -dijo-. Quiero estar en el aire dentro de media hora. Y otra cosa -miró a Denton a los ojos, bajó la voz. Miró hacia la puerta. Estaba cerrada-. No quiero que la policía de San Luis se entere de esto. Todavía no.
– Joe… -dijo Denton con aire preocupado-. ¿Qué vas a hacer?
La voz de Mauser parecía de granito. No había en ella ni un asomo de debilidad.
– Cuando encontremos a Parker, lo haremos a nuestro modo. No quiero ni oír hablar de procesamiento ni de extradición. Henry Parker se merece caerse con todo el equipo, y no quiero que haya nadie que amortigüe su caída.
– Joe -dijo Denton con voz implorante-, recuerda que hay otros factores. Las drogas, en primer lugar. Si Parker tiene información sobre el proveedor de Luis y Christine Guzmán, tal vez podamos matar dos pájaros de un tiro. Creo que deberíamos buscar el paquete y ver qué descubrimos.
Otra vez pensando en sus aspiraciones profesionales, pensó Mauser. Más casos para que el superagente Leonard Denton los resolviera. A la mierda. Si aquello significaba que Denton iba a esforzarse más, a considerar más posibilidades, sus ilusiones de grandeza podían aceptarse.
– Está bien -dijo Mauser mientras se ponía el abrigo y se dirigía a la puerta-. Antes de cargarnos a Parker le sacaremos todo lo que podamos.
Denton sonrió y recogió las llaves del coche.
– Tengo entendido que la «muerte de los mil cortes» está muy de moda. Te ayudaré a hacer la primera incisión.
Capítulo 20
Llegamos a casa de Amanda en Teasdale Drive a las 23:47, trece minutos antes de la hora prevista. El aire parecía extrañamente inmóvil, como si el mundo temiera respirar.
Los Davies vivían en una casa muy grande de estilo Tudor, pintada de blanco, con delicadas cenefas grises, rampa de entrada pavimentada, garaje para dos coches y porche cubierto. Amanda tomó el camino de entrada y aparcó delante del garaje.