Cuando la ira remitió, conseguí levantarme. Estaba aturdido, el arrebato de adrenalina empezaba a disiparse.
Oí abrirse una ducha al fondo del pasillo. Entorné la puerta y vi que una fina neblina salía del cuarto de baño. Amanda tenía mucho valor por dejar a un extraño con la casa para él solo. Todas las chicas que conocía tardaban como poco media hora en ducharse. No había razón para que Amanda tardara menos. Había un cuarto de baño de invitados en el piso de abajo. Con un poco de suerte, podría lavarme y estar de vuelta antes de que ella acabara.
Me agarré con fuerza a la barandilla y bajé la escalera pisando con cuidado para no hacer ruido. La casa estaba en silencio, salvo por la ducha, y fuera el viento silbaba y azotaba los árboles.
Mientras permaneciera en mi pequeño mundo y lo mirara todo racionalmente, parecía que podría arreglármelas. Limpiarme la herida sería fácil. Encontrar dónde ir al día siguiente sería difícil. Dormir un par de noches en paradas de autobús sería una experiencia humillante, pero tendría que aguantarme. Pero ¿y luego qué?
Dos armarios empotrados y una puerta después, encontré el cuarto de baño. Los azulejos blancos estaban limpios y sonreí al ver el jabón en forma de caracola, tan cursi. De una percha metálica colgaban toallas de manos con tres iniciales bordadas: HSJ.
Abrí el armario de las medicinas y mascullé una maldición. No había nada. Ni una maldita tirita. ¿Qué clase de gente eran los padres de Amanda? ¿Y si un invitado a cenar se tragaba por accidente una perilla de las de mechar el pavo? ¿No deberían tener al menos un poco de desinfectante?
Cerré el armario y abrí un poco el grifo de agua caliente. Quité la sangre seca usando pañuelos de papel mojados. Apreté los dientes y procuré ignorar el dolor mientras mi sangre volvía roja el agua. Tiré los pañuelos ensangrentados al váter y descargué la cisterna.
Volví arriba sin hacer ruido y no pude evitar asomarme a la habitación de Amanda, que seguía estando vacía.
Ella estaba en la ducha, qué demonios.
Saqué un viejo anuario de la estantería y busqué la página de Amanda. Había una fotografía suya hecha desde arriba. El fotógrafo parecía estar encima de un tejado o de una escalera, mirando hacia abajo. Amanda estaba con las piernas cruzadas sobre un lecho de hierba y sonreía. Era una fotografía alegre y serena, pero había tristeza tras los ojos de Amanda, como si deseara que ese momento hubiera ocurrido en otro tiempo y en otro lugar.
Noté que había retirado un poco la ropa de la cama, dejando a la vista un pequeño baúl que había debajo del somier.
La ducha seguía corriendo. Me arrodillé y saqué el baúl. La tapa estaba rayada por años de entrar y salir de sitios oscuros. El cerrojo estaba abierto. Sin vacilar, lo quité y levanté la tapa. Al mirar dentro, me quedé sin respiración.
El baúl estaba lleno a rebosar de decenas, no, de cientos de cuadernitos de espiral. Eran todos distintos de forma y tamaño; algunos tenían las hojas rotas y caídas, otros parecían haber sido leídos miles de veces. Tomé uno de los de arriba, noté los pequeños surcos allí donde su bolígrafo había presionado con fuerza el papel. Cuando lo abrí, vi que todas las páginas estaban llenas hasta arriba. La misma clase de notas que Amanda había ido escribiendo en el coche. Enseguida comprendí que los otros cuadernos estaban igual de llenos.
Con dedos temblorosos leí la primera página:
14 de julio, 2003
Joseph Dennison.
Poco más de treinta años, seguramente, pero viste como si tuviera sesenta, jerséis beis a montones y chubasqueros, gorras de abuelo bobalicón. Guapete aunque flacucho, un poco a lo Tobey McGuire pero mayor. Flaco, pero no como un palo. Tres años trabajando de bibliotecario, dice que quiere ser guionista de cine. Me ayudó a encontrar ese viejo libro de V.C. Andrews que no tenían en la librería del pueblo. Lleva demasiada colonia. No creo que tenga novia y no está casado, eso seguro. Dice que ha visto más de mil películas y que se acuerda de los mejores diálogos de todas. Le hice varias preguntas y las acertó todas. Da un poco de vértigo. No me siento atraída por él, sólo siento curiosidad. No creo que haya muchas posibilidades de ascender en la biblioteca, así que ¿para qué seguir trabajando allí cuando tienes treinta años? La motivación de alguna gente es muy extraña.
Leí otra entrada.
29 de agosto, 2003
Dependiente de gasolinera, seguramente cuarenta y tantos años o cincuenta y pocos. Parece que hace cuatro o cinco días que no se molesta en afeitarse. Tiene la camisa del uniforme llena de grasa y parece triste mientras me llena el depósito. No lleva chapa con su nombre, pero un hombre que imagino que es el encargado lo llama Alí. Me da las gracias cuando le doy dos pavos de propina y se los guarda en el bolsillo de la camisa. Le da el dinero de la propina al tipo de detrás del mostrador, que se lo guarda.
Me pregunto cuánto gana Alí al año y si tiene familia. No me acordé de mirar si llevaba alianza. Me pregunto si es feliz.
Guardé el cuaderno, tomé otro. Leí seis entradas. Todas describían a personas con las que Amanda se había cruzado. Algunas eran desconocidas, otras no: un ex novio de Amanda, por ejemplo, que la dejó plantada al día siguiente de decirle por primera vez que la quería. A algunas las había visto sólo unos segundos y a otras las conocía desde hacía años. Yo nunca había visto nada parecido.
Entonces me di cuenta. En alguna parte de la habitación estaba el cuaderno que había usado en el coche, con sus primeras impresiones sobre Carl Bernstein.
Hurgué hasta el fondo mismo del baúl hasta que toqué la parte de abajo. Saqué un cuaderno y lo abrí.
3 de febrero, 1985
Echo de menos a mamá. No conozco a nadie más en la escuela. Los niños se ríen cuando nos sentamos en corro y yo no sé al lado de quién sentarme. Jimmy Peterson me echó leche en el pelo. Odio a Jimmy. Es feo y tiene el pelo demasiado largo. Una vez le tiré del pelo y la señorita Williams me mandó al pasillo. Lacey y Kendra se rieron cuando Jimmy me echó leche en el pelo. A ellas también las odio. Lacey tiene un vestido malva precioso, ojalá fuera mío. La casa de Jimmy está a dos calles de la mía nueva y algunas mañanas lo veo. No me gusta mirarlo. A veces me escondo detrás de los árboles. Me pregunto si su madre sabe lo tonto que es. Puede que ella también sea tonta. Si mamá y papá estuvieran aquí nadie se reiría de mí.
Cerré el cuaderno rápidamente y volví a ponerlo en su sitio. La letra grande e infantil, tan sincera y triste, hablaba de una vida interrumpida, llena de profundas cicatrices.
¿Qué clase de inseguridades tenía aquella joven? ¿Por qué sentía la necesidad de catalogar a todas las personas que conocía?
Eché un vistazo a los cuadernos de la parte de arriba pero no encontré nada sobre mí.
Entonces vi la chaqueta de Amanda sobre la silla del escritorio. Busqué en los bolsillos. Nada. Abrí suavemente los cajones. Nada. Empezaba a sudarme el cuello. Me dolía la pierna.
La ropa que llevaba en el coche. Tal vez en los bolsillos.
Miré bajo la cama, encontré sólo bolas de polvo y pasadores de plástico. Y unas veinte gomas para el pelo.
¿Se habría llevado Amanda la ropa al cuarto de baño? Quizá la hubiera metido ya en el cesto de la colada. Pero entonces habría sacado el cuaderno del bolsillo. Llevaba demasiado tiempo escribiendo aquellos diarios para cometer un descuido. Tenía que estar en alguna otra parte.
Empecé a hurgar entre sus estanterías, sacando libros y buscando tras ellos.
Entonces noté que el agua de la ducha había dejado de correr.
Me quedé helado.
Angustiado, cerré el baúl y volví a deslizarlo bajo la cama. Ordené la estantería, rezando por que no me hubiera sorprendido espiándola.
Entonces oí un ruido en la puerta.