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– Bueno, te doy puntos por ser original.

– Lo intento.

– Vamos, señor Berstein, ahora mismo podría comerme el equivalente a mi peso corporal. Tenemos que pensar qué vamos a hacer -echó a andar hacia el «afé».

– ¿Qué quieres decir?

Amanda se detuvo y puso los brazos en jarras como si fuera a echarme una bronca.

– Bueno, a menos que estés pensando en pasar el resto de tu vida huyendo, tenemos que descubrir por qué ese policía intentó matarte y qué andaba buscando el hombre de negro. Eres periodista, ¿no? ¿No tienes ninguna hipótesis?

– No he tenido mucho tiempo para pensar estos últimos días. Intentaba salvar el pellejo.

Amanda se miró el bolsillo, sacó una cartera arrugada con un par de billetes dentro.

– Vamos, el primer café lo pago yo.

Entramos en la cafetería, pasamos junto a David Morris, que estaba engullendo un plato de huevos fritos y nos sentamos en una mesa del fondo. Me escondí detrás de la carta, que, como la de todos los restaurantes de carretera, era del tamaño de las Páginas Amarillas, sólo que más gorda.

Una mujer en cuya chapa ponía Joyce y que olía como la camioneta de David nos preguntó qué queríamos. Amanda pidió un cruasán con queso. Yo pedí una tostada. Y dos cafés.

– ¿No tienes hambre? -preguntó Amanda.

– Un hambre de lobo.

– ¿Y por qué no pides algo más? Ya sabes, para rellenar la tostada. Hay tantas cosas en la carta que debería rebautizar este sitio y ponerle «El cliente indeciso».

– Dinero -dije-. Supongo que nos quedan un par de horas como mucho para que cancelen o sigan el rastro de tu tarjeta de crédito. Hay que aprovechar el poco dinero que tenemos. Digamos que tenemos que apreciar cada dólar en lo que vale.

Amanda levantó la mano inmediatamente.

– Perdona, Joyce. ¿Podrías cambiar lo que he pedido por una tostada sin nada? Gracias.

Cuando Joyce volvió a la cocina, Amanda dijo:

– Ahora, la gran pregunta. ¿De qué paquete hablaba ese tipo? ¿Qué estaba buscando?

Sacudí la cabeza y bebí un sorbo de agua con hielo.

– No tengo ni idea, la verdad. Los periódicos de Nueva York decían que a Fredrickson lo mataron cuando investigaba una transacción de estupefacientes que se había torcido, pero no vi drogas ni nada parecido en el apartamento de los Guzmán. A Luis lo detuvieron por atraco a mano armada, no por un asunto de drogas. Fredrickson fue a recoger algo a su casa, pero no creo que tuviera que ver con drogas.

– Puede que las tuvieran debajo del sofá o algo así. ¿Es posible que no te dieras cuenta?

Negué con la cabeza.

– Imposible. He conocido a gente que tomaba drogas y hasta que traficaba con ellas y todos tienen una especie de tensión. No es paranoia, en realidad, sino como si siempre creyeran que están haciendo algo malo. Es una especie de vergüenza, creo, van encorvados, se mueven constantemente. No vi nada de eso ni en Luis ni en Christine.

– Entonces, ¿qué puede ser, si no son drogas? Has dicho que Fredrickson buscaba un paquete y ahora ese tío de la pistola también lo busca. Hay dos hilos que conducen a ese paquete. Los demás creen que tú lo tienes y están dispuestos a hacer cosas terribles para conseguirlo.

– Las cinco preguntas -dije.

– ¿Qué?

– Toda historia tiene que responder a cinco preguntas básicas. Quién, qué, cuándo, dónde y por qué. Si no responde a todas, no está completa. Puedes fijarte en todo lo que hace o dice la gente, pero si no respondes a las cinco preguntas, te falta parte de la historia. Sólo tienes un boceto superficial que no tiene ningún peso.

Algo brilló en la expresión de Amanda. Los cuadernos. Comprendí que había tocado un nervio sensible. Y lo había hecho a propósito.

Carraspeé. Ella hizo lo mismo.

– Bueno, repasemos la lista -dijo ella-. ¿Quién? -por suerte, entre aquel caos, yo había logrado conservar mi libreta, que estaba arrugada después de pasar horas en el coche de Amanda y la camioneta de David Morris-. ¿Qué sabes sobre eso? -dijo ella con una sonrisa-. ¿Tú también tienes un cuaderno?

– Siempre llevo uno cuando estoy escribiendo una historia. Sólo los malos reporteros trabajan de memoria -hice una pausa-. ¿Qué ha sido del tuyo?

Amanda parpadeó, bajó la mirada.

– Me lo dejé en casa.

– Vaya, lo siento -Amanda asintió, apenada. Levanté la mano y le hice una seña a Joyce-. Perdone, ¿podría prestarme un boli?

Joyce me miró como si le hubiera pedido a su hijo primogénito; luego tomó el bolígrafo que llevaba detrás de la oreja y me lo dio. Miré el bolígrafo, tomé una servilleta y lo limpié. A saber dónde habían estado aquellas orejas.

Abrí el cuaderno, le quité la capucha al boli y me dispuse a escribir.

– Está bien -dijo Amanda-. ¿Quién?

– Una pregunta polifacética. Los Guzmán. Luis y Christine. Christine sabía de qué hablaba Fredrickson, así que Fredrickson estaba allí con motivo. Luego está Fredrickson, claro. El hombre de negro. Y los policías.

– Deja fuera a los policías -dijo Amanda.

– ¿Por qué?

– Piensa en sus motivos. Ahora mismo sólo les interesas tú. Nosotros intentamos descubrir qué estaba pasando antes de que ellos intervinieran. ¿Qué escondían los Guzmán? ¿Qué andaba buscando Fredrickson? Y ese tío que estaba en mi casa, ¿cómo se metió en esto?

– No lo sé, pero está claro que no es policía. Quizá conocía a Fredrickson y sabía lo del paquete perdido. Luego me relacionó contigo, no sé de qué manera, y nos encontró en San Luis.

Amanda se estaba mordiendo una uña.

– ¿Va todo bien?

– A eso voy a dejar que contestes tú. Pero ¿sabes qué me da miedo? Que ese tío nos encontrara. Yo no le hablé a nadie de ti y estoy segura de que tú no cometiste la estupidez de hablarle a nadie de mí.

– Sí, da miedo -dije. Ella asintió con la cabeza.

Escribí los nombres y tracé una flecha que unía a Fredrickson con los Guzmán. Otra conectaba al hombre de negro con ambos. Al levantar la vista del papel, sorprendí a Amanda mirándome.

– ¿Qué pasa?

– Nada -contestó-. Pero he visto animales sin pulgares oponibles que tenían mejor letra que tú.

– Me da igual. Mientras pueda leerla…

– Como quieras -se recostó, cruzó las manos detrás de la cabeza y bostezó-. Entonces, ¿ya hemos acabado con el «quién»?

Me puse a juguetear con el bolígrafo, intentando descubrir quién más podía estar implicado. Entonces me acordé. Pasé las hojas del cuaderno y encontré el nombre que había anotado hacía dos días. El casero de Guzmán. Grady Larkin.

Amanda pareció sorprendida.

– ¿Por qué crees que está implicado?

– Porque en el periódico decían que había oído ruidos extraños y que luego me vio huyendo del lugar de los hechos. Es un poco raro. Como si prefiriera darle el beneficio de la duda a un ex presidiario -escribí el nombre de Larkin con un par de signos de interrogación al lado y tracé una línea de puntos entre él y los Guzmán.

– ¿Alguien más?

– Creo que eso es todo. Por ahora.

– Muy bien, ahora el «qué».

– Gran pregunta -dije-. Drogas, quizá, pero lo dudo. Algo de valor. Ese hombre que estaba en tu casa estaba dispuesto a matarnos a los dos. No se comete un asesinato por una chocolatina.

– Eso depende de lo vieja que sea la chocolatina. Quizá si es antigua pueda conseguir un buen precio en eBay.

– Entendido. Pero el «qué» es simple especulación. Lo único que sabemos es que para algunas personas merece la pena matar por ese paquete -mis palabras se clavaron como una aguja hipodérmica. Nos miramos un momento. De pronto parecíamos haber asimilado lo grave que era la situación. Por suerte Amanda rompió el silencio, porque yo estaba a punto de echarme a llorar.

– Vale, ¿y el «dónde»?

– Nueva York -dije-. Harlem, en concreto. El edificio de apartamentos de 2937 de Broadway. Fredrickson era policía de Nueva York, así que seguramente es un asunto local.