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– ¿No crees que San Luis tenga algo que ver?

Negué con la cabeza.

– Lo de San Luis fue circunstancial. La policía y el otro me siguieron hasta allí, no sé cómo. Fue pura suerte que acabáramos en tu casa.

– Está bien, otra pregunta -dijo Amanda-. ¿Cómo te siguieron exactamente? ¿Cómo descubrieron que estabas conmigo?

– No lo sé. Puede que alguien me viera en la Universidad de Nueva York y avisara a la policía. La recepcionista me vio mirando los anuncios, puede que hiciera algo, que dijera algo. O quizás había una cámara en la oficina. Hay cientos de posibilidades.

Amanda no parecía satisfecha con mi respuesta.

Joyce volvió con nuestras tostadas. La de Amanda parecía crujiente y ligera. La mía estaba quemada. Amanda suspiró y me dio un trozo de la suya. Le di las gracias y unté el pan con un buen pegote de mermelada de fresa.

– Bueno, ¿y el «cuándo»? -dijo.

– Yo me encontré metido en esto antesdeayer, pero es probable que Fredrickson y los Guzmán hubieran concertado una cita antes.

– ¿Por qué? -preguntó Amanda.

– Cuando llegué para la entrevista, Luis estaba vestido de punta en blanco, como si hubiera quedado con Hillary Clinton. Pero yo me pregunto: si los Guzmán no tenían el paquete, ¿por qué se molestó Luis en vestirse así?

Amanda se quedó pensando, bebió un sorbo de café.

– Por excitar su compasión -dijo tranquilamente.

– ¿Cómo dices?

– Está claro que Luis sabía que Fredrickson quería algo que él no tenía -dio un mordisco a la tostada y untó el resto con mantequilla-. ¿Nunca te llamaron al despacho del director cuando estabas en el instituto?

– ¿Por qué?

– Tú dímelo.

Me reí.

– Sí, una o dos veces.

– ¿Y qué llevabas puesto?

– No sé. Unos chinos, una sudadera.

– Pero te duchabas y te afeitabas, ¿no? Estabas presentable, ¿no?

– Claro.

– Pues aquí es lo mismo. Cuando sabes que estás en un lío, quieres aparentar que lo sientes de verdad, te vistes de punta en blanco, etcétera, etcétera. Luis sabía que Fredrickson iba a cabrearse y quería suavizar el golpe.

– Para lo que le sirvió. Lo cual significa probablemente que mintieron a la prensa para protegerse. Pensaron que era mejor endosarme a mí el paquete perdido.

Asentimos ambos con una satisfacción compartida que pareció quitarle hierro al asunto. Habíamos nacido para aquello.

– Ahora, la gran pregunta -dijo Amanda-. ¿Por qué?

– ¿Por qué? -repetí, y luego lo dije otra vez en voz baja, miré a Amanda, me pasé la mano por la barba de dos días y dije-: No tengo ni idea. Pero esos tres hombres andan detrás de mí y no creo que vayan a detenerse. Si no lo descubro, dentro de unos días estaré muerto o en prisión.

Capítulo 23

Mauser tomó dos pastillas y se las metió en la boca. Luego se lo pensó mejor y se tragó otras dos. Dio las gracias al chico que, de pie junto a él, sostenía el frasco de pastillas sonriendo como un perro que acabara de ganarse un premio. A Joe le dolía la cabeza. La sangre golpeaba el bulto que tenía en la sien izquierda. Los analgésicos tardaban en hacer efecto. El chico con el uniforme marrón claro de la policía del condado de San Luis parecía encantado de estar allí. Mauser le dio de nuevo las gracias y se levantó lentamente de la cama en la que llevaba sentado media hora, intentando despejarse.

Denton estaba en el pasillo. El jefe de la Brigada de Búsqueda de Fugitivos, un tal Wendell que no parecía tener más de treinta años y cuyo pelo, sin embargo, empezaba a volverse gris, lo miraba con el ceño fruncido y maldecía como si sus compañeros de clase acabaran de enseñarle un taco nuevo. Mauser había tenido que aguantar sus improperios hasta que lo había ahuyentado diciendo que el dolor de cabeza podía desencadenar en él reacciones violentas contra «cretinos que se creen que tienen un megáfono en la boca».

Denton tenía un moratón de color arándano a un lado del cuello, donde se había golpeado contra el armario. Se había puesto totalmente blanco, pero Mauser había conseguido calmarlo, le había dicho que el departamento le daría una prima por los moratones adquiridos en acto de servicio.

Encontraron una mochila que pertenecía a Parker. Denton la abrió y puso cara de desilusión cuando sólo sacó una grabadora y una libreta. En la cinta no había nada, excepto una entrevista con Luis Guzmán, el hombre al que Parker había atacado después. Una tapadera perfecta, en realidad. Parker lo entrevistaba, fingía hacer su trabajo para que pareciera que tenía un motivo legítimo para estar allí.

Mauser observaba a Len Denton. No era sólo rabia lo que se había apoderado del joven agente, sino una especie de miedo. A Mauser le sorprendía que hubiera apretado tan pronto el gatillo, que no se hubiera molestado en negociar, que hubiera corrido el enorme riesgo de que la bala diera a Amanda Davies. Se preguntaba si el sistema nervioso de su compañero había alcanzado su punto de quiebra, como les pasaba a muchos otros agentes que no estaban hechos para el trabajo de campo.

Los miraba discutir en el pasillo de Amanda Davies. Denton se rascaba distraídamente el cuello amoratado. Wendell fue poniéndose morado, luego azul, después de un tono de gris que no podía ser sano. La habitación olía todavía a pólvora y residuos de gas lacrimógeno. Los forenses se habían llevado ya el casquillo disparado por Denton, junto con las muestras de sangre y las huellas dactilares del asesino vestido de negro. A pesar de sus dudas, Mauser apoyaría la decisión de Denton de abrir fuego.

Había visto la mirada de aquel hombre, sabía que había sido pura suerte que aparecieran en aquel momento. Aquel tipo habría matado a Parker y a Davies sin pensárselo dos veces.

Mauser miró a Denton y sus ojos se encontraron. Los dos miraron al cielo al unísono. Wendell se lo estaba pasando en grande. El jefe de brigada dejó por fin de gritar. Pero, más que sin tacos, parecía haberse quedado sin carburante.

Una inspección rápida de los alrededores no había arrojado ningún resultado, salvo algunas ramas rotas y huellas que conducían a la carretera. Era casi imposible detectar las gotas de sangre en el barro, así que no sabían si Parker o Davies estaban heridos. No había cadáveres, ni rastro de Parker o Davies, ni del hombre al que Denton había disparado.

Mauser se encolerizó al comprender que había perdido su única pista.

Wendell entró en la habitación de Amanda Davies y se detuvo frente a él. Le temblaban las cejas. Joe suspiró. Por el bien de Wendell, esperaba que se diera cuenta del poco aguante que tenía.

– Lo que han hecho su compañero y usted esta noche ha sido muy poco profesional -dijo Wendell-. Me alucina que hayan roto el protocolo de esa manera, no informando a ningún departamento sobre ese fugitivo. Y no sólo no han conseguido detenerlo, sino que han puesto en peligro la vida de otras personas. ¿Y si hubiera entrado en otra casa? ¿Y si…?

– Pero no lo hizo -lo interrumpió Mauser.

– Ésa no es la cuestión -continuó Wendell, impertérrito-. Ésta es mi jurisdicción, agente, no la suya.

Su saliva salpicó la cara de Mauser. Mauser se la limpió con calma, pero notó que el calor empezaba a difundirse por su cuello. Buscó a su compañero con la mirada y lo vio en el pasillo, charlando con un agente rubio. Imagínate.

– Jefe -dijo Mauser-, con el debido respeto, cállese la puta boca. Ahora mismo.

Wendell cruzó los brazos sobre el pecho y esperó a oír lo que aquel bestia tenía que decir. Mauser prosiguió.

– Si no le informamos fue porque no podía confirmar el paradero de Parker. Si hubiéramos difundido una orden de busca y captura en el estado, se habría largado mucho antes de lo que usted es capaz de meterle la lengua por el culo a su supervisor. Teníamos a Parker en esta casa, y se acabó.