Me levanté, me acerqué a la cómoda de roble arañado y fui abriendo los cajones uno a uno. Sólo encontré una biblia Gideon y un pañuelo de papel arrugado. Puaj.
– ¿Qué buscas? -preguntó Amanda con voz soñolienta.
– Sólo quería ver si alguien se había dejado algo de ropa. Unos calcetines, quizá.
– Claro, apuesto a que el Ejército de Salvación no sabía qué hacer con los calcetines del pequeño Johnny y los ha dejado en el cajón.
– Me da igual -dije, recostándome en la silla-. Necesito quitarme esta ropa y darme una ducha.
– Por mí adelante.
Me quité los calcetines y los zapatos y los dejé pulcramente junto al radiador. Entré en el cuarto de baño, colgué la camisa y los pantalones de la barra de la ducha confiando en que el vapor eliminara parte del sudor y la mugre.
El vapor envolvió mi cuerpo como un guante y cerré los ojos. El mundo parecía muy lejano. Sólo unos minutos y me olvidé por completo de John Fredrickson. Los dos días anteriores no habían existido. El peso del mundo se iba por el desagüe.
Estaba otra vez en el apartamento de los Guzmán. Luis recitaba pasajes de El zoo de cristal mientras Christine tejía patucos para su futuro hijo.
Estaba de vuelta en la Gazette, escribiendo necrológicas mientras Wallace y Jack me observaban desde el otro lado de la sala de redacción. Las cosas iban a pedir de boca.
Luego, de pronto, como si hubiera roto un dique, se me vino todo encima. Los disparos. El cuerpo de John Fredrickson tumbado en el suelo, sangre por todas partes. La pistola apuntando a la cabeza de Amanda. La mirada fría del hombre de negro. Los policías que querían matarme. Las horas pasadas en la trasera de una camioneta, sabiendo que cada respiración podía ser la última. La muerte y la destrucción me seguían como mi propia sombra.
Desperté bruscamente. Miré mi reloj. Había pasado media hora en un abrir y cerrar de ojos.
Cerré el grifo y tomé una toalla arrugada. Mi ropa seguía húmeda, así que me até la toalla a la cintura y volví con Amanda. Que se fuera al infierno el pudor: no pensaba volver a ponerme aquella ropa hasta que estuviera cocida y desinfectada.
Para mi sorpresa, Amanda no sólo estaba despierta sino que llevaba una camisa distinta. A sus pies había una gran bolsa de plástico.
– ¿Es nueva? -pregunté, incrédulo. Al llegar, Amanda llevaba todavía su jersey. Ahora llevaba una camiseta azul con las letras DPC bordadas. Departamento de Policía de Chicago. Qué gran sentido del humor-. ¿Qué hay en la bolsa?
Me la tiró y por suerte conseguí agarrrarla y al mismo tiempo mantener la dignidad alrededor de la cintura. Dentro había un paquete arrugado que contenía una camiseta limpia, una bolsa con unos calzoncillos de la talla XXL y un par de pantalones cortos de faena cuyo tejido parecía susceptible de romperse si el aire soplaba con un poco de fuerza. Miré a Amanda. Sus ojos brillaban esperando mi reacción. ¿Había ido de compras?
– Siento lo de los calzoncillos -dijo-. Se les habían acabado la grande y la XL, y no me parecía que te sirviera la mediana.
– Suelo usar la grande, pero no voy a quejarme -hice una pausa, miré sus preciosos ojos-. Gracias.
Asintió con la cabeza.
– Bueno, ¿qué opinas de la camiseta? A mí me ha parecido muy apropiada.
Sacudí la cabeza.
– Quizá debería comprarme una con la leyenda «fugitivo de la justicia». Podríamos ponérnoslas en Halloween, con una bola y una cadena como complementos. El pico lo llevaría yo.
– Tú puedes ser Harrison Ford. A mí siempre me ha chiflado Tommy Lee Jones.
– No sé si me hace gracia saberlo. Además, tú eres mucho más guapa que Tommy Lee Jones. Y mucho menos correosa.
– Me lo tomaré como un cumplido.
– Bueno, es un hombre atractivo -dije con una sonrisa-. En serio, Amanda, no tenías por qué hacerlo.
– Lo sé, pero lo he hecho de todos modos.
Sonreí sin esfuerzo. Un minuto después salí del cuarto de baño sintiéndome como si acabara de darme una docena de duchas calientes después de quedar atrapado en una avalancha de barro. Nunca me había sentido tan a gusto con ropa nueva.
– Dios mío, tu pierna -dijo ella. Miré hacia abajo. La herida estaba amarilla. Era más profunda de lo que pensaba y tenía mal aspecto-. ¿Qué te ha pasado?
– Una bala. Cuando huía de esos policías -hice un ademán deslizando la mano en el aire para sugerirle aquella imagen.
Amanda se estremeció.
– Hay que curarla -dijo.
– No hay que hacer nada -contesté tajante.
– Espera -dijo, y corrió hacia la puerta-. Enseguida vuelvo.
Se fue antes de que pudiera detenerla. Suspiré. No estaba en situación de ir tras ella, así que encendí la televisión y puse la CNN. Luego la apagué. No quería ver las noticias. Todo era ya demasiado real.
¿Y si me hubiera entregado? Seguramente podrían haberse aclarado las cosas. Seguramente podría haberse descubierto la verdad.
Seguramente… y una mierda.
Los testigos habían declarado en mi contra públicamente. Si mi caso llegaba alguna vez a un tribunal, sería la palabra de un hombre acusado de matar a un policía contra la de tres personas más todo el Departamento de Policía de Nueva York. Qué demonios, si yo fuera policía también querría verme muerto. Pero mi supervivencia dependía de que fuera capaz de sacar la verdad a la luz. El paquete misterioso, el que buscaban Fredrickson y el hombre de negro, contenía la respuesta.
Cinco minutos después la puerta volvió a abrirse. Amanda llevaba otra bolsa. Sacó una botella de alcohol, algodón, varios envoltorios de gasas y un rollo de esparadrapo. Tenía la cara de confianza de un cirujano dispuesto a hacer su primera operación borracho y atiborrado de anfetaminas.
Hizo que me sentara y se mordió suavemente el labio mientras mojaba con alcohol una bola de algodón. Cerré los ojos y sentí un dolor ardiente que me atravesaba la pierna. Apreté los dientes. Un gemido agudo escapó de mis labios cuando ella aumentó la presión.
– Avísame si duele.
Asentí con la cabeza, dije que sí. Si no se había dado cuenta de que dolía de cojones, yo no iba a decírselo.
El dolor disminuyó al fin hasta convertirse en un pálpito sordo. Sus manos se movían con fluidez, cambiando gasas ensangrentadas y resecas por otras limpias, sin vacilar al tocar la herida o limpiarla. Sus dedos parecían ávidos, masajeaban mi piel como si contuviera algún antídoto escondido que también le servía a ella. Amanda me estaba ayudando, me estaba curando, pero yo sabía que también la estaba ayudando a ella.
Cuando acabó, puso una gasa limpia sobre la herida y la sujetó con una venda. Sujetó el extremo con pequeñas grapas metálicas y me dio una palmadita en la pierna.
– ¿Qué tal?
– Duele un montón -dije-. ¿Seguro que tiene que estar tan prieta? Creo que me has cortado la circulación.
– Mejor eso que se te infecte. Si la herida se gangrena, puede que haya que amputar -me guiñó un ojo.
– Quizá haya que apretarla un poco más.
Amanda se lavó las manos, se dejó caer en la cama y suspiró. Cerró los ojos, su pecho empezó a moverse rítmicamente arriba y abajo. Seguí con la mirada sus curvas delicadas, la melena castaña y sedosa que caía sobre su cuello. ¿Por qué, en medio de todo aquello, había algo tan delicioso?
– ¿Por qué me ayudas? -pregunté sin pensarlo. Amanda no se movió, se quedó allí tendida, respirando.
– Porque es lo correcto -contestó, adormilada.
– ¿Cómo lo sabes? Acabas de conocerme. No sabes nada de mí.
– Sé lo suficiente -contestó en voz baja-. Lo creas o no sé juzgar a las personas. Confío en mi instinto mucho más que en lo que dice la gente. Tú no eres como esos hombres que estaban anoche en mi casa.