El revisor se disculpó con los pasajeros mientras avanzaba por el pasillo. Amanda (de la que yo ya estaba convencido de que debería haber estudiado en Juilliard) me pasó el brazo por los hombros y fingió que se desmayaba. La sostuve con visible esfuerzo.
– ¿Qué ocurre? -preguntó el revisor con una mezcla de preocupación y repugnancia. Repugnancia, supuse, por nuestra apariencia. Y preocupación porque Amanda parecía a punto de vomitar encima de la señora del asiento de al lado.
– Mi novia va a vomitar, idiota. ¿Quieres que te ponga perdido el tren?
– Maldita sea -dijo, secándose la frente con una mano carnosa-. ¿No puedes llevarla al aseo?
– El váter está atascado. Hay mierda por todo el asiento.
– Hay otros dos vagones más allá.
En ese momento Amanda se tapó la boca y eructó.
– Creo que no va a llegar, amigo.
El revisor se quitó la gorra y se pasó la mano por el pelo escaso. Una mujer sentada a unas filas de allí gritó:
– Eh, muévanse de una vez.
– ¿Qué sugiere que haga? -preguntó el revisor, que empezaba a perder la paciencia.
Contesté:
– Déjanos salir un momento a tomar el aire, ya sabes, para que eche los mocos, las flemas y las bilis. Volvemos enseguida, te lo juro. Y así la señora esa no tendrá que preocuparse porque le estropeemos el peinado.
– Se supone que no debo dejar salir a los pasajeros a no ser que estemos parados en una estación.
De nuevo Amanda se inclinó y dejó caer al suelo un hilillo de saliva. El revisor la miró con horror.
– Qué asco -dijo la anciana de la fila siguiente-. Por favor, quite a ese ser de mi asiento.
El revisor se puso a maldecir en voz baja.
– Vamos.
Nos hizo señas de que lo siguiéramos. Amanda cojeaba como si le hubieran pegado un tiro en las rodillas. El revisor nos llevó hasta la puerta del vagón. Quizá para despejar una última duda, miró hacia atrás. Por suerte, el hilo de baba de Amanda tenía ya casi un metro de largo. Aquello bastó para convencerlo.
Agarró un pequeño mango negro y tiró hacia abajo. Se oyó un fuerte silbido, como de una bote de refresco recién abierto, y la puerta se abrió.
Amanda suspiró:
– ¡Aire, qué bien!
– Tenéis cinco minutos -dijo el revisor-. Después no os prometo nada.
– Entendido, jefe. Vamos, cariño. Ya sabía yo que no tenías que haber comido tanto beicon antes de ir a la rave.
Bajamos con esfuerzo los peldaños y llevé a Amanda a una franja de hierba seca que había a unos veinte metros del tren. Mientras ella se inclinaba, vi que el revisor volvía a meterse en el tren. Esperé hasta que se perdió de vista y dije:
– Ahora.
Corrimos hacia la hilera de árboles y la autopista gris que se extendía tras ella. Cada vez que daba un paso una punzada de dolor me atravesaba la pierna, pero no había tiempo para mirar atrás, tiempo para asegurarse de que no nos habían visto.
Entonces llegamos a los árboles, nos abrimos paso entre las ramas, nos escondimos detrás de un par de grandes robles. Un viento suave nos envolvió mientras recuperábamos el aliento. Me asomé desde detrás de un árbol, vi el borde azul de la gorra de un revisor escudriñando los alrededores. Luego se metió dentro y la puerta del tren se cerró.
Cuando echamos a andar hacia la autopista oí un chirrido metálico a nuestra espalda; luego, una bocina restalló en el aire. Cuando me volví, el tren se estaba alejando.
Miré a Amanda. Tenía la frente sudorosa.
– Lo has hecho muy bien, nena -le aparté un mechón castaño de la cara, sentí su piel tersa bajo el dedo. Sonrió y supe que ella sentía lo mismo-. Lo has hecho realmente bien.
– Gracias -estaba muy colorada por el esfuerzo y quizá también porque se había ruborizado-. Bueno, ¿a cuánto estamos de la ciudad?
– A nueve o diez horas a pie, creo, y a tres o menos en coche.
Amanda frunció el ceño.
– Nunca he hecho autoestop.
– Bueno, a mí nunca me habían pegado un tiro, pero supongo que hay cosas que no pueden elegirse.
Me agarró de la mano cuando nos acercábamos a la autopista. El sol caía implacable sobre nosotros. Nueva York quedaba en algún lugar más allá del horizonte. Estábamos muy cerca de la guarida del león y allí, en alguna parte, estaba la verdad. Tenía que arrancársela de las fauces antes de que se cerraran sobre mí. Mientras avanzábamos hacia la carretera, me pregunté si iba camino de la absolución o de un destino espantoso.
Capítulo 30
El teléfono móvil despertó a Mauser. Había estado soñando. Barbacoa y cerveza. Béisbol y salchichas. Veranos con John y Linda, sus preciosos hijos. Joel aprendiendo a lanzar la pelota. Nancy jugando con su vestido nuevo.
Y entonces el sueño se hacía añicos tan bruscamente como sus vidas.
Denton circulaba a toda velocidad por la carretera. El aeropuerto de Lambert estaba cerca. El avión aguardaba instrucciones. El cielo iba oscureciéndose. El sol se hundía en el horizonte con una pincelada de rojo.
Joe contestó a la llamada pulsando una tecla.
– Aquí Mauser.
– Agente Mauser, soy Bill Lundquist, de la Autoridad de Tráfico de Manhattan.
– Señor Lundquist.
– Agente Mauser, el servicio de seguridad ferroviaria me ha alertado de que en un tren que salió de Union Station esta mañana un revisor ha informado de que una pareja abandonó el tren durante una de las paradas de seguridad que ordenaron ustedes.
– ¿Qué quiere decir con que abandonaron el tren?
– Bueno, señor, el revisor dice que la pareja no encajaba con la descripción que les habían dado, que parecían recién salidos de un concierto de rock o algo así, que no parecían peligrosos. El tren se detuvo justo a las afueras de Bethlehem, Pennsylvania.
– Continúe -Joe sintió que empezaba a arderle la sangre.
– La chica se fingió enferma y convencieron al revisor de que los dejara salir a tomar el aire. Cuando fue a mirar, ya no estaban. Supuso que habían vuelto a entrar mientras no miraba.
– Dios mío, eran Parker y Amanda Davies.
– Sí, señor, estamos casi seguros. Lo siento.
– Déjelo. Se acabó. Pero despida a ese puto revisor.
– Ya lo han relevado del servicio.
– Bien. Y, señor Lundquist, ¿adónde iba ese tren?
– A Penn Station, señor. A Nueva York. Además, han encontrado las matrices de los billetes de la pareja en sus asientos. Habían pagado todo el trayecto.
– Maldita sea -escupió Mauser. Cerró el teléfono, marcó el número del supervisor de seguridad de la Autoridad de Tráfico de Manhattan-. Quiero Penn Station y todas las estaciones de autobuses llenas de agentes. Van hacia allá, estén alerta, nosotros llegaremos dentro de un par de horas.
– Podemos conseguirlo -dijo Denton-. Tardaremos menos de diez minutos en llegar a Lambert, y ya he avisado de que despejen un hangar de la terminal marítima de La Guardia.
– Si no llegamos en menos de diez minutos, abro la puerta y te echo a patadas del coche.
Denton asintió con la cabeza.
– Trato hecho.
Nueva York. ¿Por qué volvía Parker a Nueva York? No había casi nadie en la ciudad que no pudiera reconocerlo, y estaban todos sedientos de sangre. Había cientos de policías con el gatillo fácil. Joe necesitaba que esperaran. Tenía que encontrar a Henry antes que ellos.
Y entonces volvió a sonar su teléfono.
– ¿Qué pasa ahora, por Dios?
– ¿Joe? Soy yo.
Mauser se quedó frío. Cerró los ojos.
– Linda -se quedó callado mientras reunía fuerzas para hablar-. Perdona, es que acabo de… Estamos un poco agobiados. ¿Qué tal estás tú?
– Al diablo las formalidades, Joe. ¿Todavía no lo has encontrado?
Mauser se hundió en el asiento, sintió de nuevo aquel dolor sordo.
– Lin, no puedo hablar contigo ahora, de verdad. Te llamaré cuando sepamos más -sintió un nudo en la garganta y parpadeó para contener las lágrimas.